Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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– Así que estaba implicado al más alto nivel y estaba al corriente de los asesinatos.

– Es muy probable. Y aún tengo otra cosa, agárrate.

– Lo intento.

– El registro en el domicilio de Manœuvre ha demostrado que tenía diversos listados relativos al tránsito de films entre los grandes archivos cinematográficos mundiales. ¿Recuerdas el famoso sitio Internet de la FIAF del que habló tu comandante? Fue así como hace dos años Manœuvre pudo descubrir dónde estaba la bobina. Debió de plantarse de inmediato en la FIAF y reclamar los films de 1955. Sólo que alguien había robado ya la película tras la cual andaba. Un coleccionista a quien conocemos bien.

– Szpilman.

– Sí, Szpilman. Justo cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo, Manœuvre perdió la pista del film, pero no abandonó su búsqueda. Debió de seguir investigando, vigilando las ferias de films y los anuncios clasificados, en particular aquellos procedentes de Bélgica. Fue así como llegó a casa del hijo de Szpilman tras la muerte del viejo.

– Ese empecinamiento en conseguir una bobina es cosa de locos.

– Mientras hubiera copias circulando por ahí, Chastel y los que están detrás de este asunto se sentían en peligro. Manœuvre no era más que un peón, un ejecutor. Igual que debía de serlo Chastel, a un nivel más elevado.

– Dígame que ahora sí se podrá investigar oficialmente a la Legión.

– Sí, esperemos que se suelten algunas lenguas y que las diversas pesquisas den resultados. No olvidemos que, a priori, hay dos asesinos. Uno de ellos era Manœuvre, nuestro «cineasta», pero el otro, el que extrae los cerebros, probablemente está en esta lista. Y probablemente actuó solo en Egipto, ya que Manœuvre era demasiado joven.

Tras aquellas últimas palabras del comisario, Lucie sorbió su copa, con los ojos brillantes debido al cansancio. Con la luz tamizada, los rasgos de Sharko se suavizaban. Una música lejana, sobria, se perdía en la nada. Todo, en aquel lugar, invitaba a la calma y a la seducción. Lucie sacó una foto de su cartera y la puso sobre la mesa.

– Aún no le he presentado a mis pequeños tesoros. A los que tanto echo en falta. Hoy más que nunca me he dado cuenta de que no estoy hecha para alejarme de ellas.

Sharko tomó la fotografía con una ternura que Lucie aún no le conocía.

– ¿Juliette es la de la derecha y Clara la de la izquierda?

– Al revés. Si mira atentamente verá que Clara tiene un minúsculo defecto en el iris, una mancha negra que parece un jarrón diminuto.

El comisario le devolvió la foto.

– ¿Y su padre?

– Se largó hace mucho tiempo.

Lucie suspiró y asió la copa con ambas manos.

– Este caso me hace daño, comisario, porque al mirar esta foto ya no veo a Clara y a Juliette sino a Alice Tonquin, Lydia Hocquart y todas las demás niñas aterrorizadas. Me acompañan a todas partes, de noche y de día. Puedo distinguir sus rostros, su miedo, oigo sus gritos cuando se lanzan sobre esos pobres animales.

– Todos tenemos nuestros fantasmas y ellas desaparecerán cuando hayamos resuelto el caso. Cuando todas las puertas se cierren te dejarán por fin en paz.

Un silencio. Lucie asintió, con la mirada perdida.

– ¿Y usted, comisario, ha dejado puertas abiertas a lo largo de su vida?

Sharko manoseaba su alianza.

– Sí… Hay una grande, una puerta muy grande que me gustaría poder cerrar. Pero no lo consigo, y tal vez sea así porque en el fondo de mí mismo no tengo ganas de cerrarla.

Sharko no habló de inmediato. A una parte de él le hubiera gustado dar marcha atrás, ponerse en pie, desaparecer, pero la otra luchaba para que se quedara allí.

– ¿Lo crees de verdad?

Se inclinó más y le besó en los labios. Sharko había cerrado los párpados, sus sentidos se volvían más pesados, como durante una apnea demasiado larga que pusiera los órganos en peligro.

Abrió de nuevo los ojos.

– ¿Sabes que lo que pueda ocurrir probablemente no tenga futuro?

– Pues, al contrario, creo que sí tendrá futuro pero, de momento, démosle por lo menos una oportunidad al presente.

No había visto a una mujer desnuda desde la muerte de Suzanne. Casi sintió vergüenza. El cuerpo esbelto y perfumado se deslizó a través de la penumbra y se abrazó al suyo. Las manos golosas y delicadas acabaron de desabotonarle la camisa, mientras en lo hondo de su vientre crecía el fuego. Se dejaba hacer, pero Lucie percibió su tensión, una huella impalpable que impedía al macho abandonarse completamente frente a ella.

– ¿Hay algo que te molesta? -le murmuró ella a la oreja.

– Es que…

Sharko se escapó y se dirigió ágilmente al centro de la habitación. Le dio la vuelta a la silla que había junto a la cama y guardó la locomotora Ova Hornby a escala 0, con su vagoneta negra para la leña y el carbón, en el cajón de la cómoda. Hizo desaparecer igualmente la caja de castañas confitadas. Luego regresó junto a su pareja y la besó fogosamente. Con un gesto un poco demasiado firme, la hizo caer sobre la cama. Lucie rió.

– Esa locomotora me divertía. Decididamente, eres un tipo singular…

Sus labios se encontraron de nuevo, sus pieles tibias se rozaron. Sharko apagó la luz con un movimiento ágil mientras sus caderas rodaban sobre las sábanas. A pesar de que las cortinas estaban corridas, la luz del exterior se derramaba sobre la cama y sugería aquellas formas que cabalgaban a lomos del placer. Un paisaje de carne, de hondonadas y de pequeños valles que parecía a punto de desaparecer tras la cólera de un seísmo. Lucie mordió la almohada sacudida por un orgasmo, y Sharko hizo que se diera la vuelta, con la dulce violencia de una loba al alzar a sus cachorros, y se sumergió en ella jadeando. Los llantos, los gritos, los rostros de los muertos, Lydia y Alice desaparecieron de súbito vencidos por la voluptuosidad. Los segundos transcurrían, cada uno de ellos como una descarga eléctrica en la piel. Con la rigidez de sus músculos ardientes, Sharko se puso tenso y los nervios del cuello le sobresalieron. Y, mientras apretaba los dientes con fuerza y sus gestos se volvían aún más ardientes, miró al centro de la habitación.

Aún estaba allí de pie, con los pies juntos y las manos a lo largo de los muslos.

Y, por primera vez en su vida, Sharko vio llorar a Eugénie.

El instante pareció una eternidad. Los ojos del comisario se nublaron a su vez, mientras la mujer debajo de él gemía.

Y en plena magia del éxtasis de los sentidos, la chiquilla le sonrió.

Alzó su manita y le hizo un gesto amistoso.

Al borde de las lágrimas, Sharko le respondió con el mismo gesto.

Un instante después, Eugénie salió de la habitación sin volver la vista atrás y la puerta se cerró en silencio.

Y Sharko se abandonó por fin al placer.

53

Sharko se despertó sobresaltado: su móvil vibraba sobre la cómoda.

Apartó el cuerpo tibio que se arrimaba a él y rodó de costado.

Era Pierre Monette. Había hallado el origen de la llave que Philip Rotenberg había confiado a Lucie. Abría una de las consignas de la estación central de Montréal. El gendarme canadiense le citó allí a mediodía, antes debía resolver algunos asuntos importantes.

El comisario colgó y se volvió hacia la mujer que compartía su cama. Con la punta de los dedos, le acarició la espalda. Tenía la piel tan dulce, tan joven en comparación con aquella costra que a él le había endurecido su trabajo como policía de calle… Tantos caminos les separaban a ambos… Delicadamente, hundió la nariz entre sus cabellos rubios y se embriagó una última vez de aquella mezcla de perfume y sudor.

No podía seguir mintiéndose: ella le atraía. Desde que se conocieron nunca había conseguido apartar su rostro de su mente. Sin hacer ruido, se levantó y fue a ducharse. Cuando dejó correr el agua, cuando se miró al espejo o se vistió, buscó a Eugénie. Recordaba con precisión el leve gesto de la mano que le había dirigido por la noche. Y las lágrimas sobre sus mejillas de niña. ¿Era posible que Eugénie hubiera sido feliz? ¿Y que, finalmente, le dejara tranquilo?

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