– Un amigo, Ludovic Sénéchal, perdió completamente la vista tras ver el film. Se llama ceguera histérica. Las imágenes trastocaron su cerebro. ¿Está hablando de ese tipo de cosas?
– Mucho peor, puesto que la ceguera histérica es un fenómeno puramente psíquico. En el caso de la contaminación mental, no sólo se ve modificada la estructura del cerebro, físicamente me refiero, sino que se propaga una reacción en cadena de individuo en individuo, como un virus. Ahora lo entenderá. Dos segundos.
Se interrumpió repentinamente y miró hacia el ventanal.
– ¿Ha oído eso?
– ¿Qué?
Se precipitó hacia la mesa y empuñó su arma.
– Un crujido.
Lucie permaneció serena. Los tragos de cerveza la habían calmado.
– Será el fuego…
– No, no. Eso venía del exterior…
Apagó la luz y se acercó al ventanal. La estufa le iluminó el rostro con reflejos rojos. Lucie se aproximó. Tendió la mano en dirección a ella.
– ¡Apártese de la ventana!
Lucie se quedó inmóvil. En el exterior, todo estaba quieto. Los troncos negros se alzaban como tótems malignos.
– ¿A quién le tiene tanto miedo? -preguntó Lucie-. Ya ve que no hay nada. Y nadie nos ha seguido. Nunca había visto carreteras tan rectas y tan largas en mi vida. Y tan desiertas.
– Hace unos meses vivía en el centro de Montréal e intentaron matarme.
Se apartó y se arremangó el bajo de la camisa. Lucie pudo ver unas grandes cicatrices.
– Cuchilladas. Cinco milímetros más, y no lo cuento.
– ¿La CIA?
Se mordió el labio mientras sacudía la cabeza.
– No son sus métodos. El reciente descubrimiento de esos cuerpos en su país, en Normandía, hace que piense que quizá me las tuve con un francés.
– ¿Los servicios secretos?
– Tal vez.
– ¿Y si le dijera que podría tratarse de la Legión?
– No lo sé. Recuerdo vagamente al tipo… Rostro cuadrado, robusto, con pinta de militar.
«El tipo de las botas militares», pensó Lucie.
– Lo que es seguro es que ese atentado contra mi persona estaba evidentemente relacionado con el film de Szpilman y nuestros descubrimientos. Y, sin embargo, tanto él como yo trabajábamos de incógnito, tratábamos de seguir una pista, de reunir pruebas, como también hace usted ahora. Él fue mucho más prudente que yo. Aún no sé cómo esos hombres que me perseguían podían estar al corriente. El chivatazo pudo llegarles de muchas partes ya que a lo largo de mi investigación hice muchas, muchísimas llamadas y me vi con mucha gente. En las instituciones psiquiátricas y religiosas o en archivos. Esos… asesinos… deben de tener contactos, algo así como centinelas. Desde entonces vivo escondido aquí, protegido por personas de confianza, en medio de ninguna parte.
En cuclillas, empuñando el arma, se atrevió a echar otro vistazo a través del ventanal. Suspiró largamente y, tras más de treinta segundos, se puso en pie.
– Tal vez fuera un animal. Por aquí rondan alces y castores.
Se calmó. Aquel tipo que, en su juventud, debía de haberse enfrentado a un montón de tipos peligrosos e influyentes, que se las había visto con las tinieblas y había sabido mantenerse a flote, acababa su vida en plena psicosis.
– Supongo que en los archivos no habrá hallado nada. Yo también los consulté, hará cosa de un año. Es evidente que las identidades correspondientes a esos rostros de niñas de los que disponemos, usted y yo, se hallan entre los expedientes de las comunidades religiosas. Pero, como habrá podido comprobar, esos archivos lamentablemente no son accesibles. Es lo único que me falta. Nombres… Necesito los nombres de esas pequeñas pacientes para llegar hasta el hospital psiquiátrico de la niñas y los conejos, a esas chiquillas, y así obtener testimonios, pruebas vivientes que…
– Tengo esos nombres.
– ¿Cómo es posible?
– Cada vez son más las comunidades religiosas que están cerrando, por falta de dinero. Sus archivos se trasladan sistemáticamente al Centro de Montréal. ¿No lo sabía?
Negó con un gesto de cabeza.
– Desde que me escondí, me es más difícil estar al corriente.
– La chiquilla del columpio se llama Alice Tonquin.
– Alice… -suspiró Rotenberg, como si hubiera tenido ese nombre en la punta de la lengua durante años.
– La Sûreté ha perdido su rastro administrativo, pero la última institución conocida donde estuvo fue la de las monjas grises. Sé cuál fue la monja que se ocupó de ella. La hermana María del Calvario. Ahí es donde me dirigía cuando usted me… secuestró.
– ¿Cómo lo ha conseguido?
– Hemos analizado a fondo el film.
Sonrió imperceptiblemente.
– Creo que ha llegado el momento de que le revele el resto de los descubrimientos de Wlad y míos, y que podamos avanzar gracias a sus informaciones. Vamos al ordenador…
Cuando fue hacia la mesa, su mirada se clavó en el móvil de Lucie. Lo tomó.
– Su teléfono…
– ¿Qué le pasa a mi teléfono?
– Me dijo que no funcionaba. ¿Desde cuándo?
– Ehh… Quise utilizarlo al llegar a Canadá y…
Lucie no acabó su frase, como si acabara de comprender. Rotenberg le dio la vuelta al aparato y abrió la tapa posterior, con manos temblorosas. Arrancó de su emplazamiento lo que parecía un pequeño circuito electrónico.
– Probablemente sea un localizador.
Sus ojos azules se llenaron de pánico. Lucie se llevó las manos a la cabeza.
– Mi vecino en el avión… Dormí durante todo el viaje.
– Drogada, probablemente. Deben de vigilarla desde hace tiempo. Y la han utilizado a usted para llegar hasta mí. Ellos… Ellos están aquí…
Lucie pensó en los micrófonos en su apartamento y en el de Sharko. Para los asesinos era fácil seguirla. Inmediatamente, Rotenberg sacó su móvil, lo encendió y marcó el 911.
– Soy Philip Rotenberg. Envíen urgentemente a alguien a Matawinie, cerca del lago donde desemboca el río Matawin. Le doy las coordenadas GPS exactas, ¡anótelas rápido, por favor!
– ¿Cuál es el motivo de la llamada?
– Tratan de matarme.
Dio las coordenadas que se sabía de memoria y colgó, tras suplicar que se dieran prisa. Luego, agachándose, se dirigió hacia la estufa. Lucie le imitó. El fuego iluminaba peligrosamente el interior de la casa y había ventanas por todas partes. En el momento en que él se aproximaba a la estufa de leña, la cristalera del ventanal se hizo añicos.
Philip Rotenberg fue proyectado hacia atrás y su cuerpo cayó pesadamente al suelo. Una flor roja apareció y creció sobre su camisa blanca. Su pecho aún se movía. De repente aparecieron llamaradas desde el exterior, unas grandes cortinas móviles pegadas a la madera, por delante y por detrás. Una danza roja y violenta rodeó súbitamente las paredes exteriores del chalet.
El fuego, que le había costado la vida a Lacombe tantos años antes, quería cobrarse nuevas víctimas…
Lucie se lanzó sobre Rotenberg, cuya garganta emitía un silbido. Apoyó las palmas de ambas manos sobre el agujero y sus dedos se tiñeron de púrpura inmediatamente.
– ¡No se rinda, Philip!
El hombre asió con fuerza las muñecas de Lucie. Sus pupilas llamaban a la muerte. Una espesa humareda negra se colaba por debajo de la puerta.
– En el cuello… La llave… Arránquela…
Lucie dudó medio segundo e hizo lo que le pedía. Tiró de la cadenilla de cuyo extremo colgaba el trocito de metal. Rotenberg escupía sangre por la boca.
– ¿Qué abre esta llave?
El abogado murmuró unas palabras ininteligibles.
Una lágrima y nada más.
Lucie se guardó la llave en el bolsillo y se alzó ligeramente, presa del pánico. Recuperó el arma y observó a su alrededor. Sólo había un sitio al que aún no había llegado el fuego: el ventanal que se había hecho añicos.
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