Philip Rotenberg rebuscó entre sus documentos. Extrajo rápidamente el New York Times de la época y se lo tendió a Lucie.
– Mire la primera página…
Lucie abrió el periódico. En portada, un largo artículo. Y unas palabras subrayadas con rotulador: Dr. D. Ewen Sanders… Society for the Investigation of Human Ecology… Mkultra Project…
– Aquel día, Joseph Rauth le preguntó al humilde señor Lavoix en qué podía ayudarle su bufete de abogados. Y el hijo de Lavoix respondió, con naturalidad, que quería denunciar a la CIA. ¡Nada menos! «¿Por qué?», preguntó Joseph. Lavoix señaló a su padre y anunció fríamente: «Por destrucción mental y lavado de cerebro del centenar de pacientes adultos del Allan Memorial Institute de la Universidad Barley, en Montréal, en los años cincuenta…».
Detrás de Rotenberg, el fuego crecía y las astillas crujían ruidosamente. En medio de ninguna parte, en el corazón de aquel Quebec salvaje e ignoto, Lude se sentía incómoda. Finalmente, cogió una cerveza y la abrió. Necesitaba imperiosamente que se deshiciera el nudo que se le había formado en el estómago.
– Siempre Montréal, para variar… -dijo ella.
– Sí, Montréal… Y, sin embargo, ese artículo del Times no habla de Montréal ni de Canadá. Simplemente explica que en los años cincuenta la CIA fundó numerosas organizaciones que le servían de tapadera para desarrollar sus investigaciones acerca del lavado de cerebro, entre otras la SIHE, la Society for the Investigation of Human Ecology. Nada extraordinario hasta ahí, simplemente una revelación más acerca del proyecto Mkultra, como otras a las que el New York Times ya nos había acostumbrado a lo largo de los últimos meses. Pero mire ahí, ese nombre subrayado…
– Doctor Ewen Sanders. Director de investigación de la SIHE.
– Ewen Sanders, correcto. Pues, según el señor Lavoix, un tal Ewen Sanders había sido, unos años antes, el psiquiatra responsable del Memorial Institute de Montréal. El lugar donde el padre de David Lavoix, el ser amorfo que teníamos delante de nosotros en el despacho, fue ingresado para ser tratado de una simple depresión y de donde, años después, fue dado de alta con el cerebro hecho papilla. Recordaré hasta el fin de mis días la frase que aquel día logró pronunciar: « Sanders killed us inside » .
«Sanders nos mató por dentro.» Lucie dejó el periódico sobre la mesa. Recordaba lo que le había dicho la archivera: experimentos llevados a cabo con seres humanos en institutos psiquiátricos canadienses.
– ¿Así que el proyecto Mkultra tenía ramificaciones secretas en Canadá?
– Exactamente. A pesar de las investigaciones de 1975, nadie sabía que la invasión estadounidense del territorio de la mente había llegado hasta Quebec. Con su artículo del Times, y por una enorme casualidad, David Lavoix había puesto el dedo en la llaga de un asunto mayor que incriminaba a la CIA al más alto nivel.
– ¿Y lo hicieron? ¿Denunciaron a la CIA?
Rotenberg, con un gesto, invitó a Lucie a que se reuniera con él frente al ordenador, dispuesto sobre una mesa de despacho junto a la estantería. Recorrió una lista de carpetas informáticas. Una de ellas llevaba el nombre de « Szpilman's discovery » . Clicó sobre otra carpeta titulada « Barley Brain Washing » y dirigió el ratón a un archivo de Powerpoint. Debajo figuraba un archivo AVI, un vídeo, titulado « Brainwash01.avi » : «lavadodecerebro01.avi».
– Después de Lavoix denunciaron otros nueve pacientes de Sanders, apoyados por sus familias. Los demás pacientes de Barley habían fallecido o estaban traumatizados o eran incapaces de recordar los tratamientos a que fueron sometidos. Y ahora escuche bien lo que voy a decirle, es primordial para lo que viene a continuación. En 1973, la CIA, informada de que había periodistas metiendo las narices en sus asuntos, hizo desaparecer todos los archivos relacionados con el proyecto Mkultra. Pero la CIA es, ante todo, una enorme administración con sede en Washington. Joseph Rauth estaba convencido de que debían de quedar trazas de un proyecto tan importante desarrollado a lo largo de más de veinticinco años y en el que habían participado decenas de dirigentes y miles de empleados. Bajo los auspicios de la comisión Rockefeller, fuimos autorizados a acceder a los documentos o a cualquier otro material relativo a los experimentos sobre el control de la mente. Contratamos como freelance a Franck Macley, un antiguo agente de la CIA, para que se encargara de la investigación. Tras varias semanas, nos confirmó que la mayor parte de los archivos habían sido destruidos por dos dirigentes: Samuel Neels, director de la CIA, y Michael Brown, acólito de Neels. Pero gracias a su empecinamiento, Macley halló en el RRC, el Retired Record Center de la agencia, sus archivos, para entendernos, siete grandes cajas de carpetas relativas a Mkultra. Cajas perdidas en el laberinto administrativo. Más de dieciséis mil páginas de documentos en las cuales los nombres habían sido tachados, pero que contaban detalladamente cómo Mkultra había gastado diez millones de dólares a través de ciento cuarenta y cuatro universidades de Estados Unidos y Canadá, doce hospitales, quince empresas privadas, entre ellas la de Sanders, y tres instituciones penitenciarias.
Clicó sobre el archivo de Powerpoint.
– En esos archivos hallamos fotografías y también un film, que digitalicé y están aquí… Veamos algunas de esas fotos tomadas por Sanders en persona durante sus experimentos en el instituto Barley, me imagino.
Se sucedieron las imágenes. En ellas se veía a pacientes en pijama, atados en camillas, alineados unos detrás de otros en interminables pasillos; a los mismos pacientes, con auriculares encadenados a sus cabezas, sentados a unas mesas delante de grandes magnetófonos. Los rostros amorfos denotaban estremecimiento y bajo sus ojos de mirada perdida se dibujaban unas bolsas negras. A Lucie no le costó imaginar la atmósfera de terror que debía de reinar en el hospital psiquiátrico Barley de Montréal.
– Ésas son las desventuradas víctimas de Sanders. Este psiquiatra, muy brillante, siempre tuvo la voluntad de sanar las enfermedades psíquicas, sin lograrlo jamás. Eso le volvía loco. Fue totalmente por azar que un día se dio cuenta de que la repetición continua de una cinta grabada que confrontaba a los pacientes con sus propias sesiones de terapia parecía tener un efecto beneficioso en su estado. A partir de entonces, comenzó la escalada del horror. Al principio, Sanders obligó a los pacientes a ponerse unos cascos con auriculares durante tres o cuatro horas seguidas, cada día de la semana. Frente a la rebelión y la exasperación, sin embargo, fabricó unos cascos de contención, que era imposible quitarse. Entonces, los pacientes rompieron los magnetófonos, pero halló la solución colocando los aparatos detrás de rejas. Los pacientes arrancaron los cables y aparecieron entonces las cinchas para inmovilizarlos. Sanders acabó drogándolos con LSD, una nueva y devastadora droga cuya existencia se ignoraba unos años antes. Para el psiquiatra, el LSD era un milagro: no sólo los pacientes se quedaban tranquilos, sino que, sobre todo, su conciencia dejaba de ser un obstáculo, ya que las palabras, la repetición difundida a través de los altavoces del casco iba a alojarse directamente en sus cerebros.
El LSD… Judith Sagnol… La presencia de un médico en las fábricas abandonadas… ¿Podía ser que se tratara de Sanders? ¿Ese médico había conocido a Lacombe? ¿Habían trabajado ambos para Mkultra? Las preguntas acudían a la mente de Lucie una tras otra. Y las respuestas llegarían en boca de Rotenberg, estaba segura.
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