Sobre la pantalla, las imágenes se sucedían lentamente. Los cascos sobre las orejas de los pacientes se perfeccionaban, las colas de espera sobre las camillas se alargaban, los rostros desmejoraban.
– Como puede ver, el psiquiatra Sanders equipó las habitaciones con altavoces que difundían sin cesar las mismas frases. A esas salas las llamaba «habitaciones durmientes». Esas filas de camillas son las colas para la sala de electrochoques. Los pacientes eran sometidos a ellos tres veces al día, a lo largo de programas de entre siete y ocho semanas. Tres veces al día, señorita. Miles de voltios en el organismo. ¡Figúrese los daños que eso puede llegar a causar en los nervios, el corazón o el cerebro!
– Puedo imaginarlo, sí.
– Sanders pretendía, literalmente, lavar el cerebro para limpiarlo de la enfermedad. Ninguno de los miembros de su fiel personal osó desobedecer sus órdenes, por miedo a perder el trabajo. Sanders era frío, autoritario, carente de compasión.
– ¿Me está diciendo que nunca nadie de su entorno llegó a hablar? ¿Acaso le dejaban hacer?
– No sólo le dejaban hacer, sino que además colaboraban. Sencillamente cumplían órdenes.
Lucie no daba crédito a lo que oía, era alucinante, y además había existido. Decenas de médicos, enfermeras, psiquiatras que habían obedecido a ciegas las órdenes de un loco, incluso renegando de sus juramentos y convicciones. El miedo, la presión y las infames órdenes de una autoridad superior con bata blanca les amordazaron. Lucie no pudo por menos de compararlo con el famoso experimento de Milgram, del que un día había visto un vídeo en Internet. La sumisión a la autoridad absoluta que lleva al ser humano a abandonarse a sus más bajos instintos.
– … Sanders creía verdaderamente en esas técnicas bárbaras. Dio conferencias, incluso escribió un libro titulado Psychic driving, que aún se encuentra hoy en día. Los médicos más ilustres fueron a escucharle hablar. Y fue en ese momento, a principios de los años cuarenta, cuando la CIA se puso en contacto con él. A la CIA le interesaban mucho sus técnicas y sus escritos. La agencia americana le integró entonces en secreto en el proyecto Mkultra, y le financió durante años para que prosiguiera sus trabajos sobre el lavado de cerebro en el hospital. Así fue como Mkultra penetró en territorio canadiense.
– ¿Sanders aún vive?
– Falleció de un paro cardiaco en 1967…
– ¿Y el proceso?
– A pesar de los innumerables recursos de apelación de la CIA, a pesar de las amenazas, el tráfico de influencias y la protección de datos clasificados argüida constantemente, lo conseguimos. La CIA reconoció su implicación en los experimentos llevados a cabo en el Allan Memorial Institute y en territorio canadiense. Las víctimas recibieron una compensación económica pero, sobre todo, obtuvieron justicia y reconocimiento, y eso era lo más importante. Tanto para Joseph Rauth como para mí, el caso estaba cerrado. Por fin habíamos desenmascarado el proyecto Mkultra y la CIA había reconocido su culpabilidad. Caso cerrado. Y menudo caso…
Rotenberg se quedó inmóvil mirando al suelo. En la pantalla del ordenador seguían desfilando las viejas fotos en blanco y negro. Las habitaciones del hospital Barley ya estaban equipadas con televisores suspendidos a tres metros de las inexpresivas miradas de los pacientes. El veterano abogado le dio al botón de pausa.
– Tuve una carrera brillante junto a Joseph, que murió a finales de los noventa. Llevé algunos casos interesantes, pero nunca de esa dimensión.
– Discúlpeme, pero sigo sin ver la relación con la maldita bobina, ni con Lacombe o los huérfanos de Duplessis.
Rotenberg suspiró.
– A eso iba, precisamente. Treinta años después del caso Sanders, recibí una llamada desde Bélgica. Fue hace un par de años.
– ¿Wlad Szpilman?
– Sí. Ese hombre conocía mi trayectoria profesional y todo lo relacionado con la agencia de inteligencia norteamericana y los asuntos gubernamentales. Era un apasionado de la historia y de la geopolítica. Aseguraba que disponía de revelaciones que quería hacerme llegar acerca de los experimentos llevados a cabo en Canadá con niños en los años cincuenta. Orgulloso de su conocimiento literario de Mkultra, creía que había una implicación de la CIA… Al principio no le creí, pensaba que me las veía con un bromista o un pirado de la teoría de la conspiración, como tantos otros que me acosaron durante toda mi vida tras el caso de T977. Para deshacerme de él, le dije que estaba equivocado, que todas las malas acciones de la agencia de inteligencia habían visto la luz y que nunca, en ningún caso, ningún niño participó en el proyecto de lavado de cerebro. Entonces me envió una foto en blanco y negro, por correo electrónico, extraída de un film y me dijo que le llamara en caso de que estuviera interesado.
Lucie apretó los puños.
– La foto de las niñas y los conejos, ¿verdad? ¿«El origen de todo», como me dijo misteriosamente por teléfono?
– Exactamente. Aún puedo ver esa sala manchada de sangre, esas niñas en pijama de hospital, como pasmarotes, en medio de la carnicería. Una foto estremecedora. Así que le llamé, movido por la curiosidad. No quería enviarme la bobina, y me pidió que fuera a su casa, para ver allí el film. Sabía que me las veía con un hombre absolutamente desconfiado, paranoico e increíblemente inteligente. Dos días más tarde estaba en su casa, en Lieja. Me condujo a su sala de proyección privada y allí fue donde vi el film. El original, y el oculto en su interior, que el viejo pudo reconstruir gracias a un contacto en una unidad de neuromarketing…
Lucie le escuchaba con atención. Aquel contacto debía de ser el director de Georges Beckers, aquel pequeño belga mofletudo que convenció a Kashmareck para que viera el film dentro de un escáner.
– … Desde la primera imagen supe que todo era verdad, y para mí se trataba de una evidencia.
– ¿Por qué una evidencia?
Señaló la pantalla del ordenador con un gesto de cabeza.
– Está todo ahí, delante de usted. La relación entre el film de Szpilman y lo que sucedía en las habitaciones del hospital Barley. El vínculo innegable, la conexión entre los huérfanos de Duplessis y la CIA.
Cerró el Powerpoint y dirigió el cursor al archivo AVI.
– En unos segundos le mostraré el tipo de vídeo fabricado por la CIA que Sanders mostraba en bucle a sus pacientes para lavarles el cerebro. Pero antes debo acabar de explicarle lo sucedido en casa de Szpilman, en Bélgica. Tras aquella escalofriante proyección, comenzó a hablarme de fenómenos de histeria colectiva…
Lucie sentía una opresión en el pecho. Absorbía las palabras del veterano abogado.
– … Aquel tipo era una auténtica enciclopedia viviente. Creía haber hallado una relación entre… diversos grandes acontecimientos sanguinarios que marcaron el siglo pasado. Según él, el médico creador del experimento de los conejos no era Sanders, y el proyecto no era el Mkultra, sino un proyecto paralelo, más discreto, aún más secreto, y cuyo objetivo no tenía nada que ver con el lavado de cerebro.
– ¿De qué trataba ese proyecto?
– Espere, aún no le he contado lo mejor. Wlad corrió a su biblioteca y empezó a mostrarme fotos originales del genocidio de Ruanda. Las había conseguido directamente de un fotógrafo de guerra, con quien había logrado ponerse en contacto. Y fue entonces cuando me habló de una cosa completamente alucinante. La contaminación mental.
– ¿La contaminación mental?
– Sí, eso es. Algo que penetra a través del ojo y que, por su violencia, modifica la estructura cerebral.
Lucie reaccionó de inmediato.
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