– Al hermano del poli que investigaba sobre las muchachas asesinadas. Era uno de sus centinelas. Hizo degollar a su propio hermano, estaba a punto de matarme. Le maté… por accidente.
El rostro de Leclerc oscilaba entre el asco y la rabia.
– ¿Los egipcios pueden relacionarte con él?
– Haría falta que descubrieran el cadáver. E incluso en ese caso, nada me relaciona con Abdelaal.
El jefe de la OCRVP apuró su copa. Hizo una mueca y se secó la boca con el dorso de la mano. Sharko estaba a su espalda, con los hombros caídos bajo su americana arrugada.
– Estoy dispuesto a asumir y pagar por mis gilipolleces, pero antes tienes que ayudarme, Martin. Eres mi amigo. Te lo suplico.
Sharko estaba perdido, noqueado. Leclerc se acercó a una foto enmarcada, depositada sobre un mueble del salón: él y su mujer, apoyados en una barandilla desde donde se dominaba el océano. La alzó y la miró un buen rato.
– La estoy perdiendo porque he querido ser honrado hasta el final. Estaba convencido de que mi profesión era más importante que todo lo demás, y me he equivocado. ¿Qué te ha hecho esa policía para hundirte hasta ese punto?
– ¿Me ayudarás?
Leclerc suspiró y de un cajón sacó un sobre marrón. Se lo tendió a Sharko. En el sobre estaba escrito: «A la atención del Sr. Director de la Policía Judicial».
– Olvida mi dimisión. Ya me la devolverás cuando todo haya acabado. Y llévate tu foto y lo que me has dicho. Nunca has estado aquí esta noche. Nunca me has dicho nada.
Sharko cogió el sobre y estrechó con fuerza la mano de su amigo.
– Gracias, Martin.
Se apoyó en el hombro de su jefe y no pudo retener las lágrimas. Leclerc le palmeó la espalda.
– Espero que ella valga la pena.
– Oh, sí, Martin, vale la pena…
Al lado de Lucie, el individuo se quitó por fin las gafas de sol y las guardó en la guantera junto con el revólver.
– No quiero hacerle daño. Disculpe mis maneras algo abruptas, pero necesitaba que me siguiera sin hacer tonterías.
Lucie sintió que su cuerpo se deshacía de la presión. Mientras seguía atenta a la carretera, miró a su interlocutor. Sus iris eran profundamente azules, protegidos por espesas cejas grises.
– ¿Quién es usted?
– Conduzca. Hablaremos más tarde.
Desfilaron nombres de ciudades y pueblos: Terrebonne, Mascouche, Rawdon. Las zonas que atravesaban estaban cada vez más despobladas. Tomaron una carretera de rectas interminables, rodeada de bosques de arces y de resiníferos hasta donde alcanzaba la vista. Sólo se cruzaron con unos pocos coches y camiones. Se hizo de noche. De vez en cuando se avistaban pequeños puntos luminosos, embarcaciones que debían de surcar los ríos o los lagos. Habían recorrido un centenar de kilómetros cuando el individuo le indicó que girara en un camino. Los faros iluminaban los grandes troncos negros, de una altura que daba vértigo. Lucie se sentía al borde del abismo, durante la última media hora no había visto más que dos o tres casas.
Un chalet apareció en la oscuridad. Cuando la policía puso los pies en el suelo, desasosegada, oyó el mugido furioso de un torrente. El soplo fresco del viento le agitó los cabellos. El hombre se entretuvo unos segundos, con la mirada fija en las tinieblas, unas tinieblas más profundas que en cualquier otro lugar. Abrió la puerta del chalet. Lucie entró. El interior de la estancia olía a guiso de caza. Una estufa de leña presidía el fondo de la sala, frente a una amplia cristalera que daba a un gran lago sobre cuya superficie centelleaba la luna. En un rincón, unas cañas de pescar, un arco, sierras de leñador así como unos moldes de madera junto a personajes de azúcar de arce.
Resoplando, el canadiense depositó su arma sobre la mesa y se quitó la gorra, descubriendo un puñado de cabellos canosos. Cuando se quitó la chaqueta, aún pareció más viejo y delgado. Su aspecto era el de un hombre cansado y ajado.
– Sólo aquí podremos hablar tranquilamente y con seguridad.
Había abandonado su acento americano y hablaba con el propio de Quebec. Lucie comprendió en el acto: conocía aquella voz.
– ¿Fue usted con quien hablé por teléfono cuando llamé desde el móvil de Wlad Szpilman?
– Sí. Me llamo Philip Rotenberg.
De nuevo, acento americano. Un verdadero camaleón sonoro.
– Cómo…
– ¿Cómo la he localizado? Tengo una fuente bien situada en la Sûreté de Quebec. Se puso en contacto conmigo de inmediato a la que llegó a sus oídos su solicitud de comisión rogatoria. Una joven policía francesa que quería investigar en los archivos nacionales de Montréal. Inmediatamente até cabos con la famosa llamada, unos días antes. Yo sabía su hora de llegada, su hotel. La sigo desde ayer. He visto que era de fiar.
Rotenberg vio que Lucie se sentía mal. Se acercó a ella y la ayudó a llegar hasta el sofá.
– Agua, por favor -le pidió ella-. No he bebido apenas y he comido muy poco. Y no ha sido un día tranquilo, precisamente.
– Ah, sí, discúlpeme. Claro.
Se dirigió a la cocina y regresó con embutidos, pan, agua y cervezas. Lucie bebió varios vasos de agua y comió unas rodajas de salchichón antes de recobrar parte de su lucidez. Rotenberg se había abierto una cerveza. La miraba atentamente, rodeando la botella con las manos.
– En primer lugar, tiene que saber quién soy. Durante mucho tiempo trabajé en un ilustre bufete de defensa de los derechos civiles, en Washington, con Joseph Rauth, un gran, gran abogado. ¿Le suena el nombre?
Washington… Allí donde había residido el cineasta Jacques Lacombe.
– Para nada.
– Entonces sabe menos de lo que creía.
– Estoy en Canadá para obtener respuestas. Para tratar de… descubrir por qué se mata para recuperar un film de hace cincuenta años.
Él respiró profundamente.
– ¿Quiere saber por qué? Porque todo está en ese film, Lucie Henebelle. Porque en su interior se oculta la prueba de la existencia de un proyecto secreto de la CIA que utilizó a desgraciados conejillos de Indias para realizar experimentos. Ese proyecto fantasma, cuya existencia todo el mundo ignora, se desarrolló paralelamente al proyecto Mkultra.
Lucie se mesó los cabellos y se los alisó hacia atrás. Mkultra… Le había parecido ver ese término en la biblioteca de Szpilman, entre los libros de espionaje.
– Lo siento… pero no sé de qué me habla.
– En ese caso, tendré que explicarle muchas cosas.
Philip Rotenberg se dirigió hacia la estufa y la alimentó con unos troncos.
– En los bosques boreales, las noches son frescas incluso en julio.
Partió unas astillas, añadió una pastilla de combustible y la encendió con una cerilla. Durante unos segundos observó cómo prendía el fuego. Lucie tenía frío y se frotaba los brazos.
– En 1977, yo apenas tenía veinticinco años… Bufete Rauth, Washington. Dos personas, un padre y un hijo, se presentaron en el despacho de Joseph. El hijo, David Lavoix, llevaba un artículo del New York Times, y el padre parecía… perturbado. David Lavoix extendió la página que hablaba del proyecto Mkultra. Para su información, el New York Times fue el primero que, dos años antes, en 1975, había levantado la liebre al revelar que la CIA había llevado a cabo, entre los años cincuenta y sesenta, experimentos de control mental con ciudadanos norteamericanos, la mayoría a espaldas de éstos. Se crearon comisiones de investigación y se reveló oficialmente al pueblo norteamericano la existencia de aquel proyecto top secret.
Señaló con la cabeza hacia una gran estantería.
– Todo está ahí. Miles y miles de páginas de los archivos, accesibles para cualquier ciudadano. El conjunto es público y puede consultarse libremente desde hace tiempo, no hay nada secreto en lo que le explico.
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