– ¿Cómo están? -preguntó el comisario.
– Están bien. Juliette ya no tiene ningún problema digestivo y se porta de maravilla en casa de la abuela. En cuanto a Clara, sólo he podido hablar con sus monitores de las colonias, ella aún duerme. ¡Había olvidado que en Francia aún son las siete de la mañana!
Durante el trayecto, Lucie tuvo tiempo de explicarle todo lo ocurrido desde su llegada a Canadá. Los huérfanos de Duplessis, los experimentos de Sanders y la implicación de la CIA en los experimentos con seres humanos en las décadas de 1950 y 1960. Sharko digirió y almacenó la información sin decir nada.
En aquel momento, el comisario mordía con apetito unos muslos de pollo frito mientras Lucie daba cuenta de una ensalada de col blanca y aspiraba con fruición su Pepsi, cosa que le sentó requetebién a su estómago.
– Ese francotirador, en el chalet, no quería matarme, estoy convencida. Quería hacerme salir como a un conejo de su madriguera para cogerme viva. Tenía otras intenciones.
Sharko dejó de comer. Dejó el pollo en el plato, se frotó las manos y miró a Lucie a la vez que suspiraba.
– Todo esto es culpa mía.
Y él le explicó a su vez: su incursión en el cuartel de la Legión, el coronel Chastel, el farol que se había marcado, la foto de Lucie con el rostro rodeado con un rotulador rojo. Ella aspiró su pajita ruidosamente y encajó la noticia.
– Por eso me envió aquí, y cuatro días para más inri. Quería actuar solo.
– Sólo quería evitar que hicieras una tontería.
– No debería haberlo hecho. Esos militares podrían haberle matado. Podría haberle…
– Olvídalo. A lo hecho, pecho.
Lucie asintió con resignación.
– ¿Y ahora qué? Por lo que a mí respecta, aquí en Canadá, quiero decir…
– La Gendarmería Real de Canadá se ocupará de los trámites para facilitar tu regreso a casa. Para los gendarmes, la investigación se ceñirá exclusivamente a lo sucedido en el chalet. Nuestros servicios y los de la Sûreté de Montréal se encargarán de lo demás. Es decir, de toda la mierda en la que estamos metidos hasta el cuello. También se ocupan de identificar a tu vecino del avión, conocido como «el asesino de Rotenberg».
– Rubio, cabello cortado a cepillo, corpulento, botas militares. Menos de treinta años. Es uno de los tipos a los que buscamos desde el principio.
– Sí, es probable.
– Seguro. ¿Y hay alguna novedad con respecto a la llave que me dio el abogado antes de morir?
– Están buscando qué puede abrir. Está numerada, y creen que puede tratarse de la llave de una consigna. Tal vez de un apartado de correos o de una consigna de estación. En cualquier caso, nos tendrán al corriente. Y… buena intuición, Henebelle, con lo de los archivos.
– En el fondo, usted no confiaba en ello, ¿o me equivoco?
– En la pista, no mucho. Pero en ti, sí. Creí en ti desde que te vi bajar del TGV, la primera vez, en la estación del Norte.
Lucie apreció el cumplido, sonrió y no pudo reprimir un bostezo.
– ¡Oh, perdón!
– Vámonos al hotel. ¿Desde cuándo no has dormido?
– Hace mucho… Pero tenemos que intentar ver a la hermana María del Calvario, tenemos…
– Mañana. No tengo ganas de llevarte de vuelta hecha puré.
Por una vez, Lucie abdicó sin ofrecer resistencia. De hecho, no podía más.
– Voy al servicio y nos ponemos de nuevo en camino.
Sharko miró cómo se alejaba y suspiró. Hubiera deseado abrazarla, tranquilizarla, decirle que todo se arreglaría. Pero sus mandíbulas seguían paralizadas para pronunciar palabras tiernas. Apuró su cerveza, pagó en efectivo el importe exacto y salió a esperarla afuera. Hizo una rápida llamada a Leclerc para informarle de que todo estaba de nuevo en orden. Por su lado, el jefe de la OCRVP le anunció que durante el día vería a jueces y altos funcionarios del ministerio de Defensa para poner en marcha el procedimiento judicial que permitiría investigar a la Legión Extranjera y responder a la pregunta: ¿Mohamed Abane se alistó en la Legión?
Cuando colgó, el comisario tuvo por fin la sensación de que las cosas avanzaban a pasos de gigante.
Ya era hora.
– Sabía que le encontraría aquí…
Sharko se dejó cautivar por la voz femenina que cantaba detrás de él. Instalado en un sillón del bar del hotel, saboreaba tranquilamente un whisky en la penumbra, mientras repasaba el listado de participantes en el SIGN. El local era elegante, pero sin excesos. Moqueta clara, grandes cojines sobre los sofás rojos, paredes tapizadas de terciopelo negro. Al llegar, Lude vio sobre la mesa un vaso de Diabolo de menta.
– Oh, ¿espera a alguien?
– No, a nadie. El vaso ya estaba ahí.
No añadió nada más. Lucie se quedó de pie e hizo un gesto de resignación con los brazos.
– Lamento mi apariencia. Los vaqueros no son muy elegantes, pero no tenía previsto salir de noche.
El policía le dirigió una sonrisa cansada.
– Pensaba que dormías.
– Yo también lo creía.
Lucie se dirigió a uno de los dos sillones libres, frente a él, y se dispuso a sentarse.
– ¡No, ahí no!
Ella se incorporó, sorprendida.
– Miente y está esperando a alguien. Siento molestarle.
– Deja de decir chorradas. Ese sillón está cojo. ¿Qué quieres tomar?
– Un vodka con naranja. Mucho vodka y poca naranja. Necesito un poco de descompresión.
Sharko apuró su copa y se dirigió a la barra. Lucie miró cómo se alejaba. Se había cambiado, se había puesto un poco de gel en sus cabellos canosos y muy cortos y se había perfumado. Caminaba con elegancia. Lucie consultó las hojas que había dejado sobre su asiento. Nombres, apellidos, fechas de nacimiento y cargos. Algunas identidades estaban tachadas. A pesar de su apariencia de hombre tranquilo, de la impresión de despreocupación que transmitía, no se detenía nunca. Un verdadero motor de explosión.
El comisario regresó con dos copas y ofreció una a Lucie, que había aproximado su sillón al de él. Señaló los papeles con un gesto de cabeza.
– Es la lista de los científicos presentes en El Cairo cuando se cometieron los crímenes, ¿verdad?
– Doscientos diecisiete, para ser exactos, que en aquella época tenían entre veintidós y setenta y tres años. Si los asesinos de El Cairo fueron los mismos que los de Gravenchon, hay que sumarles dieciséis años. Eso elimina a algunos.
Apiló sus papeles, los dobló y se los guardó en el bolsillo.
– Tengo noticias frescas, pero malas… Aunque de hecho son buenas. ¿Vamos a por ellas de inmediato?
– De inmediato. Usted mismo me ha dicho que hay un momento para cada cosa. Y ahora mismo tengo ganas, muchas ganas de relajarme.
– Pues vamos: el coronel Bertrand Chastel ha sido hallado hoy en su domicilio. Se ha suicidado limpiamente con su arma de servicio, de madrugada.
Lucie se tomó un tiempo para encajar la noticia.
– ¿Están seguros de que se trata de un suicidio?
– Tanto el forense como los investigadores son rotundos en sus conclusiones. Te ahorraré los detalles. Y otra noticia: según los datos proporcionados por el aeropuerto, el tipo sentado a tu lado en el avión y que ha muerto carbonizado en el chalet se llama Julien Manœuvre. Militar de carrera destinado a la unidad DCILE, la División de Comunicación e Información de la Legión Extranjera. Allí es donde se realizan los films para el ejército.
– Nuestro famoso asesino cineasta… El hombre de las botas militares…
– En efecto. Casualmente, Manœuvre estaba de permiso cuando comenzó el caso. Un permiso firmado por Chastel de su puño y letra. Luego, cuando Chastel ha visto que las cosas se ponían feas, sobre todo tras mi visita a su despacho y a la vista de lo sucedido aquí, se ha suicidado. No cabe duda de que habrá tomado precauciones y se habrá deshecho de los elementos comprometedores.
Читать дальше