Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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No, no, no podía creerlo. Estaba enfermo, sufría una esquizofrenia paranoica que requeriría tratamiento farmacológico hasta el fin de sus días. Las cosas no podían ser así. No en la vida real.

Tras tragar su comprimido, volvió a la habitación. Lucie estaba sentada en el borde de la cama y le miraba fijamente.

– ¿Algún día me explicarás qué son esas pastillas?

Como si no la hubiera oído, se acercó a ella y la besó.

– Tenemos trabajo. Desayunamos y nos vamos a ver a las monjas y luego a la estación. ¿Te gusta el programa?

Brevemente le explicó que la llave correspondía a una consigna. Lucie se desperezó, se levantó y se abrazó a él.

– Esta noche estaba a gusto y eso no me había sucedido desde hacía mucho tiempo. -Lucie suspiró-. No quisiera que se acabara.

Sharko le dio un masaje en la espalda con las palmas de las manos, con una ternura que le sorprendió a él mismo. Con un suspiro, le dijo a la oreja:

– Tendremos que pensar en ello, ¿de acuerdo?

Lucie se sumergió en su mirada y asintió.

– Un día quisiera volver aquí y descubrir este país de una manera que no sea viviendo una pesadilla estando despierta. Y me gustaría que fuera contigo.

A su pesar, se separó dulcemente de él. Le hubiera gustado que aquel instante durase una eternidad. Conocía la fragilidad de su relación y ya pensaba en el regreso a Francia. La vida cotidiana podía separarlos sin que ni siquiera se dieran cuenta.

– Voy a mi habitación a por mis cosas. Quizá podría dejarla…

– Ya sabes cómo es la administración y cómo son las malas lenguas. Será mejor que haya dos facturas, ¿no crees?

– Sí, sí… Llevas razón.

Acababan de salir del hotel Delta. Como dos perfectos turistas, caminaban uno al lado del otro, muy despacio, en dirección al convento de las monjas grises que, según el plano que les habían dado en la recepción, se hallaba a un kilómetro de distancia. Sin hablar de lo sucedido aquella noche, tomaron la calle René-Levesque y anduvieron entre los impresionantes rascacielos de las grandes compañías mundiales. Llegaron por fin a una amplia avenida protegida por una verja cerrada.

Tras presentarse por el interfono, se abrió una puerta cochera y pudieron entrar. El ruido del tráfico se amortiguó rápidamente, y las cúspides de los altos edificios desaparecieron para dar paso a una avenida de gravilla, bordeada de jardines. Al fondo se veía el convento, el antiguo hospital general de Montréal en forma de H en medio del cual se alzaba una capilla romana rematada por una cruz que resplandecía bajo el sol. Dos largas alas grises se desplegaban a uno y otro lado. El ala Guy albergaba a la comunidad y el ala Saint-Mathieu acogía a los ancianos, los inválidos y los huérfanos. Cuatro pisos, centenares de ventanas idénticas, un rigor arquitectónico pasmoso… Lucie pudo imaginar fácilmente el ambiente que debía de reinar en aquel lugar en los años cincuenta. Disciplina, pobreza, dedicación.

Rodearon en silencio el edificio de ladrillos oscuros. Frente a una de las entradas del ala Guy se encontraron con la superiora general de las monjas grises. Su rostro, enmarcado en blanco y negro, era seco y apergaminado como una hostia. Trató de sonreírles, pero el sufrimiento crístico tensaba sus rasgos.

– Son ustedes de la policía francesa, ¿verdad? ¿En qué puedo ayudarles?

– Querríamos ver a sor María del Calvario.

Los rasgos de la superiora aún se crisparon más.

– Sor María del Calvario tiene más de ochenta y cinco años. Padece artritis y pasa la mayor parte del tiempo sola, en cama. ¿Qué quieren de ella?

– Queremos preguntarle algunas cosas acerca de su pasado. De los años cincuenta, para ser más precisos.

La religiosa se mantuvo impasible. Dudó.

– Espero que no se trate de problemas con la Iglesia…

– En absoluto.

– Tienen suerte. Sor María del Calvario tiene una memoria excelente. Hay cosas que no se borran nunca.

Les invitó a entrar. Recorrieron pasillos fríos y oscuros de techos muy altos y con paredes laterales cerradas. Hubo murmullos y parejas de sombras lejanas que desaparecieron como pañuelos que el viento se llevara. De algún lugar llegaba hasta ellos la vibración de un clamor sordo. Cánticos cristianos…

– ¿Sor María del Calvario siempre trabajó para ustedes, madre? -preguntó Sharko en un susurro.

– No, nos dejó a principios de los años cincuenta, obedeciendo órdenes superiores. Se integró entonces en la congregación de las Hermanas de la Caridad de Mont-Providence, durante unos años, antes de volver aquí.

Mont-Providence… Lucie ya había leído aquel nombre en los archivos. Reaccionó de inmediato.

– Así pues, ¿trabajó en el hospital y escuela transformado en hospital psiquiátrico de un día para otro, por orden del gobierno Duplessis?

– En efecto, un hospital que acabó acogiendo a tantos locos como cuerdos. Sor María del Calvario trabajó allí durante muchos años, incluso en detrimento de su salud.

– ¿Y por qué luego regresó aquí?

La madre superiora se volvió. Sus ojos brillaban como las llamas de unos cirios.

– Desobedeció las órdenes y huyó del Mont-Providence, hija mía. Hace más de cincuenta años que sor María del Calvario es una fugitiva.

54

La celda de la monja era de una austeridad próxima a la absoluta desnudez: paredes de piedra gris, una cama, una silla y un reclinatorio sobre el que reposaba una Biblia. La decoración se reducía a un crucifijo de estaño, colgado a la cabeza de la cama, un armario lleno de libros y un reloj. Una pequeña ventana ovalada situada en lo alto de la pared dejaba entrar una luz pálida. La anciana estaba tumbada sobre las sábanas con los pies en paralelo, las manos sobre el pecho y mirando al techo.

La madre superiora se inclinó hacia ella y le murmuró unas palabras a la oreja antes de regresar junto a los policías. Sor María del Calvario volvió lentamente la cabeza hacia ellos. Sus ojos estaban velados, y una fina película blanca aún transparentaba el color del océano.

– Les dejo -dijo la madre superiora-. Encontrarán la salida con facilidad.

Sin una palabra más, desapareció y tras de sí cerró la puerta. Sor María del Calvario se incorporó con una mueca de dolor y avanzó como una tortuga vieja hacia un vaso de agua que bebió tranquilamente. Su hábito negro caía hasta el suelo y creaba la ilusión de que la monja flotara en el aire. Luego regresó a la cama y se sentó en ella, apoyando la almohada contra la pared.

– Pronto será la hora de la oración, así que, sea lo que sea lo que desean, les ruego que sean breves.

A pesar de la edad, su voz rugosa recordaba al ruido de un papel al arrugarlo. Lucie se acercó a ella.

– En ese caso, no nos andaremos con rodeos. Queremos que nos hable de las niñas de las que se ocupó a principios de los años cincuenta. Alice Tonquin y Lydia Hocquart, entre otras. Que nos hable también de Jacques Lacombe y del médico que le acompañaba.

Pareció que la monja cesaba de respirar. Unió sus manos callosas sobre el pecho. Tras su visible catarata, sus iris parecieron dilatarse.

– Pero… ¿Por qué?

– Porque, aún hoy, hay gente que mata para preservar lo que usted vio con sus propios ojos -dijo Sharko tomando el relevo, apoyándose en el reclinatorio.

El silencio permitió oír las voces lejanas de las monjas que cantaban.

– ¿Cómo me han encontrado? Nunca ha venido nadie a hablarme de esa historia tan vieja. Vivo recluida, escondida, y no he salido de aquí desde hace más de cincuenta años. Cincuenta largos años.

– Incluso escondida, figura en el registro de su comunidad. Estaba destinado a no salir nunca de entre estas paredes, pero dado que el convento cierra sus puertas dentro de un año, ha sido trasladado al Centro Nacional de Archivos.

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