Sharko caminaba mecánicamente de un lado a otro de la habitación. A su alrededor no existía nada más. El caso le absorbía, y lo que contaba Henebelle le parecía a la vez estrafalario y de una terrible veracidad. Szpilman, gracias a sus investigaciones personales y a su empecinamiento, lo había comprendido. Había pasado años estudiando libros. Se había puesto en contacto con fotógrafos de guerra y había coleccionado fotografías en pos de un descubrimiento horroroso. Al final, el film que sin duda acabó en sus manos gracias a un azar provocado, fue la piedra angular de su investigación, la que necesitaba para comprender la propia esencia de su búsqueda.
– Hay gente, en este mundo, que trata de comprender de manera médica, diría que incluso quirúrgica, cómo funciona ese fenómeno filmado oficialmente por Lacombe hace más de cincuenta años en el marco de experimentos secretos. La contaminación mental de la violencia a partir de un desencadenante. Eso es el síndrome E.
– La contaminación mental de la violencia a partir de un desencadenante -repitió Lucie-. Un fenómeno raro, aleatorio, que se produce en cualquier lugar y en cualquier momento. Es difícil estudiarlo en un laboratorio, así que se experimenta sobre el terreno. En los lugares donde se han producido masacres, en el corazón de los fenómenos de histeria colectiva. Se busca en las cabezas de los muertos una pista, un indicio.
Sharko proseguía su peregrinación, con la mano en el mentón.
– Chastel sabía de la existencia del síndrome E, y eso significa dos cosas. La primera es que ese asunto, que en los años cincuenta estaba en manos de la CIA, pasó a manos de los servicios secretos franceses. Y la segunda es… intrínseca a la propia Legión. Se trata de un lugar donde a los hombres, sobre todo durante la fase de selección, se les lleva al límite físico y psíquico. Donde cualquier detalle puede hacer que todo explote de repente.
– ¿Te refieres a que la Legión sería un territorio propicio para la aparición de la contaminación mental?
– Exactamente. Recuerda la foto de los soldados frente a las madres judías y a sus hijos, o la de los hutus, blandiendo sus hachas… la violencia inherente a esas escenas, su contexto. A buen seguro existen factores previos a la aparición del síndrome, como el estrés, el miedo o el condicionamiento exterior.
– La guerra, el encierro… Todo cuanto tiene que ver con alguna forma de autoridad. La monja ha mencionado el nerviosismo de las niñas, a las que encerraban en salas a gritos.
Sharko asintió con convicción.
– Totalmente de acuerdo. Antes de asumir la comandancia del cuerpo, Chastel dirigía entrenamientos de supervivencia en Guyana, un infierno que podía enloquecer a los legionarios. Tal vez allí se produjo una manifestación del síndrome. Y por ello Chastel despertó el interés de nuestro ladrón de cerebros. Fue destinado a continuación a los servicios secretos, antes de regresar a Aubagne. Creo que obtuvo la comandancia del cuerpo para tratar de desencadenar el síndrome E en el propio seno de sus efectivos y así poder estudiarlo con seres vivos.
– Una especie de incubadora. El equivalente de las experiencias de 1955, pero al aire libre.
– Sí. Y cayó en su propia trampa. Mohamed Abane, un individuo particularmente agresivo, se convirtió en un incontrolado y arrastró a otros cuatro hombres en su locura. Probablemente fueron abatidos antes de que Chastel pudiera intervenir. Por ese motivo, el coronel tomó las riendas del asunto personalmente. Él, su esbirro Manœuvre y nuestro «ladrón de cerebros» se pusieron manos a la obra: obertura de cráneos, enucleación, sepultura de los cadáveres…
Sharko se puso en pie y, con el estómago revuelto, agitó su lista de los participantes en el SIGN.
– Manœuvre y Chastel no eran más que comparsas. Tenemos que dar con el verdadero asesino. El que mutiló a las egipcias. El que, desde hace años, se desplaza de país en país para abrir cráneos. El gran manitú. Está aquí, delante de nuestras narices, en esta lista de nombres. Birmania nos obliga a remontarnos veinte años atrás. Si realmente fue allí después de la masacre, nuestro asesino debe de tener actualmente por lo menos cuarenta y cinco años.
Sharko se cerró como una ostra, se sumergió en su lista y empezó a tachar nombres. Aún aturdida, Lude aprovechó para conectarse a la wi-fi del hotel. En Google introdujo el nombre «Peter Jameson», y no le ofreció ningún resultado concluyente. Probó a continuación «James Peterson». Y aparecieron resultados.
– ¿Franck? Deberías ver esto… Hay un James Peterson que corresponde a nuestros criterios.
Sharko no la oyó, y ella tuvo que repetir sus palabras. Alzó la vista y señaló el listado.
– Creo que lograré eliminar el cincuenta por ciento.
Se aproximó. Lucie señaló la pantalla. Había accedido a un artículo de Wikipedia relativo al individuo. La foto presentaba a un hombre delgaducho, de rasgos angulosos y mirada intransigente.
Ambos policías leyeron en silencio. James Peterson… Padres que emigraron de Nueva York a Francia. Nacido en París en 1923. Un superdotado que accedió a la Universidad a los quince años. Profesor asociado de fisiología, antes de dedicarse al estudio del sistema nervioso cuando ni siquiera tenía veinte años. Emigró a Estados Unidos, a la Universidad de Yale, donde se especializó en la investigación de la estimulación directa del cerebro mediante técnicas eléctricas y químicas… Ése fue el tema de su principal y única obra, publicada en 1952 y titulada El condicionamiento del cerebro y la libertad mental. En 1953, extrañamente, Peterson abandonó la escena científica y nunca más se oyó hablar de él.
Lucie emprendió nuevas búsquedas que no les aportaron más información acerca del personaje. Peterson se había desvanecido. Los policías, sin embargo, conocían su destino después de 1953: el Mont-Providence, bajo la híbrida identidad de Peter Jameson. Fue reclutado por la CIA, como los otros, para llevar a cabo experimentos con niños. Hasta aquel momento, la pista acababa allí. Los policías esperaban la llamada del gendarme Pierre Monette para obtener informaciones más detalladas.
Lucie clicó sobre el enlace al libro escrito en aquellos años por James Peterson. Apareció entonces la imagen de sobrecubierta, y ambos policías se quedaron de piedra.
En la sobrecubierta podía verse un toro de talla descomunal frente a frente con un hombrecillo de bigotito rubio, con las manos a la espalda y sonriente. El mismísimo James Peterson.
– El toro frente al hombre, como en el film de Lacombe -dijo Sharko-. ¿De qué habla ese libro, exactamente?
Con unos cuantos movimientos de ratón, Lucie obtuvo una breve sinopsis de la obra. Leyó en voz alta:
– «Los progresos de la fisiología son de tal magnitud que hoy en día es posible explorar el cerebro, inhibir o excitar la agresividad, o modificar los comportamientos maternales o sexuales. El tiránico cabecilla de una panda de simios cede el paso a sus subordinados si se consigue estimular una zona en particular de su encéfalo. Ese acceso directo al cerebro, gracias al milagro de sorprendentes técnicas físicas, constituye tal vez un paso más decisivo en la historia de la humanidad que la conquista del átomo.» Sharko se puso en pie. Percibía que en las páginas de aquella obra se ocultaba la evidencia de la solución que andaban buscando. Se puso la americana que había dejado a los pies de la cama, cogió su lista y se dirigió hacia la puerta.
– Sígueme. Mientras esperamos la llamada del gendarme, vamos a ver qué horrores encierra ese libro.
El libro de James Peterson se podía encargar, pero no estaba disponible en ninguna de las librerías que Sharko y Lucie visitaron. A la vista del título y de una breve sinopsis de la obra, un librero sensato les aconsejó que se dirigieran a la facultad de medicina de la Universidad de Montréal -la tercera facultad de América del Norte por su magnitud-, y más concretamente al Centro de Investigación de Ciencias Neurológicas. Como prueba de su benevolencia, el librero consiguió ponerse en contacto con un profesor llamado Jean Basso. Le pasó entonces a Sharko, y ambos se dieron cita unas horas más tarde, tiempo suficiente para que Basso se impregnara de nuevo de aquel libro que, efectivamente, a buen seguro poseía y ya había leído. En el taxi, Lucie y Sharko no hablaron demasiado, puesto que ambos se sentían al borde de la náusea. Estaban rasgando las tinieblas que habían cubierto un país entero, la religión, la ciencia, y que se habían insinuado en los dobleces de unas mentes enfermas. Lucie pensó en su familia. Aquellas hijas a las que trataba de educar en la inocencia y en un mundo en el que ella aún quería creer. Los rostros de Clara y Juliette se superpusieron de nuevo a los de Alice y Lydia, aquellas niñas que no habían pedido nada y a las cuales no se ofreció oportunidad alguna. Hoy más que nunca, Lucie se sentía impotente y terriblemente falible.
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