Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Todo aquello era muy instructivo. Sharko imaginaba una hilera de interruptores que se encendían y se apagaban, y que actuaban sobre el sueño, la ira o la motricidad. ¿Qué sucedía si se encendían varios interruptores a la vez? ¿Qué sentían los gatos que se oían maullar a sí mismos sin quererlo? Los experimentos debían de ser ilimitados tanto en el horror como en la crueldad.

El profesor seguía hablando, para desvelar una verdad atroz y muy real.

– Peterson era muy demostrativo, quería impresionar. Por lo que respecta al toro, simplemente implantó electrodos en las áreas motrices del cerebro del animal. El dispositivo queda oculto a la cámara y Peterson esconde un mando a distancia de radio en la mano. Al apretar un botón, una corriente eléctrica inhibe las áreas motrices e impide que el animal se mueva. Es instantáneo, como si se tomara una foto con una cámara.

Sharko se llevó las manos a la frente. Con su esquizofrenia y sus sesiones en la Salpêtrière, había visto de qué eran capaces los científicos, pero no hasta aquel punto…

Jean Basso percibió su incomodidad y sonrió.

– Parece increíble, ¿verdad? Eso era, sin embargo, hace cincuenta años. Hoy, la estimulación cerebral profunda es una técnica que está bastante de moda y que es relativamente corriente. Todo se ha miniaturizado. Hoy en día, el estimulador se coloca bajo la piel, unido por cables a los electrodos implantados en el cerebro. Los propios pacientes disponen de un mando a distancia que les permite lanzar o no la estimulación. Así se pueden mitigar algunas enfermedades, como el Parkinson, los trastornos obsesivos compulsivos, y pronto las depresiones o el insomnio crónico. Ya se están definiendo los protocolos.

Sharko trataba de desechar la monstruosa idea que, progresivamente, crecía en su cabeza. Aquello estaba fuera del alcance de cualquier entendimiento. Y, sin embargo, se atrevió a plantear la cuestión.

– ¿Cree que podría hacerse lo mismo con la agresividad? ¿Desencadenarla o inhibirla a voluntad con un simple… mando a distancia?

Pensaba evidentemente en el paciente cero, en el elemento desencadenante de la masacre, al cual se podría controlar de manera científica en lugar de confiar en el azar de una interminable espera.

– Todo es posible. Es horrible reconocerlo, pero la electricidad siempre es más fuerte que la voluntad y el pensamiento. Con la estimulación cerebral profunda se puede detener el corazón, suprimir o crear el sueño o los recuerdos. Las posibilidades son infinitas. El único secreto está en dar en la zona pertinente con los electrodos para enviar el estímulo eléctrico exactamente al lugar adecuado. Por un lado, los largos electrodos deben atravesar el cerebro físicamente, y por lo tanto tienen que atravesar las zonas motrices, del lenguaje o de la memoria, cosa que no es sencilla y provoca problemas para los cuales aún no tenemos solución. La gran preocupación, acto seguido, es la zona en sí misma. En el caso de la violencia, la amígdala central es muy pequeña, multifuncional y está en contacto con partes extremadamente sensibles. Un error, siquiera de una fracción de milímetro, y el paciente perdería los recuerdos, comenzaría a delirar o se quedaría paralizado. Ésa es la razón por la cual la definición de los protocolos experimentales para validar la utilización de implantes exige tiempo y dinero. Equivocarse en neurocirugía es una posibilidad que ni siquiera se plantea. Esta técnica prometedora y mágica es, a la vez, el paraíso y el infierno para el cerebro… Y con esto creo que ya les he dicho cuanto podía explicarles acerca del libro.

Sharko cerró el libro y lo dejó frente a él. Sin más preguntas, los policías se despidieron del científico y se marcharon, con la sensación de que sus propios cerebros estaban a punto de estallar.

59

Los dos franceses se sentaron en un banco, en medio de la universidad desierta. En aquel espacio muerto reinaba la calma. Sharko sacó de su bolsillo la lista de las doscientas diecisiete personas y con su bolígrafo punteaba cada identidad aún sin tachar.

– ¿Has entendido lo mismo que yo, Lucie?

– No buscamos sólo a un individuo con conocimientos médicos, sino a alguien capaz de llevar a cabo una operación tan compleja como una estimulación cerebral profunda, un científico especializado en la estructura del cerebro… Supongo que James Peterson no figura en la lista. ¿Qué edad tendría hoy?

– Demasiado viejo… Incluso si hubiera cambiado de identidad, en este listado sólo figura una persona nacida el mismo año que él, en 1923. Y se trata de una mujer.

– No olvides que sólo dispones de la lista de franceses.

Sharko tachaba, uno tras otro, los nombres.

– Lo sé, lo sé… Pero el legionario Manœuvre era francés, y me temo que el ladrón de cerebros también lo sea.

– ¿Quizás el doctor Peterson tenía hijos? ¿Un hijo, que habría proseguido su trabajo?

– Monette nos llamará en unos instantes. No tardaremos en saberlo.

Lucie se había inclinado hacia delante, con las manos juntas entre las piernas.

– Casi lo hemos conseguido -suspiró-. El asesino seguro que se esconde ahí, ante nuestras narices, y creo que… creo que hemos llegado al final de lo que vinimos a buscar aquí. ¿Te das cuenta del alcance de nuestros descubrimientos? Si realmente existe el síndrome E, hay que poner en tela de juicio muchas cosas acerca de la libertad del individuo, de la capacidad de decidir, de ser responsable de los propios actos… No creo que todo lo que nos rige sea sólo puramente químico o eléctrico. ¿Qué pintaría Dios, entonces? Los sentimientos, el alma… no son artificiales.

La cantidad de sospechosos en el listado disminuía, pero aún era considerable. Una cuarentena de personas, a ojo de buen cubero.

– Y, sin embargo… Pongamos, por ejemplo, a un esquizofrénico. Puede ver a una persona exactamente como tú ves a aquel investigador con bata blanca, allá abajo, bajo las arcadas. Y esto simplemente porque unos pocos milímetros de su cerebro funcionan mal. Eso nada tiene que ver con Dios o con la brujería. Química pura. Sólo una putada química.

Sonó su móvil. Miró el número.

– Pierre Monette…

Pulsó la tecla del altavoz y descolgó.

– Tengo algunas informaciones acerca de Peter Jameson -dijo el gendarme.

Peter Jameson… Así que James Peterson llegó a Canadá con una falsa identidad. Y, a la vez, no se devanó los sesos para inventarse un nuevo nombre.

– Se instaló en Montréal en 1953 y trabajó en el Mont-Providence como médico e investigador en el ala de los retrasados mentales profundos. En 1955 contrajo matrimonio con una mujer llamada Hélène Riffaux, canadiense de nacimiento y profesora de matemáticas. Ambos adoptaron a una niña y Jameson desapareció de la circulación al cabo de unas semanas, llevándose a su hija y abandonando a su esposa. A primera vista no dejó ni una nueva dirección ni rastro alguno. Nadie ha vuelto a verle. El matrimonio fue un puro pretexto para poder adoptar, pues de lo contrario no hubiera tenido derecho a hacerlo. Es algo escueto pero, grosso modo, es cuanto podemos saber. ¡Ah! Una última cosa que para ustedes será importante, creo. La niña era una de las huérfanas del Mont-Providence.

Aquellas palabras provocaron un verdadero seísmo interior en Lucie y Sharko, que se miraron, estupefactos, y parecieron comprender al mismo instante.

– ¡La niña! ¡Díganos su nombre!

– Coline Quinat.

El índice de Sharko recorrió el listado. Había visto una Coline. Letra Q. Quinat. Ahí estaba. Sharko dijo «gracias» con voz apagada y colgó. Lucie se había pegado a él, con los ojos clavados en la línea impresa.

«Coline Quinat – 15/10/1948 – Investigadora en neurobiología del Centro de investigación del servicio de sanidad de los ejércitos, Grenoble.»

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