Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Retiró su mano y abrió un poco los labios para murmurarle todo eso, aunque durmiera, porque ahora sabía que una zona de su cerebro la oiría y que sus palabras se almacenarían en algún lugar de su mente. Pero de su boca no salió sonido alguno.

Entonces se inclinó hacia él y le besó la mejilla.

Tal vez eso fuera el inicio del amor.

61

Tras el aterrizaje en Orly, todo se había acelerado. Tan pronto como supo las últimas novedades, Martin Leclerc puso sobre aviso a la unidad de la policía judicial de Grenoble. Sin pasar por el 36, Sharko fue a buscar su coche al aparcamiento del aeropuerto y, con el equipaje en el maletero, enfiló hacia el sur en compañía de Lucie.

Enfilaba la recta final… Como una última raya de coca, euforizante y destructiva… Ya faltaba poco. A las seis de la mañana, los equipos de Grenoble irrumpirían en el domicilio de Coline Quinat, de sesenta y dos años, que residía en la calle Corato, frente al Isère.

Por lo que respecta a Sharko y Lucie, estarían a la cabeza del cortejo.

Los paisajes desfilaban, los suaves valles sucedían a los campos, las montañas cobraban vigor y resquebrajaban las tierras secas. Lucie, sucesivamente, se hundía en el sueño y luego se despertaba, con la ropa arrugada, el cabello despeinado y sin haberse lavado. Poco importaba. Había que ir hasta el final. Así, de sopetón, sin detenerse, sin respirar, sin darle más vueltas. Había que reventar el absceso lo antes posible. Acabar de una vez por todas, acabar, acabar…

Grenoble era una ciudad de connotaciones ásperas para el comisario. Recordaba las tinieblas que le arrojaron al abismo, sólo unos años antes. En aquella época, Eugénie estaba junto a él, en la parte de atrás de su vehículo, y dormía tranquilamente, acurrucada en el asiento posterior. Sharko no se atrevía a pensar que ahora todo iba mejor, que el fantasma había desaparecido definitivamente de su cabeza desde la noche en que se acostó con Lucie. ¿Había logrado por fin cerrar la puerta tanto tiempo abierta a los rostros de Éloïse y de Suzanne? ¿Había conseguido eliminar de sus labios la miel de su duelo inacabado? Por primera vez en muchos años, así lo esperaba.

Volverse por fin como los demás. Bueno, casi.

Se encontraron con los colegas de Grenoble hacia las cuatro de la madrugada. Las presentaciones formales, los cafés y las explicaciones se sucedieron.

A las cinco y media, una decena de hombres se puso en camino hacia el domicilio de Coline Quinat. Un sol rojo como la sangre luchaba por desprenderse del horizonte. El Isère se cubría lentamente de reflejos plateados. Lucie comenzaba a olerse que la persecución llegaba a su fin. El mejor momento para un policía, la última recompensa. Por fin acabaría todo.

Llegaron a su destino. La fachada de la vivienda era inmensa e imponente. A los policías les sorprendió descubrir que, entre los huecos de las persianas del piso, podía verse luz: Quinat no dormía. Con prudencia, los equipos ocuparon sus posiciones. Músculos tensos, miradas sagaces, picores en el pecho. A las seis en punto, cinco mazazos de la policía nacional hicieron saltar la cerradura de la pesada puerta cochera.

En un instante, los hombres se diseminaron por el interior, como abejorros. Rápidamente, Lucie y Sharko siguieron los pasos de los que ascendían hacia la primera planta. Los haces de las linternas bailoteaban en los peldaños, percutían unos contra otros, y las pesadas botas zapateaban marcando el ritmo.

No hubo lucha, ni explosiones, ni disparos. Nada a la altura del increíble estallido de horrores y de violencia de los últimos días. Simplemente la impresión de indecencia al violar la intimidad de una mujer sola.

Coline Quinat acababa de ponerse en pie frente a su mesa de despacho, con el rostro sereno, ni siquiera sorprendida. Depositó lentamente su estilográfica frente a ella y miró a Lucie mientras los agentes la esposaban. Durante la lectura de sus derechos, no protestó ni se resistió, como si todo fuera consecuencia de una lógica implacable.

Lucie se acercó a ella, casi hipnotizada, extasiada al ver finalmente la materialización de un personaje en blanco y negro perdido en un film de cincuenta años atrás. Quinat le sacaba una cabeza. Vestía una bata de seda azul. Sus cabellos cortos, rubios y grises, enmarcaban un rostro duro, perfectamente conservado, de mandíbulas prominentes. La mirada… Lucie se perdió en aquella mirada negra, que había atravesado los años sin perder su severidad, con su terrible vacío. Aquella mirada de niña enferma que tanto la había conmocionado. Los labios de la sexagenaria se abrieron y de su boca salieron unas palabras:

– Sabía que vendrían, tarde o temprano. Tras la muerte de Manœuvre y el suicidio de Chastel, las fichas de dominó empezaron a caer, una tras otra.

Inclinó la cabeza, como si tratara de adentrarse en el pensamiento de Lucie.

– No me juzgue con tanta severidad, jovencita, como si fuera una criminal horrible. Sólo espero que haya comprendido qué tratábamos de conseguir mi padre y yo.

A sus espaldas, Sharko le habló a la oreja al comandante de la operación. En los segundos siguientes, él y sus hombres abandonaron la habitación y le dejaron solo con Quinat y Lucie. Cerró la puerta y se aproximó. Lucie no logró contener su rabia.

– ¿Conseguir? ¡Ha matado vilmente a un viejo indefenso, le colgó… y lo destripó! ¡Acuchilló sin piedad y con ensañamiento a una chica y a su novio que no tenían ni siquiera treinta años! ¡Es usted la más horrible de las criminales!

Coline Quinat se sentó sobre la cama, resignada.

– ¿Y qué esperaba? Soy una paciente cero, y lo seré durante mi vida entera. El síndrome E surgió de mi cráneo, un día del verano de 1954, y modificó de manera irreversible la estructura de una ínfima parte de mi cerebro. La violencia habita en mí, y sus modos de expresión no son siempre los más… racionales. Créanme, si hubiera podido disecar mi propio cerebro, lo hubiera hecho. Les juro que lo hubiera hecho.

– Está usted… loca.

Quinat sacudió la cabeza, mordiéndose los labios.

– Nada de todo esto hubiera tenido que suceder. Sólo queríamos recuperar las copias de los films que Jacques Lacombe había diseminado. Y lo habíamos conseguido, con la mayoría… Hasta fuimos a Estados Unidos. Pero… apareció esa maldita bobina, que viajó de Canadá hasta Bélgica. Ese Szpilman… tuvo que meter las narices en nuestros asuntos. Hay gente como él, paranoicos de la teoría de la conspiración y de los servicios secretos, y son los que más miedo nos dan, porque reaccionan de inmediato ante cualquier disfunción, tienen un sexto sentido. Probablemente había visto los films de la CIA, que se hicieron públicos tras los artículos del New York Times. Cuando compró, vayan a saber por qué casualidad, la bobina y la visionó, por fuerza se fijó en el círculo blanco en la parte superior derecha. La firma de Lacombe… Supo entonces que el film que tenía en sus manos era tal vez uno de los films de la CIA que no habían llegado a la comisión de investigación, y así fue como comenzó a seguir la pista… A analizar los fotogramas. Hasta descubrir… mi rostro de niña.

Sharko estaba junto a Lucie.

– Ha hablado en plural. Ha dicho «lo habíamos conseguido», «queríamos recuperar las copias»… ¿Quiénes son esos «nosotros»? ¿Los servicios secretos franceses? ¿El ejército?

Ella dudó y acabó por asentir.

– Gente. Un montón de personas que trabajan a diario para proteger nuestro país. No nos confundan con la chusma que puebla las calles. Somos científicos, pensadores, gentes con capacidad de decidir, personas que hacemos que el mundo avance. Y todo avance exige sacrificios de todo tipo. Siempre ha sido así, ¿por qué debería cambiar?

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