Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Sharko hizo una mueca de asco. Aquellos experimentos explicaban por qué habían hallado las uñas de las manos de Abane clavadas en su propia carne. Le habían hecho padecer un calvario. Quinat proseguía su sórdida explicación.

– Cuando finalmente murió, Manœuvre se ocupó de hacer de él un cadáver anónimo. Ese legionario no era precisamente fino, lo hizo a lo bruto, con hacha y alicates. Lugo enterró los cadáveres en Gravenchon, en medio de ninguna parte, allí donde nadie iría y donde jamás se podría establecer relación alguna con la Legión.

– Y Chastel, ¿qué pintaba en todo ello?

Ella se encogió de hombros.

– A pesar de las apariencias, no controlaba gran cosa. Además de sus funciones oficiales, sólo debía vigilar eventuales manifestaciones del síndrome E entre sus tropas. Él y yo nunca nos entendimos demasiado bien. Como otros muchos, no apreciaba mis «métodos», sobre todo los de Egipto. En cuanto al legionario Manœuvre, su misión era recuperar el film, estaba a mis órdenes. Cuando logró descubrir la pista de la bobina, con Szpilman y el viejo restaurador, le acompañé. Quería desembarazarme de los «testigos» personalmente.

Lucie presentía que Sharko estaba a punto de estallar.

– ¿Y para qué robar los ojos? -preguntó Lucie con voz dura.

Coline Quinat se puso en pie.

– Acompáñenme…

Presa de los nervios, Sharko se abrió camino entre la masa de policías. Quinat les condujo a un sótano amplio y limpio. Señaló con un gesto de cabeza una vieja alfombra gris. Lucie comprendió. Enrolló la alfombra, descubrió una trampilla y la abrió. Arrugó la nariz: allá abajo era el horror.

En un minúsculo reducto reposaban decenas de botes en los que flotaban pares de globos oculares. Iris azules, negros, verdes, flotando en formol… Con asco, le tendió uno de los recipientes al comisario. Coline Quinat miró el bote con atención. Algo maléfico brillaba también en sus pupilas.

– Los ojos… La luz, luego la imagen, luego el ojo, luego el cerebro, luego el síndrome E… Todo está ligado, ¿me comprende ahora? Uno no puede existir sin el otro. Esos ojos que tiene en las manos son, en su mayoría, aquellos a través de los cuales se propagó el síndrome E. Siempre me han fascinado, como fascinaron a Jacques Lacombe y a mi padre. Son unos órganos tan perfectos y preciosos. Los que sostiene pertenecían a Mohamed Abane, a quien esos estúpidos legionarios confundieron con su hermano Akim Abane. Tiene entre sus manos los ojos de un paciente cero, señorita. Unos ojos que absorbieron ese síndrome de forma espontánea y lo guiaron hasta el cerebro para modificar su estructura de una manera que tal vez jamás consigamos explicar. ¿Acaso esos ojos no se merecían ser conservados preciosamente?

Las pupilas de Coline desprendían ahora una forma de locura que Lucie no conseguía definir. Una locura nacida del encarnizamiento de seres humanos dispuestos a cualquier cosa para llevar hasta el final sus convicciones. Lucie se volvió hacia Sharko, oculto en la sombra, al fondo, y luego asió a Coline Quinat del codo y la dirigió hacia los hombres que esperaban en la planta baja. Antes de entregarla a las fuerzas del orden, le preguntó:

– Pasará el resto de su vida en la cárcel. ¿Todo esto merecía la pena?

– ¡Por supuesto, claro que merecía la pena!

Y le sonrió. Lucie comprendió, en aquel momento, que ninguna reja podría encarcelar aquella sonrisa.

– Las imágenes, jovencita… Hay imágenes cada vez más violentas por todas partes. Piense en sus propios hijos, embrutecidos frente a sus ordenadores y a sus videojuegos. Piense en esos cerebros maleables, que el reinado de la imagen altera desde su más tierna infancia. Eso, hace veinte años, no existía. Si tiene oportunidad, consulte los resultados de las autopsias de los cadáveres de Éric Harris, Dylan Klebold o Joseph Whitman, esos adolescentes que entran en un instituto con un fusil y disparan a tontas y a locas. Mire sus amígdalas cerebrales y verá cómo están atrofiadas. Entenderá así que es el planeta entero el que corre hacia su propio genocidio.

Cerró los labios y los abrió de nuevo.

– A cualquiera. El síndrome E puede afectar a cualquiera, en cualquier hogar. Mañana puede ser usted o sus hijos, quién sabe.

No dijo nada más. Los policías se la llevaron.

Helada, Lucie volvió a descender sola, sin hacer ruido, como privada de sus fuerzas, agotada, con un solo deseo: volver a su casa, acurrucarse entre los brazos de sus hijas y acostarse. Sharko estaba sentado frente a las decenas de ojos que le observaban y gritaban aún sus últimos sufrimientos.

– ¿Subes? -le dijo a la oreja-. Larguémonos de aquí. No puedo más.

Ella miró un buen rato sin responder, y se puso en pie a la vez que exhalaba un profundo suspiro.

Habían ido hasta el final. Al fondo del horror, en un viaje sin retorno que había desvelado todas las locuras imaginables. Las de los hombres, los países y el mundo. Un mundo que vivía en el caos, sometido al imperio de la imagen violenta.

Sharko apagó el interruptor, en lo alto de la escalera. Los iris de Mohamed Abane brillaron una fracción de segundo, antes de apagarse para siempre en la oscuridad del sótano.

Se había acabado…

Epílogo

Un mes más tarde

Las playas de Sables-d'Olonne se extendían bajo el sol de agosto como un cuarto creciente dorado. Con los ojos ocultos tras unas gafas de sol, Lucie observaba a sus hijas, Clara y Juliette, que llenaban sus cubos con arena mojada y jugaban con sus palas. Unas cuantas gaviotas revoloteaban y del océano llegaba un rumor tibio y tranquilizador. Por todas partes a su alrededor, la gente era feliz y compartía el menor metro cuadrado de playa. El lugar estaba lleno hasta la bandera.

Por segunda vez en menos de una hora, Lucie se volvió hacia el dique. Iba a llegar, de un momento a otro. Él, Franck Sharko, el hombre que ocupaba sus pensamientos desde hacía más de un mes. Aquel cuyo rostro permanecía en lo más hondo de ella misma, como una lucecilla que no se apagara nunca. Tras la detención de Coline Quinat, sólo se habían vuelto a ver tres veces, combinando idas y vueltas relámpago en TGV que daban lugar a abrazos furtivos. En cambio, habían hablado por teléfono casi cada noche. A veces tenían pocas cosas que decirse y otras veces conversaban durante horas. Su relación se iba edificando, con tanteos y torpezas.

A pesar de que habían tratado de evitar el tema, su último caso había dejado una huella indeleble en las mentes de ambos. El sufrimiento interior tardaría en cicatrizar. En las horas siguientes a su detención, Coline Quinat lo confesó todo. Nombres de altos mandos militares, de miembros de los servicios secretos, de algunos políticos y de científicos. En los arcanos de los servicios de sanidad de los ejércitos, a diez metros bajo tierra, se había desarrollado un centro no oficial de investigación y de neurocirugía consagrado al síndrome E y a la estimulación cerebral profunda. Allí se estudiaba, se desarrollaban protocolos experimentales y también se llevaban a cabo operaciones quirúrgicas. Lentamente, pero con toda seguridad, las cabezas pensantes caerían una tras otra. El caso aún estaba en proceso de instrucción, evidentemente, y que tratara con información clasificada no facilitaba las cosas, pero los que tenían que pagar acabarían pagando y pronto. Normalmente…

Lucie miró a sus gemelas, sentadas en un charco de agua. Les había ordenado que permanecieran cerca de ella, dado que había mucha gente. Las niñas jugaban y reían a unos metros de distancia. Un cubo y una pala, la felicidad… Se acabaron los videojuegos. Lucie se había deshecho de todas las consolas. Preservar al máximo a sus hijas del mundo de la imagen, de su violencia intrínseca, de su nefasto efecto sobre la mente. Volver a cosas más sencillas, a los viejos juguetes de madera o de plástico, a las manualidades, a recortar y a pegar. Con el avance de la tecnología, todo se perdía muy rápidamente. En parte, Quinat tenía razón: ¿contra qué muro se estrellaría el mundo?

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