Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Lucie no podía soportarlo más. Aquel discurso sereno, demasiado tranquilo, salido de la boca de una loca, le hacía hervir la sangre.

– ¿Sacrificios como los de las pobres muchachas egipcias? ¡Si no eran más que unas niñas! ¿Por qué?

Coline Quinat apretó las mandíbulas, no quería hablar pero la necesidad de justificarse fue más fuerte.

– Mi padre murió dos años antes del genocidio de Birmania. Pasó su vida entera en busca de manifestaciones del síndrome E, de la prueba de su existencia. Nunca se aventuró sobre el terreno, porque sabía a ciencia cierta que podía crearse y estudiarse en un laboratorio. Me utilizó y luego me arrastró tras de sí, me formó y casi me condicionó para que prosiguiera su labor. Estudios científicos, facultad de medicina, especialización en neurobiología… No podía decir ni media palabra, me había… embarcado. Crecí junto a militares, hombres de rostros oscuros en edificios sin ventanas. Y yo también me puse a buscar ese famoso síndrome, pero sobre el terreno.

– ¿La enviaban allí? ¿A los lugares donde se producían genocidios?

– Sí, con legionarios, ayuda humanitaria o médicos de la Cruz Roja. Recogíamos los cadáveres, los apilábamos a decenas antes de que comenzaran a pudrirse. Y yo, provista de las debidas acreditaciones oficiales, aprovechaba para estudiar los cerebros.

– Y en Egipto, ¿también tenía credenciales oficiales?

– Los fenómenos histéricos de masas con manifestaciones violentas son tan raros y aleatorios que casi es imposible hacer estudios serios. Así, cuando supe que en Egipto se había producido una ola de histeria y que había chicas que habían conservado comportamientos violentos, no lo dudé. Fui a El Cairo, durante el congreso SIGN. Y di con esas muchachas.

– Y las mató, las mutiló. Esa vez actuó sola, sin órdenes de fuera. Y sin credenciales.

Replicó con frialdad, sin compasión.

– Sólo había una manera de confirmar que se trataba del síndrome E, y era abrir los cráneos, rebuscar en el fondo del cerebro en la región de la amígdala para constatar su atrofia. En aquella época no había escáneres que ofrecieran los resultados que ofrecen los de hoy. Traje las partes de cerebro que me interesaban en la maleta, en pequeños botes con un poco de formol, y no me registraron. Y aunque me hubieran registrado era una científica, participaba en un congreso, formaba parte de una delegación… Y en cuanto a las mutilaciones… -apretó los dientes-, así fue. Pueden llamarlo pulsiones o sadismo, y tendrán razón. Nuestra mente aún está muy lejos de revelar todos sus misterios. Su anciano historiador pagó los platos rotos. Quería hacerles ver que no se las veían… con esos criminales de poca monta que son su pan de cada día. El caso iba más allá, y me parece que el truco causó su efecto.

Se produjo un momento de pesado silencio, y ella prosiguió.

– Mi manera de proceder en El Cairo no gustó mucho «a los de arriba», por decirlo amablemente. En cuanto llegó a sus oídos el telegrama enviado por un poli egipcio, no tuvieron otra elección: tenían que cubrirme y cubrirse también ellos. Así que decidieron ordenar que al poli egipcio se lo cargara su propio hermano corrupto. Porque no tenían otra elección. Había que seguir preservando el secreto del síndrome E. El resto no eran más que daños colaterales.

Lucie no daba crédito a lo que oía. Las altas instancias y los servicios secretos habían reclutado a una mujer peligrosa, a una asesina dispuesta a cualquier cosa para lograr un avance de la ciencia.

– Una vez de regreso en Francia, estudié detalladamente aquellos cerebros y constaté que la atrofia de la amígdala estaba presente en las muchachas egipcias. ¿Se dan cuenta? Ahí no era un caso de genocidio. El fenómeno no tenía ningún origen conocido, nació sin explicación plausible y, en algunos casos, era capaz de propagar la violencia, de encasquetarla definitivamente en el cerebro humano. Tenía la prueba concreta, definitiva, de la existencia del síndrome E y de que éste podía afectar a cualquiera. ¡A cualquiera! Ustedes, yo, a cualquier persona. Atravesaba los años, los pueblos y las religiones. Lo verifiqué de nuevo, en julio de aquel año, en Ruanda. Un año fructífero… me atrevería a aventurar. Fui a las fosas comunes, pasé por encima de cadáveres y, de nuevo, abrí cráneos. Pero esta vez los cráneos de los verdugos. Los cráneos de aquellos que habían matado a mujeres y niños con sus machetes. Allí también pude observar la atrofia de la amígdala, casi en todas las ocasiones. Imagínense mi estupefacción. La violencia de uno que se propagaba al cerebro de otro, atrofiándole la amígdala cerebral y volviéndolo violento a su vez. Y así uno tras otro… Un verdadero virus de la violencia. Se trataba de un descubrimiento excepcional, que cuestionaba muchos conceptos fundamentales sobre las causas de las masacres…

– Una comprensión que usted y sus colaboradores se guardaron para ustedes, evidentemente.

– Había tantos intereses geopolíticos, militares y financieros en juego… Secretos que guardar. Desde entonces, mi obsesión ha sido comprender la aparición del síndrome E y dominar cómo desencadenarlo. La última manifestación aleatoria hasta la fecha se produjo en la Legión Extranjera. Durante años investigué en todos los sentidos, pero la «creación» de un paciente cero era casi imposible. La espera era demasiado larga, se requerían muchas observaciones y también se necesitaban conejillos de Indias humanos. Hace años, en 1954, los científicos tenían más libertad, podían aprovechar la deriva de las grandes potencias y de sus servicios secretos. Disponían de «materia prima», como la del hospital del Mont-Providence. Y yo era aquella materia prima.

Era monstruoso. Aquella mujer se había convertido en un pedazo de carne fría, sin sentimientos, sin resentimiento. El modelo más puro y más elaborado del científico empecinado.

Quinat suspiró.

– Hoy, sin embargo, mientras les hablo, existe una solución mucho más rápida que mi padre ya había indicado. Una solución que por fin la técnica y el progreso nos aportan. La estimulación cerebral profunda… es un medio excelente para crear al paciente cero, el que desencadena la contaminación mental. Unos electrodos que se implantan en la región amigdalina y que provocan una agresividad extrema simplemente pulsando un botón de un mando a distancia. Luego el fenómeno se propaga a los vecinos, a los que se ha puesto en una situación de miedo y de estrés, y a los que previamente se ha formateado con obediencia a la autoridad para que el síndrome E penetre en ellos con mayor facilidad.

Proseguía, imperturbable, con una evidente necesidad de justificarse, mientras desgranaba horrores.

– Imagínense unos soldados que ya no tuvieran miedo, que mataran sin remordimientos, sin titubeos, como un único brazo vigoroso. Imagínense otra forma de contaminación mental controlada, que incidiera en otras zonas del cerebro, como las zonas motrices o la memoria. Se podría dejar fuera de combate a un ejército entero sin siquiera necesidad de utilizar armas. Evidentemente, hay un montón de parámetros que aún desconocemos, en particular acerca de las condiciones más favorables para la propagación a partir del paciente cero. ¿Hasta qué punto hay que forzar el estrés de los vecinos? ¿Cómo hacerlo? Pero todo ello acabará por ser controlado, dominado y fijado en protocolos. Conmigo o sin mí.

Sharko ya no lo soportaba más, pero no le quitaba ojo a Quinat. Sus puños se cerraban compulsivamente.

– Hallamos una cánula de electrodo en el cuello de Mohamed Abane. ¿Qué le hizo?

– Abane sobrevivió a la «chapuza» de Chastel, y era un paciente cero. Antes de estudiar su cerebro, practiqué en él algunos experimentos de estimulación cerebral profunda. Estimulamos en particular las zonas del dolor, con el objeto de poder dibujar las curvas y rellenar los cuadros estadísticos. En cualquier caso, teníamos que eliminarlo, así que digamos que lo utilizamos hasta el final.

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