Uwe Schomburg - El código de Babilonia

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El código de Babilonia: краткое содержание, описание и аннотация

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El mayor sueño de la Humanidad está a punto de ser desvelado. Las tablillas halladas en las ruinas de la antigua Babiloniacontienen símbolos cuneiformes que esconden la clave genética de la inmortalidad. La revelación de ese secreto supondría el fin de la influencia de la Iglesia, y un poderoso grupo denominado Los Pretorianos de las Sagradas Escrituras cruzará todos los límites para evitarlo. Así, cuando un ex policía y una científica intentan descifrar las reliquias, se ven arrastrados a una carrera por toda Europa, en la que el asesinato y la traición forman parte de las reglas del juego. Lo que prometía ser el sueño cumplido de los hombres, puede convertirse en una auténtica pesadilla para el género humano. Solo una persona puede ayudarles a desentrañar el misterio: el mismísimo Papa. ¿Pero qué tiene que ver un hombre de Dios con tablillas de arcilla sumerias y los dioses paganos de Babilonia?

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– ¡Quédese donde está! -el cañón del arma de Marvin viró de Mattias en dirección a Anna.

– ¡Haz algo! -jadeó Jasmin hacia Chris.

– ¡No dispare! -gritó el papa.

Anna levantó el brazo.

Chris alargó la mano a la cintura del pantalón, sacó la pistola y apretó el gatillo.

El golpe de Anna impacto en el centro de su frente. El hueso frontal se quebró entre crujidos, y la presión del hueso desplazándose hacia el interior provocó que perdiera el conocimiento.

Marvin permaneció inusitadamente petrificado, y a continuación su cabeza descendió hasta el pecho. Con los dedos de la mano izquierda manoseaba el agujero de su tórax. Finalmente se derrumbó entre suspiros.

Entre tanto, Anna dejó caer la piedra y tiró los brazos hacia delante para recoger a su hijo que se estaba deslizando entre los brazos de Barry.

Thornten se abalanzó hacia el papa y Trotignon y Calvi abrieron fuego al mismo tiempo. Mientras del pecho de Thornten manaba sangre, sobre la base de su nariz se abría un segundo agujero. Acto seguido, Zoe Purcell empujó entre voces a la vicaria hasta hacerla caer y apretó el gatillo. El disparo de Chris había impactado en Zoe Purcell demasiado tarde.

El presidente de Tysabi permaneció por un instante de pie a la vez que adelantó un pie como en una escena a cámara lenta. Sus ojos se habían clavado en el pontífice e intentó arrastrar a continuación su pierna izquierda hacia delante, pero sus fuerzas ya no se lo permitieron.

Instantes más tarde, se derrumbó en el suelo cuarteado de piedra, abriéndose su mano. El ratón se deslizó a través de la mano estirada y correteó obnubilado en zigzag por el suelo. Después, desapareció detrás de una roca.

* * *

– Se ha pedido ayuda. Pero tardará en llegar -Trotignon continuaba de pie al lado de la priora, de rodillas sobre las piedras, sosteniendo la cabeza de la vicaria en su regazo.

El medico que acompañaba al papa hizo lo que estaba en sus manos. Detuvo la hemorragia externa del disparo en el vientre y acabó por suministrarle una inyección a la vicaria para calmar sus dolores. Sin embargo, para luchar contra las hemorragias internas del cuerpo de la vicaria se vio impotente.

Chris se hubo sentado con Jasmin a pocos metros de distancia. Anna sostenía a Mattias en brazos mientras lo mecía suavemente.

Chris escudriñaba a la moribunda vicaria.

– ¿Por qué no lo intenta? -Chris pensó en la valentía con la que la monja había defendido a Mattias en la pequeña capilla.

– ¿Qué?

– La inyección. Si ha causado efecto en el ratón, quizás disponga la monja también de una oportunidad -pensó en la ironía del destino. Hacía tan solo una hora habían intentado que no se hiciera uso de la inyección. Sin embargo, en estos momentos pensaba precisamente lo contrario.

Jasmin meneó la cabeza.

– A él ni siquiera se le pasa por la cabeza.

– Por cierto, ¿dónde está?

– Está rezando en la capilla.

– Al menos debemos intentarlo. ¡Ven!

Chris se incorporó y marchó junto a Jasmin, abriéndose camino entre el personal de seguridad, en dirección a la capilla situada al lado de las ruinas de la iglesia. Entraron en una antesala provista de sencillas sillas antes de poner los pies en la capilla propiamente dicha, la cual estaba reservada solo a las hermanas de Belén.

La elevada pero ajustada estancia era luminosa, se conservaba con ascetismo, y el único mobiliario al lado del altar estaba compuesto por los asientos de haya del coro delas monjas situados a ambos lados de la capilla. El papa se encontraba tendido bocabajo sobre las placas de piedra delante del altar; sus brazos permanecían estirados por los costados.

Detrás de él y a una distancia conveniente, se encontraba Jerónimo de rodillas en el suelo.

Cuando se dispusieron a entrar en la capilla, el monje se giró de súbito y levantó con un gesto de rechazo la mano. Ellos vacilaron unos instantes, pero a continuación prosiguieron caminando. Pero Jerónimo se levantó y les obstruyó el camino.

– No molesten al Santo Padre. Está buscando el consejo del Señor.

– La monja se muere.

– ¿Cree que él no lo sabe?

¡Quizás pueda salvarla! -murmuró Chris mientras observaba el cuerpo espasmódico del papa-. La prueba podría…

– ¡Habla, Padre!

Era un grito de desesperación.

El papa levantó la cabeza hasta la nuca al mismo tiempo que su cuerpo continuaba tendido en el suelo.

– ¡Con toda humildad ruego tu consejo!

Chris calló confuso. Ahí yacía delante de él en el suelo uno de los hombres más poderosos del mundo e imploraba ayuda, porque no sabía cómo continuar.

– ¿Por qué callas? Señor… ¡por favor!

– ¿Qué…?

– ¡Psst! -siseó el monje cuando volvió a resonar la voz del papa.

– La monja se está muriendo. San Benito dice: «El cuidado del enfermo debe prevalecer y estar por encima de todo: uno debe servirle como si realmente se tratara de Cristo».

El papa gritaba embargado por la desesperanza a la vez que su cabeza se tambaleaba por el esfuerzo.

Jasmin dio un paso de forma espontánea hacia delante, pero el monje la cogió del brazo y su agarre férreo la detuvo.

– No. Tiene otra de sus visiones.

El papa, con las manos cerradas en puños, golpeaba descontrolado el suelo de piedra.

– Señor… ¡Responde! ¡Háblame!

La furiosa llamada inicial se convirtió más tarde en un profundo sollozo, el cual dio paso finalmente a unos quejidos capaces de romperle a uno el corazón.

Chris comenzó a temblar mientras se escuchaba a sí mismo jadear, como si fuera él mismo quien soportaba esa carga tan pesada que oprimía al Sumo Pontífice. A Jasmin parecía ocurrirle lo mismo; sus dientes castañeteaban de forma descontrolada.

– ¡Lo sé! ¡Lo sé! -gritó el papa-. ¡La culpa le pertenece al pastor!

La cabeza del papa cayó hacia adelante en el suelo de piedra. Un estremecimiento le recorrió desde los hombros hacia abajo por todo su cuerpo. Una y otra vez, su cuerpo daba respingos. Momentos después, su cuerpo se relajaba y el papa jadeaba fatigado.

Pasaron unos minutos hasta que el pontífice se hubo levantado, no sin cierto esfuerzo. Se apoyaba en su báculo pastoral y avanzaba con pesadez hasta el altar. Su espalda se mantenía encorvada y el báculo vibraba; tal era el temblor descontrolado de su brazo.

Por fin el papa alargó su mano izquierda y tomó la inyección con el líquido rosáceo.

El pontífice se dio media vuelta y Chris se estremeció.

Su rostro mostraba una palidez cadavérica y profundas arrugas; como si hubiera envejecido varios años.

Parecía no ver a nadie mientras mantenía clavada su mirada, con los ojos vacíos y como en trance, hacia la salida de la capilla.

* * *

La madera ardía envuelta en llamas. Las llamaradas daban zarpazos mientras se retorcían y se desplazaban hacia los lados; a continuación ascendían de nuevo verticalmente hacia arriba. Desde occidente, donde en el cuadrado del pequeño claustro faltaba el muro, penetraban una y otra vez nuevas ráfagas de viento, avivando en cada ocasión la lumbre.

Chris y Jasmin permanecían de pie en la parte despejada mientras miraban hacia abajo en dirección al camino occidental que conducía al monasterio, lugar en el que continuaban humeando los escombros del helicóptero ceñido al muro del monasterio.

Tres de los hombres de Trotignon caminaban a hurtadillas entre los cadáveres, a pesar de que el médico había declarado que nadie de los de allí abajo seguía con vida.

Los dos se encaminaron de nuevo al pequeño patio. El papa se encontraba erguido delante del fuego mientras mantenía clavada su mirada en dirección a las llamas. A su lado aguardaban Jerónimo y Elgidio Calvi, quien no cesaba en el empeño de mirar su reloj.

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