– Sí… no… bueno, quiero decir que sí, los monjes protestaron. Alegaban que no se respetaba nada de lo que había dispuesto hacía más de siglo y medio el emperador Constantino y luego habían confirmado otros césares. Creo que… bueno, seguramente, tenían razón, pero ¿qué podía yo hacer? Aurelius Ambrosius los escuchó y decidió que no debía seguir desempeñando las funciones de procurator reí publicae.
– Así que te apartó del mando… -sugerí intentando facilitarle que continuara un relato que le resultaba oneroso proseguir.
– No -respondió Artorius mientras estiraba la palma de la mano para comprobar si llovía-. Sólo dejé de ser procurator. Pero me nombró magister militum.
– O sea que te ascendió -concluí.
El rostro de Artorius quedó iluminado por una sonrisa amplia y alegre semejante a la del niño que ha descubierto que su compañero de entretenimientos ha entendido la jugada y, a pesar de todo, no le importa.
– Sí -reconoció-. La verdad es que Aurelius Ambrosius estaba muy enfermo ya. No podía ni siquiera sostenerse sobre la silla de montar, pero sabía que la noticia de su muerte hubiera sido terrible. Decidió encerrarse en su casamata y esperar a que la enfermedad terminara de consumirlo. En otro momento, aquello hubiera sido una desgracia, pero quizá no hubiera tenido mayores consecuencias. Lo malo es que coincidió con nuevos ataques de los barbari…
La sonrisa se borró de la cara de Artorius al pronunciar las últimas palabras.
– No menos de doce veces chocamos con los barbari, físico -prosiguió narrando- y en todas las ocasiones salimos victoriosos. Pero ¡a qué precio! Los barbari arrasaban los campos cuando llegaban por codicia y cuando se retiraban por venganza. Luego… luego tampoco se podían sembrar porque no había quedado simiente o porque los campesinos habían muerto o porque las tierras eran abandonadas ante el temor de que los barbari regresaran. Durante estos años hemos sido como una barquilla que, en medio del mar, sobrevive a una tormenta tras otra, cada vez más maltrecha y siempre con la duda de si no será la última vez. Y eso por lo que se refiere a los campesinos, que por lo que respecta a las legiones… mira en derredor de ti. En su mayoría, los milites son jovencitos o viejos. Apenas hay hombres jóvenes o incluso maduros, y ¿sabes por qué? Porque en su inmensa mayoría han muerto…
Las palabras de Artorius confirmaron mis peores impresiones. Se mirara como se mirase, estábamos apurando los últimos restos de la copa, una copa que, en otro tiempo, estuvo rebosante.
– ¿Cómo fue el encuentro con los barbari de Hibernia? -pregunté.
La mirada de Artorius se nubló y sus labios se contrajeron como si se viera aquejado de un dolor agudo en las entrañas que deseaba evitar a toda costa.
– Terrible, físico , terrible -dijo-. Los vencimos, por supuesto. Y no me cabe la menor duda de que si hubieran logrado desembarcar con todas sus fuerzas hubieran anegado lo poco que queda de la cruz y de Roma en esta isla, pero…
Se pasó la mano por la barba como si le acometiera un repentino picor.
– Bueno, físico -prosiguió- las pérdidas fueron horrorosas. Al principio, intentamos contenerlos simplemente. Nuestro objetivo era actuar como un bastión frente a los invasores. Pensaba yo que podríamos causarles tantas bajas que se verían obligados a reembarcar, pero… pero me equivoqué. Me equivoqué terriblemente. Al final, físico , no me quedó más remedio que lanzar a mis hombres una y otra vez sobre aquellas fieras que aullaban y gritaban como si procedieran del mismísimo infierno. Los estragos que les ocasionamos fueron espantosos, lo sé, y, gracias a Dios, volvieron a subir en sus naves y se marcharon de nuestras playas, pero… no te puedo ocultar la verdad. Si en esos momentos hubiéramos sido objeto de un nuevo ataque, por poco enérgico que hubiera resultado, apenas habríamos conseguido resistir unas horas.
Un silencio espeso descendió sobre nosotros, el mismo silencio que reina tras el horrible fragor de la pelea en los campos de batalla o tras los responsos pronunciados en los camposantos. Sin embargo, aquella triste quietud no duró mucho.
– ¿Qué táctica empleaste para el combate? -pregunté.
Las cejas de Artorius se elevaron, para descender inmediatamente frunciendo sus ojos.
– ¿Sabes algo del arte militar? -indagó sorprendido.
– Algo… -respondí sin querer entrar en detalles.
Artorius se rascó la oreja. Luego sacó la daga que colgaba de su cinturón y trazó una raya en el suelo.
– Esto es… -comenzó a decir y durante un buen rato comenzó a explicarme la manera en que sus hombres combatían.
Debo reconocer que me sentí profundamente decepcionado. Artorius era, sin lugar a dudas, valiente y, de momento, había obtenido resultados importantes, pero o yo me equivocaba mucho o dejaba mucho que desear. Sus movimientos descansaban fundamentalmente en la acción de los infantes y, ya sólo por eso, eran insoportablemente lentos. Quizá en otra época y ante otros adversarios, hubiera podido contar con obtener el éxito, pero, o mucho me equivocaba o si Artorius no cambiaba su manera de combatir a los barbari, más tarde o más temprano, estaríamos perdidos.
– Así es, más o menos, como nos enfrentamos con los barbari… -concluyó con una sonrisa que me pareció un tanto displicente- y ahora, si me lo permites…
No. No estaba dispuesto a permitir nada. Antes de que pudiera siquiera guardar la daga le dije:
– Artorius, ¿sabes la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius?
Por la manera en que me miró llegué a la conclusión de que al Regissimus le quedaba mucho que aprender.
O passi graviora, dabit deus his quoque finem… Mi admirado Virgilio lo dijo de una manera difícilmente superable. Cuando nos enfrentamos con nuevas dificultades, no debemos dejarnos amilanar sino que tenemos que pensar que hemos soportado peores males y Dios también pondrá fin a éstos. Algunos conciben la vida como si fuera una semana. Hay que trabajar los primeros días, pero luego, de manera casi inesperada, llegará un momento en que todo sea paz y sosiego. Reconozco que esa manera de pensar es tentadora. También es muy engañosa. Lleva a creer que podemos controlar el final de nuestras vidas. Por supuesto, cuando la realidad nos muestra lo equivocado de nuestro punto de vista la amargura y la frustración se apoderan de nosotros. Y es que, a fin de cuentas, nada, absolutamente nada, garantiza que los problemas acabarán y todo, absolutamente todo indica que nunca será así. A pesar de todo, no deberíamos caer en la ansiedad o la desesperación al descubrir tan desagradable circunstancia. La verdad, por amarga que resulte, siempre es mucho mejor que la mentira por muy dulce que sea su apariencia. Por añadidura, existe un Dios amoroso que, una y otra vez, nos va librando de las peores tribulaciones y que no dejará de hacerlo con las futuras.
No. Artorius no conocía la diferencia entre un clibanarius y un cataphractarius. Ignoraba que los primeros tenían un origen parto y combatían con arcos, mientras que los segundos habían surgido entre los sármatas y recurrían a las jabalinas para acometer al enemigo. Ni la menor idea tenía tampoco de que se trataba de unidades utilizadas con enorme aprovechamiento por los emperadores tiempo atrás. Pero eso era lo de menos. A decir verdad, Artorius apenas sabía nada de la acción de la caballería. Oh, sí, por supuesto, montaba muy bien a caballo. Además era valiente, arrojado, pundonoroso, pero… digámoslo de una vez, muy ignorante. Cuando la Aurora de rosados dedos anunció la llegada del día, seguía explicándole a Artorius cómo desplazar unidades de caballería y, sobre todo, cómo emplearlas contra un enemigo superior, pero que maniobraba a pie.
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