César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Aunque todos se apartaron enseguida de aquella tumba, apenas puesta de manifiesto por una suave elevación en el terreno y por el color marrón derivado de la ausencia de hierba, yo decidí permanecer durante un tiempo a su lado. Creo que, en cierta medida, aquel pedazo modesto de la vieja tierra de Britannia ejercía sobre mí una atracción casi mágica. A unos codos bajo el suelo empapado yacía el último de sus defensores, el último que había conocido, siquiera en la infancia, cuando Roma estaba presente en la isla y el último que había sabido de un imperio ya extinto. Sé que durante un buen rato, a solas y bajo una lluvia gris y triste, estuve orando por aquel hombre. No recuerdo con claridad cuál fue el motivo concreto de mis plegarias. Britannia, Artorius, yo mismo… posiblemente, todo eso y nada en concreto. Sí tengo la impresión de que, de repente, decidí entrar en el recinto destartalado de la iglesia vacía en lugar de dirigirme a cualquier otro sitio.

Por extraño que pueda parecer, hacía más frío en el interior del edificio que fuera. Quizá se debiera a que estaba levantado en piedra -algo no tan habitual en aquellos días- y a que las ventanas caladas dejaban penetrar un viento afilado como la hoja de un cuchillo. Una parte de la techumbre se había desplomado, sin duda, tiempo atrás y la insaciable humedad y lo que me pareció que eran restos de fuego había acabado con las piadosas pinturas de los muros. A pesar de todo, en una esquina podía verse lo que había sido en el pasado un mosaico. A primera vista, hubiérase dicho que las figuras de plantas y animales que en él aparecían nada tenían que ver con la religión. Sin embargo, si se aguzaba la mirada no era tan difícil identificar una Ji y una Ro, las letras griegas con las que comenzaba el nombre de nuestro Salvador. Descubrir aquello y sentir un agradable calor en el pecho fue todo uno. Se pensara lo que se pensase de las causas, lo cierto era que los barbari no habían logrado borrar aquel signo de redención.

Me arrodillé al lado del mosaico y pasé la mano por las teselas. No eran de buena calidad, me pareció. Me senté en el suelo frío, para, inmediatamente, tumbarme y acercar el rostro a las letras del alfabeto helénico. Piedrecillas. No pasaban de ser piedrecillas de escaso valor y opaco color. Sí, todo eso era cierto, pero habían resistido. Ya lo creo que habían resistido…

Me quedé dormido. Ignoro por cuánto tiempo, pero sí sé que cuando me desperté, me sentía increíblemente ligero y que a mi lado se erguía, tranquila, casi burlona, la silueta impresionante de Artorius.

Sis bonus o felixque tuis! Sé bueno y propicio para con los tuyos, recomendaba mi apreciado Virgilio. Por supuesto, ésa es una enseñanza que hasta los paganos más endurecidos pueden entender con escuchar tan sólo la voz de su corazón. El problema es que no tantos desean oír lo que dice. He conocido multitud de personas que manifiestan una inmensa preocupación por los lejanos sin ver el dolor y la necesidad que se encuentran a tan sólo unos pasos. Recuerdo haber contemplado a mujeres arrodilladas en prolongadas plegarias por los paganos que eran incapaces de captar la mirada de un niño necesitado en la puerta de la casa contigua. He asistido al espectáculo de milites que cantaban la necesidad de recuperar los antiguos territorios del imperio, pero no estaban dispuestos a defender el modesto limes de Britannia. He escuchado hasta la náusea a personajes empeñados en contar las desdichas injustas que sufren los necesitados, pero que no serían capaces de albergar en su casa a uno solo de esos infelices.

Como supo ver tan correctamente el apóstol de los gentiles, la preocupación hacia los demás debe comenzar por los cercanos y quien no se ocupa de su familia, de su mujer, de sus hijos, es peor que un infiel o que un renegado.

III

Como toda Britannia sabe, Artorius obtuvo una clamorosa victoria sobre los barbari que venían de Hibernia y, como yo esperaba, sucedió a Aurelius Ambrosius de acuerdo con las disposiciones de su última voluntad. No encontró oposición alguna porque resulta difícil enfrentarse con un hombre que acaba de obtener un triunfo extraordinario, porque el Regissimus lo había adoptado y establecido que le sucediera y porque yo, un físico del que se narraban las más increíbles historias, había dado fe de su voluntad.

«La espada del Regissimus estaba hundida en una piedra y el físico le ha mostrado a Artorius cómo sacarla…», llegó a comentar alguno de los soldados no demasiado entusiasmado con la sucesión.

La verdad es que había algo de verdad en lo que decía, pero me consta que con el paso del tiempo esa frase ha dado lugar a las leyendas más absurdas sobre Artorius arrancando una espada de una roca gracias a mi magia prodigiosa y a mis consejos. Creo que la facilidad exagerada con que la gente presta oídos a las consejas más absurdas es uno de los comportamientos más tristes que me ha sido dado observar y el hecho de que esas leyendas afirmen prodigios de mí no me las convierte en más gratas. Más bien todo lo contrario. Soy más consciente de la falsedad absoluta que las nutre y de la estúpida credulidad que las recibe. Para ser sinceros, la realidad fue algo diferente.

Recuerdo con nitidez el primer momento en que volví a ver a Artorius. Nada más percibir su silueta, fuerte y maciza, parpadeé para verificar que era quien yo pensaba, pero no necesité asegurarme. Fue él quien me dijo:

– Soy Artorius y me dicen que tú eres el físico que tiene el testamento del Regissimus.

Sin decir una sola palabra, me llevé la mano al pecho y le tendí el escrito. Lejos de dejar de manifiesto la menor premura, desenrolló el texto con calma y, cuando se percató de la incómoda falta de luz, se acercó a una de las ventanas. No tardó demasiado en descifrarlo, de lo que deduje que poseía una cierta formación.

– ¿Esto es lo que dijo el Regissimus? -me preguntó a la vez que me devolvía el documento.

Cualquier otra persona se hubiera sentido ofendida ante unas palabras como aquéllas, pero yo no tenía tiempo para ese tipo de sentimientos, no pocas veces inútiles. Le miré procurando no exteriorizar lo que me pasaba por el corazón y respondí:

– Yo mismo tomé nota de todo lo consignado. Todo, absolutamente todo, son palabras del difunto.

Artorius frunció los labios y se acarició el mentón con suavidad. Fue así como pude percatarme de que su equipo castrense no se hallaba en la mejor situación.

– ¿Por qué -comenzó a preguntar- crees que dejó establecido que el Regissimus… el que venga después que yo si es que los soldados aceptan que yo sea el nuevo, tenga que descender de la familia de Aurelius Ambrosius?

Tenía respuesta a aquella pregunta. Cuestión distinta era que estuviera dispuesto a dársela a Artorius.

– Domine -dije-. Creo que las razones son lo de menos. El testamento tiene dos condiciones resolutivas y si cualquiera

de ellas no es obedecida, no podrás ser Regissimus. Creo que eso es lo que importa.

Artorius pareció dudar por un instante. Incluso entornó los ojos oscuros como si así pudiera ver lo que albergaba en el interior de mi corazón. Sin embargo, Dios no le había otorgado ese don maravilloso y, al comprobar que mi silencio persistía, desistió de sus intenciones.

– Sí -dijo al fin-. Tienes razón. Aparte de la razón, ¿tienes caballo?

– No -respondí.

– Temo que no puedo proporcionarte ninguno -señaló torciendo el gesto pesaroso de lo que deduje que, verdaderamente, lamentaba que tuviera que ir a pie-. En cualquier caso, desearía contar con tus servicios… Un físico…

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