– La verdad, físico -me dijo cuando hacía un buen rato que del cielo habían desaparecido las estrellas blancas y tímidas-. Lo que me cuentas me llama mucho la atención, pero tengo algunas preguntas…
– Domine -respondí-. Te ruego que las formules.
– No quisiera que entendieras esto como una falta de respeto, pero… bueno, la verdad es que no tenemos caballos suficientes para formar un ejército grande. En realidad, poder reunir a unos centenares de jinetes ya sería una hazaña.
– No serán necesarios más -dije.
– Bien… -prosiguió Artorius con gesto de no estar del todo convencido-. Supongamos que sea así. ¿Dónde acantonaríamos a esas fuerzas? Ya ves cómo se encuentra este castra. Créeme si te digo que es lo mejor que tenemos. Del muro que levantó el emperador Adriano apenas quedan sino ruinas y los enclaves de defensa… mejor no hablar. Y luego está el alimentar a esa gente…
Fue en ese momento cuando comprendí a Artorius por primera vez. No lo había dicho y sería muy difícil que lo expresara, pero daba su causa por perdida. Ignoraba cuándo podía haber llegado a esa conclusión. Quizá había sucedido tras contemplar los efectos pavorosos de la invasión de los barbari de Hibernia, quizá era una simple y lógica conclusión tras años de guerrear sin que, antes o después, llegara el tiempo de la paz; quizá era la mera fatiga de un combate ininterrumpido. Lo cierto, sin embargo, es que Artorius sólo aspiraba a seguir combatiendo a la espera de que un golpe lo sacara de este mundo que se revelaba a cada instante inusitadamente despiadado. Ni siquiera una llamita tenue caldeaba en aquel corazón valeroso la esperanza débil de una victoria.
– Domine -le interrumpí-. Es posible vencer a los barbari. Artorius me clavó los ojos, pero de sus labios no salió ni una sola palabra.
– No se trata de formar grandes ejércitos -continué-. Como muy bien has dicho, ni tenemos caballos, ni fortalezas ni hombres suficientes para ello. Pero lo que yo te propongo es más sencillo. ¿Me permites tu espada?
La desenfundó y, con gesto decidido, me la tendió a la vez que me interrogaba con los ojos. La cogí con rapidez y dibujé en el suelo los contornos aproximados de la isla de Britannia. Luego tracé una raya en la zona superior, más o menos a la altura del muro de Adriano, y después otra hacia oriente.
– Ésta es nuestra isla -comencé a decir-. Al norte, se encuentran los picti y los scoti. Como sabes, son salvajes y malvados. Por oriente, es previsible que seamos objeto de nuevas invasiones. Puede tratarse de más incursiones sajonas, por supuesto, pero también de pueblos cuyo origen está en la Hiperbórea.
– Y por occidente, se encuentra la gente de Hibernia… -musitó Artorius.
– Sí, claro, pero, a juzgar por su reciente experiencia, seguramente no podrán atacarnos en un par de años por lo menos. El peligro más inmediato, por lo tanto, vendrá del norte y del nordeste.
Hice una pausa, pero Artorius, con los ojos clavados en mi dibujo, casi como si deseara arrancarlo del suelo y absorberlo en su corazón, no despegó los labios.
– La pregunta -proseguí- es cómo conjurarlo con tan escasas fuerzas. La respuesta es la siguiente.
Tracé una serie de crucecitas que bordeaban el antiguo muro de Adriano y, finalmente, rodeé una de ellas con un círculo.
– Cada una de estas cruces será un bastión -dije y alcé la mano enseguida para evitar que Artorius interrumpiera mi exposición-. No necesitaremos muchos hombres para defenderlos. Tan sólo unos cuantos que actúen en tareas de orden público acompañando a un juez, y de centinelas frente a posibles ataques. De esa manera, alcanzaremos dos objetivos. Primero, que la ley vuelva a imponerse con firmeza en la tierra de los britanni y , segundo, que ninguna incursión de los barbari caiga sobre nosotros por sorpresa.
– Entiendo, pero…
– Aquí -señalé la cruz rodeada por un círculo y así respondí antes de que pudiera formular sus pensamientos-. Aquí, precisamente tendremos concentrada nuestra principal fuerza de caballería.
– Eso debe ser…
– Camulodunum -dije-. Sospecho que su estado no será el mejor. Pero eso tiene arreglo. Levantaremos los muros caídos, engrosaremos sus bastimentos y daremos cabida al más alto tribunal de Britannia
– ¿Un tribunal? -preguntó sorprendido Artorius-. ¿Y cómo…?
– La garantía de la ley y del orden será un nuevo cuerpo de jinetes -respondí-. Mira, domine.
Tracé una línea que unía las distintas cruces y que, en todos los casos, desembocaba en Camulodunum.
– Durante los próximos meses, repararemos estas calzadas -dije-. Habrá que olvidarse de otras, lamentablemente, pero éstas son esenciales. Estos caminos, cuando se encuentren en condiciones, nos permitirán unir los distintos castra y comunicarnos con Camulodunum. De esa manera, en pocas horas, cualquier invasión podrá ser repelida por un ejército de caballería. Quizá se trate de una fuerza inferior numéricamente, cierto, pero será más rápida y estará mejor armada. Conseguirá deshacer sus líneas, desarticular sus posiciones y perseguir a los que se retiren hasta aniquilarlos por completo.
– Supón -señaló Artorius sin levantar la vista del mapa que había trazado en tierra- que somos derrotados.
– Entonces podremos retirarnos con rapidez y reagrupar nuestras fuerzas con facilidad y, por supuesto, una vez repuestos, seguir golpeando. Es justo lo que ahora resultaría imposible. A decir verdad, así ha acontecido durante décadas.
Aunque viviera mil años, nunca podría olvidar lo que fueron los meses siguientes a aquella conversación. Bajo lluvia y bajo sol, con frío y con viento, sin abrigo y sin provisiones, Artorius y yo recorrimos a caballo lo que quedaba del muro que siglos atrás había levantado el emperador Adriano. Como yo imaginaba, era muy poco lo que podía aprovecharse de aquellas murallas, en otro tiempo sólidas y seguras. No contábamos con hombres suficientes como para cubrir aquellas extensiones, y aunque así hubiera sido no disponíamos ni de medios ni de tiempo para volver a levantar aquellas defensas indispensables. A pesar de todo, sí pudimos aprovechar algunas de las torres centenarias. A decir verdad, nos bastaba con que estuviera al lado de una calzada para intentar repararla y convertirla en el centro de la vida de toda la zona. Una docena de equites, un juez -que no siempre residía en el lugar-, una iglesia y la seguridad de que llegarían de vez en cuando comerciantes ansiosos de ofrecer sus mercancías transformó aquellos lugares semiderruidos en pequeñas y florecientes poblaciones.
En realidad, fue como el crecimiento de una planta. La seguridad de que allí encontrarían ley, orden y paz atrajo a los campesinos atemorizados que, desde hacía años, se ocultaban en lo más profundo de los bosques. También llevó a que disminuyeran las incursiones de los bandidos barbari cercanos a nuestras fronteras. Todos los que viven del robo y de la extorsión, están dispuestos por naturaleza a expoliar a los débiles, pero se lo piensan dos veces a la hora de atacar una población que puede recibir algún tipo de ayuda.
No hay que creer nunca en las leyendas por hermosas que resulten. En aquellos años, el saqueo no desapareció del todo, la violencia no quedó por completo erradicada y los barbari siguieron aprovechando cualquier oportunidad para quemar iglesias, pero aun así, poco a poco, en todos los britanni comenzó a calar la convicción de que era posible vivir de una manera casi normal y no como un ciervo sangrante cuyas heridas abiertas sólo sirven para despertar aún más la codicia insaciable de las fieras salvajes.
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