César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Dado que los barbari violaban nuestras fronteras con frecuencia bien es verdad que con escaso resultado, al escuchar aquellas palabras, temí que nos encontráramos con algo mucho más grave, es decir, con una invasión en toda regla.

– ¿A qué te refieres, miles? -preguntó Caius.

– Es un ejército… -respondió boqueando el soldado y luego añadió:

– El mayor que hemos visto nunca.

Mientras los jefes de los equites comenzaban a discutir acaloradamente, intenté hacerme una idea de lo que se nos venía encima. Todos los hombres de los castra fronterizos pertenecían al grupo de los veteranos de Artorius. En otras palabras, aquel mensajero no era un muchacho bisoño e inexperto. Por el contrario, había participado en la lucha contra la gran invasión procedente de Hibernia y sabía de lo que hablaba. La nueva amenaza debía ser verdaderamente grave.

– ¿De qué tipo de tropas se trata? -indagué mientras los jefes de caballería seguían parloteando sin sacar nada en limpio de aquella información.

– Infantes -respondió el soldado-. Miles de infantes. Quién sabe si decenas de miles.

Eché un vistazo a Artorius. Al igual que sucedía con sus jefes, tenía el rostro ensombrecido por la inquietud, pero no daba la sensación de haber perdido la cabeza. Captó inmediatamente lo que acababa de preguntar y se dirigió al soldado:

– ¿Viste fuerzas de caballería? -indagó.

– Algunas, domine, pero escasas -respondió el soldado-. Creo que se trata sobre todo de exploradores y de enlaces.

– ¿Qué opinas, físico? -me dijo Artorius.

Me sentí incómodo al escuchar aquella pregunta. Por mucha que fuera mi cercanía al Regissimus, a nadie se le ocultaba que yo no era ni un eques ni un simple miles. Cualquiera de sus jefes, con toda la razón, por otra parte, hubiera podido sentirse más que ofendido por el hecho de que, en lugar de consultarlos a ellos, se dirigiera a mí. Pero además existía un segundo motivo para que no me agradara aquel comportamiento de Artorius. A pesar de su innegable experiencia y de que formaba parte de las legiones desde que tenía quince años, el Regissimus era mucho más joven que buena parte de sus jefes. Hasta ahora su popularidad era indiscutible siquiera porque los había conducido siempre a la victoria, pero no se podía estar seguro de cómo podrían reaccionar si resultaban derrotados. De darse tal eventualidad, Artorius podría pasar de ser un caudillo indiscutido a un vencido cuestionado por sus subordinados. Llegados a ese punto habría más de uno que recordaría que no los había consultado a ellos sino a un físico. Todas esas reflexiones se me agolparon como impulsadas por un impetuoso torrente.

Pero, pensara lo que pensase, mi obligación ahora era responder al Regissimus.

– Opino -respondí- que tus jefes están deseando saltar a la silla y salir al encuentro de los invasores.

Artorius reprimió una sonrisa. No era especialmente sutil, pero captó a la perfección lo que deseaba decirle, que no podía pasar por alto a sus jefes -al menos, no en público- y que cuanto antes debía ponerse en camino, para enfrentarse con los barbari.

– Sí -respondió-. No me cabe la menor duda de que están ansiosos por trabar batalla. ¡Vamos! ¡Los caballos nos esperan!

No nos esperaban, por supuesto, pero tampoco se resistieron a ser ensillados a toda prisa y a avanzar por las calzadas, reparadas en los últimos tiempos, hacia el lugar concreto por donde los barbari habían penetrado en Britannia.

– Demostraste una enorme habilidad -me dijo ya de camino Artorius mientras colocaba su montura al lado de la leía-. Y ahora que estamos apartados de los equites, ¿querrás decirme qué vamos a hacer?

Sentí la tentación de burlarme un poco de él y señalarle que no era más que un físico, pero la rechacé. A fin de cuentas, la situación era lo suficientemente grave como para no dejar lugar a las bromas.

– Da la sensación de que se trata del mayor ejército que hayamos podido ver jamás… -comencé a decir.

– Esa parte ya la conozco -me interrumpió Artorius-. Te estaría muy reconocido si me hicieras gracia de ella.

Respiré hondo. No cabía duda de que Artorius tenía las ideas bastante claras y no estaba para discursos preliminares.

– La única oportunidad que tenemos es llegar antes y golpear por separado a los distintos grupos antes de que consigan concentrarse. En ese caso… -contesté.

– En ese caso, tengo una idea aproximada de lo que hay que hacer -me cortó Artorius-. Supón que llegamos tarde y que ya se han reagrupado, que tienen toda su fuerza reunida en un solo haz dispuesto a descargarse sobre nosotros y a aniquilarnos de un golpe.

Estuve a punto de decirle que en una eventualidad de ese tipo, lo mejor que podríamos hacer sería elevar nuestras plegarias al Todopoderoso y disponernos a morir vendiendo cara nuestra libertad. Me contuve. En aquel momento, debíamos pensar en la victoria y no en la mejor forma de enfrentarnos a la muerte.

– Si ése es el caso -comencé a decir- y, efectivamente, no puede descartarse semejante posibilidad, nuestra única salida es utilizar la caballería para que penetre en sus filas de la misma manera que un cuchillo caliente se introduce en la mantequilla.

Guardé silencio y di un par de palmadas en el pescuezo a mi montura. Daba la sensación de que entendía la conversación y se ponía nerviosa. Ni el caballo se lo podía permitir, ni yo estaba dispuesto a tolerárselo.

– Por supuesto -reanudé mi respuesta-. No tenemos ninguna garantía de que saldrá bien, pero creo que es la única opción que se nos presenta. De no actuar así no tendremos más futuro que el de ver cómo nuestros hombres son diezmados en un combate tras otro con los barbari.

Artorius no dijo nada. Se limitó a tirar suavemente de las riendas para desviarse a la derecha y cuando su montura se separaba de la mía musitó un afectuoso «Nos veremos en el campo de batalla, físico».

Cabalgamos durante el resto del día y sólo la negrura más absoluta nos impidió continuar el viaje a lo largo de las horas nocturnas. Algunos se sintieron incómodos por aquel tiempo en que nos vimos obligados a mantenernos quietos, pero creo que, en realidad, fue una suerte. Si hubiéramos seguido forzando los caballos, habrían reventado al día siguiente y además la infantería no hubiera conseguido darnos alcance. De esa manera, pudieron descansar algo antes de que los dedos rosados del Alba nos invitaran a ponernos de nuevo en camino.

Hubiéramos deseado encontrarnos con alguien que nos informara del avance de los barbari, pero no tuvimos esa fortuna. A decir verdad, cuanto más avanzábamos más nos poseía la sensación de que no debía quedar vida alguna entre ellos y nosotros. Casi con absoluta seguridad, los invasores debían haberse adentrado en nuestro territorio y haber atrapado a nuestros hombres, bien escasos dicho sea de paso, por la espalda. A esas alturas, o ya no contarían con la posibilidad de cruzar las líneas enemigas para llegar hasta nosotros o serían esclavos. Y eso si es que no habían perdido ya la vida.

Cabalgamos todavía durante una jornada más antes de saber algo de los barbari. Habíamos recogido el castra y debíamos de llevar no más de una hora de camino cuando uno de los exploradores llegó a galope tendido hasta nuestra columna.

– ¡Están a unos dos mil pasos! -gritaba mientras espoleaba su caballo en busca de Artorius-. ¡Están a unos dos mil pasos!

No estaban a dos mil pasos. A decir verdad, ni siquiera creo que se encontraran a mil quinientos. Y lo que era peor, sabían dónde estábamos y avanzaban formados ya en orden de batalla. Sí, en orden de batalla, porque aquellos barbari no eran salvajes ignorantes que se lanzaran de manera desordenada pensando tan sólo en avasallar al adversario con su abrumadora superioridad numérica. Todo lo contrario. Sus fuerzas formaban una cuña que me recordó, salvando las distancias, a la falange creada por Filipo de Macedonia y perfeccionada por su hijo, el gran Alejandro. Aquella punta de hierro debía desventrar cualquier fuerza de infantería que se le opusiera, a la vez que rechazar todos los posibles ataques. Contemplé con verdadero pesar que aquel triple muro de metal era más impresionante que el nuestro y que sus escudos largos y bruñidos incluso le proporcionaban un aspecto no por salvaje menos majestuoso. Sí, intentarían que nos desangráramos chocando contra ellos y luego cargarían sobre nosotros, cuando ya estuviéramos exhaustos, para terminar de aniquilarnos.

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