César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Non ignara mali miseris succurrere disco… Lo dejó escrito Virgilio con su peculiar talento: Al conocer la desgracia, sé cómo socorrer a los desdichados. Pero se equivocaba. A decir verdad, el haber padecido la desdicha no nos hace mejores. A muchos -¿quién lo negaría?- los convierte en especialmente resentidos y canallas. Incluso los que no son empeorados por el sufrimiento, no por eso descubren cómo evitárselo a otros. No.

Creo que en este caso, como en tantos otros, una vez más el saber transmitido por la revelación se manifiesta en este caso superior al meramente natural. El apóstol de los gentiles señaló que aquellos que han recibido consuelo en las tribulaciones son los que, a su vez, pueden consolar a los atribulados. Siquiera pueden contarles dónde, cómo y cuándo hallaron remedio para sus cuitas.

Por eso no creo que sea genuina la fe que no ofrece consuelo a los que se aferran a ella. Quizá abra caminos de sufrimiento, o de disfrute, o incluso de triunfo. Pero sólo es verdadera aquella que calma el espíritu turbado por el desarrollo imparable de nuestra existencia, la que llama a los cansados y cargados de corazón para ofrecer un yugo suave y una carga ligera.

VII

¡Qué costosa es una derrota, pero, a la vez, qué terrible es una victoria! Aquellos barbari seguramente merecían todo menos nuestro aprecio. Al igual que los que los habían precedido no eran sino agentes de una maldad ignorante y destructora que contemplaba con carcajadas y satisfacción nuestro sufrimiento. De haber sido por ellos, nuestras mujeres hubieran sido violadas desde las niñas a las ancianas, los hombres hubieran sido degollados, los niños convertidos en esclavos y los ancianos escarnecidos antes de recibir una horrible muerte. Todo eso lo sabíamos entonces y el paso del tiempo en absoluto ha demostrado que nuestro juicio fuera erróneo. Más bien todo lo contrario. Pero aun así, cuando recorrí el campo, verde en otro tiempo y ahora pardo por el derramamiento de sangre y el fango pisoteado por miles de guerreros, no pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas, unas lágrimas que no sólo expresaban mi consternación por la muerte de los nuestros, sino también por la de los barbari.

Creo que unos y otros sintieron dolor y miedo al ver cómo perdían un miembro, cómo la sangre brotaba de su cuerpo de tal manera que anunciaba una muerte cercana o cómo el aire se negaba a entrar en su nariz simplemente porque el alma se escapaba con la misma rapidez con que alguien huiría de un incendio.

Durante varios días, mientras Artorius y sus hombres perseguían con éxito a los restos maltrechos del ejército de los angli, permanecí cerca de aquella colina intentando remendar, soldar y reparar lo que había destrozado el hierro. Sé que sobre mí se ha dicho que realicé prodigios y que centenares de personas, incluso millares, me deben la vida. De corazón digo que me hubiera llenado de una inmensa felicidad que así hubiera sido. La realidad, sin embargo, fue muy distinta. Docenas de hombres, britanni y barbari, pasaron por mis manos tan sólo para comprobar que su agonía ni siquiera sería breve; no pocos murieron al cabo de unos instantes de que yo intentara calmar sus sufrimientos y sí, es cierto que hubo unos cuantos cuyas hemorragias logré taponar o cuya vida pude mantener en el interior de su cuerpo mortal. Imagino que sus bocas y las de sus familias partirían las distintas leyendas sobre mi extraordinario poder curativo.

Debo reconocer que, enfrentado con todo aquello, en el curso de aquellas horas, la amargura, una amargura espesa y pesada, se fue acumulando en mi corazón. Todo aquel dolor, toda aquella miseria, toda aquella muerte la habían causado los barbari. Sin su altivez, sin su violencia, sin su codicia, ni una sola espada se habría cruzado aquella mañana. Bien sabía Dios que la única alternativa que nos habían dejado era o luchar hasta la muerte con lo que esto significaba o dejar que nos asesinaran. Así de duro y de terrible era todo a fin de cuentas. Pero ¿por qué? ¿Qué era lo que hacía que este mundo se hubiera dividido entre salvajes barbari ansiosos de apoderarse de lo que teníamos y la civilización obligada a defenderse o morir?

Más de un día de brega terminó no con la sombría puesta del sol sino con los primeros signos de la rosada aurora. Entonces, con las manos doloridas, agarrotadas, casi insensibles por el esfuerzo, me dejaba caer en un rincón y me adormecía. Entraba entonces en un sueño agotado, rebosante de agitación y forzosamente corto. Al despertar, escuchaba inmediatamente los ayes interminables y los lamentos continuos de aquella gente que había dejado su vigor en la batalla de la colina.

Fue entonces, en el curso de aquellas jornadas terribles, cuando volvió a asaltarme el recuerdo turbador de Vivian. Sé perfectamente el momento en que sucedió. Acababan de colocar a un mozalbete de pelo rojizo y revuelto sobre la tabla sin desbastar en la que llevaba a cabo mis apresuradas operaciones. Mientras examinaba su cuerpo y daba orden de que lo ataran, me contó que venía del sur de la isla y que se había alistado con entusiasmo «para acabar con esos malditos barbari».

– Les hemos zurrado bien, ¿verdad, domine? -me dijo con una sonrisa limpia y tan blanca que ponía de manifiesto lo poco que debía comer su familia.

– Sí, hijo -respondí al contemplar su pie derecho.

Un día antes hubiera podido salvarlo, pero ahora…

– Yo nunca dudé de que podríamos acabar con ellos -continuó hablando como si en vez de estar tendido a la espera de Dios sabía qué se encontrara en una taberna charlando con otros pueblerinos-. Y cuando el Regissimus ordenó cargar…

Sí, definitivamente, aquel muchacho se iba a quedar sin pie. Y resultaría muy doloroso. Hice una seña a uno de mis asistentes para indagar si nos quedaba alguna bebida fermentada. La respuesta sin palabras me indicó que apenas. Supliqué a Dios que aquel muchacho no estuviera habituado al consumo de licores para que, con unas gotas, pudiera embriagarse lo suficiente y así no sentir un dolor excesivo.

– Ahora lo único que deseo es que nos den el primer permiso -continuó hablando en un tono de entusiasmo que provocaba que mi corazón se encogiera al escucharlo-. Pienso hartarme de bailar con las mozas del pueblo. Porque podré danzar pronto, ¿verdad?

– Dadle de beber -grité eludiendo la respuesta.

Porque la conocía de sobra. Nunca volvería a bailar e incluso caminar podría resultarle una dificultad apenas tolerable.

Le colocaron en los labios resecos aquel aguardiente ambarino. Tengo la sensación de que no tenía mucha costumbre de trasegar semejantes bebedizos porque, al poco rato, los ojos comenzaron a enturbiársele y la lengua se le hizo pesada, casi tanto que apenas podía seguir hablando. Cuando me percaté de que le costaba mantener la cabeza erguida, consideré que había llegado el momento.

– ¡Sujetadle! -grité y, mientras los ojos del muchacho se dilataban por el efecto combinado de la sorpresa y del alcohol, dos soldados la aferraron y yo le coloqué un pedazo de madera más que remordida entre las mandíbulas.

Aparté la pegajosa suciedad, mezcla de sangre y barro, que cubría su fea herida. Al descubierto, una vez retirada aquella capa asquerosa, pude contemplar el corte. Era todavía peor de lo que yo pensaba y lo más dramático es lo que hubiera podido evitar tan sólo unas horas antes. Contemplé una vez más su frente perlada de sudor y sus párpados semicaídos. Incliné la nariz sobre el profundo costurón guiado por el deseo de que mi anterior diagnóstico fuera erróneo. Difícilmente, hubiera podido resultar más adecuado. El olor letal de la gangrena brotaba como un vaho letal, como si la muerte se hubiera instalado encima del pie y expulsara su aliento repulsivo. Sí, tenía que cortar y tenía que hacerlo ya. Realicé un gesto repetido infinidad de veces y uno de los soldados dejó de sujetar al muchacho y pasó a aferrar con fuerza los pies.

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