César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Cogí el hacha y comprobé que conservaba su filo, una comprobación inútil porque lo sabía de sobra y porque lo único que pretendía era retrasar el momento de mutilar a aquel soldado que nunca volvería a bailar. Descargué el arma en un punto situado por encima del tobillo. Lo hice con todas mis fuerzas, pero, aun así, no logré desprender el pie de la pierna. Tan sólo conseguí que quedara ladeado, dislocado, apenas arrancado. El cuerpo del infeliz muchacho se tensó como si fuera la cuerda de un arco para luego comenzar a jadear espasmódicamente.

No podía distraerme. Descargué un segundo golpe, un tercero… hasta el quinto aquel hueso no aceptó quebrarse soltando aquel pie cargado de un bagaje de muerte rápida e irremediable.

El desdichado campesino se convulsionaba cuando terminé con mi tarea y su rostro, morado y con los ojos horriblemente dilatados, parecía el de un potro aterrado que se da cuenta de que lo van a sacrificar. No podía distraerme. Me aparté un par de pasos de la mesa y eché mano de una antorcha humeante. Apenas tardé unos instantes en acercarla a la herida, en escuchar el siniestro chisporroteo de la sangre y la carne y en ver cómo, finalmente, el joven se desvanecía con un gemido.

– Necesito descansar… -musité sin que quedara claro si advertía a mis asistentes o me lo decía a mí mismo.

Fuera como fuese, me aparté unos pasos de la mesa, llegué al lado de un árbol vetusto, pero fuerte y me dejé caer en el suelo. Acababa de apoyar la espalda dolorida en aquel tronco rugoso y ancho, cuando la vi. Parpadeé para asegurarme de que no era objeto de una ilusión, pero… no, no cabía duda. Era Vivian. Se hallaba tan sólo a unos pasos de mí, igual que la primera noche en que me había encontrado con ella o, más bien, ella se había encontrado conmigo.

Llevaba una vestimenta larga de tonos diversos, pero verdes, que parecía combinarse de manera prodigiosa con aquel fondo de hierbas y árboles. Era como si formara parte de aquel paisaje tan rezumante de lucha y muerte, hasta tal punto que, en algún momento, me pareció que su cuerpo se transparentaba y tan sólo sus ojos y su peculiar sonrisa no se desvanecían entre el murmullo engañoso del viento.

– ¿Era esto lo que querías? -me susurró cuando llegó a mi altura.

– Vivian… -fue lo único que llegué a decir aunque en aquella palabra se hallaba encerrado todo un mundo rebosante cíe sensaciones y deseos.

– ¿De verdad, piensas que todo esto es mejor que estar a mi lado? -preguntó con una sonrisa a medias amarga y a medias burlona.

– Vivian… -intenté responder, aunque lo único que sentía era un inmenso nudo de congoja que, atrancado en mi garganta, me impedía hablar.

– Puedes volver a Avalon -me dijo y a continuación, pronunció mi nombre.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al escuchar aquella última palabra. No me gustaba el nombre con que mi madre se había dirigido a mí desde el momento primero que alcanzaba mi memoria. Sin embargo, al escuchárselo a Vivian, siempre había nacido en mi una gratísima sensación de voluptuosa calidez. Avalon… regresar a Avalon. Ahora todas aquellas sensaciones, sensaciones que brotaban de una piel suave, de unas manos tiernas, de una voz incomparable se arremolinaron en mi pecho como una galerna desatada.

Vivian me sonrió a la vez que tendía la diestra.

– Ven… -susurró más que dijo y volvió a pronunciar mi nombre como sólo ella sabía y podía hacerlo.

Ir… cerré los ojos esperando que cuando volviera a abrirlos su presencia tentadora hubiera desaparecido. Me equivoqué. Seguía allí. Ante mí. Y aunque su rostro deseaba dar una apariencia indiferente pude percibir en sus hermosos ojos verdes la misma satisfacción apenas oculta que experimenta el felino momentos antes de lanzarse sobre su codiciada presa. Abrumado por aquella mirada, bajé la cabeza. Fue así como mis ojos chocaron con mi indumentaria. Tan sólo unas horas antes era un manto austero de batalla y combate. Ahora no pasaba de ser un gran trapo empapado de sangre en diversos estados de coagulación, la sangre de todos aquellos sacrificados por la supervivencia de Britannia, la sangre que había sido derramada por mí y por todos los britanni para que pudiéramos seguir siendo libres en medio de un mundo que se desplomaba bajo los golpes despiadados de los barbari… No, yo no podía regresar a Avalon. No me era lícito abandonar aquel campo de batalla entre la civilización y la barbarie mientras otros entregaban los últimos jirones de su existencia hasta el final.

Respiré hondo y levanté los ojos. Vivian seguía mirándome, pero ya apenas lograba ocultar la sonrisa. Alargó la diestra y susurró como sólo ella sabía hacerlo:

– Vámonos.

– No, Vivian. No voy a marcharme contigo -respondí rebañando la fuerza que precisaba de algún lugar oculto situado en lo más profundo de mi ser-. Mi lugar está aquí.

Y entonces la dama del lago, la dueña de la isla de Avalon, la única mujer a la que había amado por encima de cualquier consideración se volvió completamente transparente y su cuerpo se fue desvaneciendo como si estuviera formado por algún material sutil situado fuera del alcance del poder de los hombres. Por un instante, tan sólo un instante, quedaron flotando en el aire azul de la noche, sus labios, su sonrisa, sus ojos. Luego también desaparecieron y yo, con los miembros doloridos y el corazón sin posibilidad de recibir una restauradora cauterización, regresé a cumplir con mi deber.

QUINTA PARTE FINIS

Fama, malum qua non aliud velocius ullum… Una razón casi total tenía mi venerado Virgilio cuando señaló que no hay mal que supere en velocidad a la fama. He visto a demasiadas personas corrompidas por la popularidad y el aplauso como para poder negar esa realidad. Por la fama, el clérigo que era benévolo y compasivo busca tan sólo la aclamación de una masa que, a fin de cuentas, tampoco sabe mucho de él. Por la fama, el miles, valiente y esforzado, deja de cumplir con su deber y se entrega a veladas en las que lo único que se comenta son sus pasadas y ya inútiles hazañas. Por la fama, el sabio pierde la conciencia de lo que es realmente importante y se sumerge en la necedad inmensa de aceptar halagos inmerecidos y peligrosas adulaciones. Debemos guardarnos de las mentiras, no pocas veces groseras, de la Fama y mantenernos en el camino que Dios nos ha trazado. Poco importa la repercusión que tenga. Lo verdaderamente relevante es ser fiel a nuestro destino.

I

Los recuerdos que conservo de las semanas posteriores a la batalla de la colina son confusos y desazonantes, como las remembranzas de un beodo trastabillante al cabo de una agitada noche de borrachera. Lo más que he conseguido conservar de aquellos días son jirones sueltos de vivencias y retazos malcosidos de episodios. Mientras seguía ocupándome de recomponer huesos y de administrar pócimas, me llegaban noticias continuas de la manera en que Artorius había logrado aniquilar por completo a los despiadados barbari. Sin embargo, a pesar de la importancia de lo que sucedía, mi corazón estaba en otro lugar. Tras contemplar a Vivian una sensación pesada de dolor imposible de calmar se había apoderado nuevamente de mi corazón. Era como el caso de aquel enfermo que piensa haber sanado completamente de su dolencia y que descubre desazonado que los síntomas más álgidos comienzan a asaetearlo con singular dureza. Había pensado que se vería libre del sufrimiento y, de repente, se encuentra con que éste se hallaba tan sólo agazapado en una curva invisible del camino de la vida esperando el momento para asestarle el peor de los golpes.

– Fueron días terribles -no podría negarlo- en los que el sueño me permitía reposar someramente. Sin embargo, cuando me levantaba por las mañanas mi cuerpo y mi corazón eran presa de una sensación de apenas haberme dejado caer en el lecho y, sobre todo, en mi interior se hacía presente con más fuerza que nunca el recuerdo de Vivian, de la Vivian que había conocido tiempo atrás y en cuyos brazos había encontrado el amor, pero también de la Vivian que había aparecido en medio del fragor y el estruendo para invitarme a marchar a su mundo. Intentaba entonces expulsarla de mis dolorosos pensamientos convencido de que su memoria equivalía a apretar con la mano desnuda los restos de un jarro roto, un jarro que no se recompondrá, pero que puede destrozar todo un miembro. Y así se agitaba mi espíritu, y padecía mi alma y sufría mi cuerpo, cuando recibí la orden de encaminarme a Camulodunum.

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