César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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El legionario me hizo un gesto para que me detuviera y subió la escalerilla bamboleante que conducía a la entrada. Observé cómo intercambiaba algunas frases con el centinela y cómo éste clavaba sus ojos en mí y, acto seguido, entraba en la sucia casamata. No puedo decir que tardara mucho. Creo que no había dado tiempo para contar hasta doscientos, cuando el centinela salió y me llamó moviendo los dedos de la mano derecha.

Recordaba la penumbra casi impenetrable que me había recibido unos años antes. Ahora resultó mucho peor. No sólo la oscuridad no era un punto menos tenebrosa, sino que además el aire estaba impregnado de un olor penetrante y fétido. En un primer momento, hubiera dicho que era similar al de los vapores espesos de una cloaca rebosante, pero pronto me di cuenta de que aún resultaba peor. Era como si en aquella estancia se hubiera acumulado una sucesión prolongada de orines e inmundicias, como si los desechos que expele a diario el cuerpo humano hubieran quedado fijados a las paredes y al suelo convirtiendo el ambiente en algo casi sólido e irrespirable. ¿De dónde procedían aquellas miasmas? ¿Cómo era posible estar allí sin sofocarse?

– ¿Eres tú, físico?

No pude evitar un respingo al escuchar aquellas palabras pronunciadas en un tono quejumbroso y apenas audible. Giré sobre mí mismo intentando descubrir a la persona que había formulado aquella pregunta. Sin embargo, la espesura de las sombras no me permitió vislumbrar a ningún ser humano.

– Físico… físico… ¿eres tú?

Una pinza opresiva de angustiosa ansiedad se cerró sobre mi corazón como si disfrutara oprimiéndolo. ¿Dónde estaba el sujeto que se dirigía a mí? ¿Quién era? De repente, me pareció distinguir un bulto borroso en medio de las tinieblas profundas que me envolvían como si se tratara de un manto opaco. Parpadeé intentando aclararme la visión, pero fue inútil. Me sentí tan desesperado, tan impotente que recuerdo que apreté los puños intentando reprimir mi irritación.

– Soy el físico -dije-. ¿Eres tú Aurelius Ambrosius?

Un estertor semejante a los que había podido escuchar otras veces en desdichados a punto de expirar fue toda la respuesta que obtuve.

– Te suplico que me hables -rogué consternado-. Sólo así podré saber dónde te encuentras.

– E…es… toy aquí… -me respondió una voz que parecía impulsada por una respiración trabajosa y cargada de dificultad.

Me dirigí a oscuras hacia el lugar. De repente, sentí un dolor agudo en la rodilla. En mi apresuramiento, había dado contra lo que debía ser un sillón. Sin embargo, no emití una sola palabra de queja. Aparté con cuidado el inoportuno mueble y continué caminando con cautela. Fue así como al cabo de tres o cuatro pasos choqué con un catre del que procedía un olor aún más fuerte del que se aferraba nauseabundamente a mi nariz.

– ¿Aurelius Ambrosius? -indagué intentando no abrir demasiado la boca y así evitar que aquella espantosa fetidez me entrara en la garganta.

-Ego sum [18] -me respondió el Regissimus Britanniarum.

Tum vita per auras concessit maesta ad Manes corpusque reliquit… Así se refería Virgilio en la Eneida a la muerte de uno de sus personajes. Entonces su vida se retiró apenada surcando los aires para llegar hasta el lugar de los Manes y abandonó su cuerpo. Hasta un pagano al que no me encontraré en el cielo, era consciente de estas grandes verdades. No todo concluye con la muerte; nuestro cuerpo es una envoltura de la vida que lo abandona cuando se produce el fallecimiento; y, acto seguido, vuela hacia otro mundo diferente del actual. Virgilio pensaba que en ese ámbito se encontraría con los antepasados y ahí es donde -por carecer de la revelación- yerra. En realidad, tras abandonar este cuerpo, nos encontraremos con el Juicio ineludible de Dios sobre nuestros actos. El autor del Apocalipsis afirma que se abrirán los libros en que todas nuestras acciones, buenas y malas, están consignadas. Ahora que lo pienso, es muy posible que Virgilio también llegara a intuir esa realidad, pero debió asustarle. Era honrado e inteligente. Por eso, sin duda, sabía que había hecho el mal en más de una ocasión y que sólo los necios pueden creer que nuestras buenas obras compensarán las transgresiones. ¡Qué necedad! ¿Quién pensaría que el juez va a perdonar a alguien un robo simplemente porque nunca cometió adulterio? ¿O a quién se le ocurriría que no será castigado por matar ya que jamás pronunció una mentira? O nosotros pagamos o alguien paga nuestra deuda en nuestro lugar. Eso es lo que hizo Jesús y por eso el cristianismo es, fundamentalmente, un mensaje de salvación. Lástima que Virgilio nunca llegara a saberlo.

II

Me incliné con suavidad hasta que la punta de mis dedos tocó el borde del catre. Luego me senté. No me resultó difícil porque, a pesar de la estrechez del mueble, el cuerpo que alojaba era tan delgado que quedaba espacio sobrado para que encontrara acomodo.

Estiré ahora la mano hasta dar con Aurelius Ambrosius. Retiré lo que debió ser en otro tiempo una sábana fina y ahora se había convertido en una tela de tacto grasiento y casi sólido, e intenté explorar al hombre que durante años había estado al mando de la defensa de Britannia frente a los barbari.

– Necesitaré luz para saber cómo te encuentras… -dije intentando reprimir las náuseas que sentí al notar los efluvios asquerosos que, en parte al menos, ocultaba la sábana.

– No hay ninguna necesidad de que apliques tu ciencia, físico -me respondió con voz entrecortada-. Me estoy muriendo y lo sé de sobra. Como tú me dijiste hace años, no hay remedio.

El sonido de la voz me indicó dónde se encontraba la cabeza de Aurelius Ambrosius. El pecho… Cuando lo palpé, me pareció una tabla con pronunciadas elevaciones horizontales. La Fiel era acusadamente delgada y estaba arrugada como un cuero desgastado por un uso ininterrumpido. Por lo que se refería.i la carne… poca quedaba, desde luego. Bajé la mano y encontré lo que había temido. Se trataba de una elevación enorme, como la panza de una vaca o una calabaza robusta e hinchada. Allí se encontraba el mal que había comenzado a devorar al Regissimus años atrás y que ahora estaba a punto de matarlo de una vez. Lo sorprendente, a decir verdad, es que no lo hubiera logrado antes.

– ¿Te convences, físico? -preguntó y no pude evitar sentir que en su pregunta había un leve dejo de amarga ironía.

No respondí, pero aparté las manos de su cuerpo hinchado. Sí, no cabía duda de que iba a morir pronto. Quizá antes de que amaneciera el nuevo día.

– Me he acordado mucho de ti en estos años -siguió hablando el Regissimus aunque le costaba un enorme esfuerzo expulsar cada nuevo golpe de voz-. Mucho. A decir verdad, ordené que te buscaran a los pocos días de marcharte, pero… pero fue imposible dar contigo… ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Una pesada y repentina sensación de culpa se apoderó de mi corazón al escuchar aquellas palabras. Así que, mientras yo estaba abrazado a Vivian, la mujer más seductora que había conocido o que pudiera imaginar, el Regissimus me había buscado. ¿Qué hubiera sido de todos nosotros si me hubiera encontrado? ¿Se hallaría ahora en esa situación? ¿Hubiera yo vivido lo que había vivido en Avalon? ¿Se estaría desplomando aquel castra a pedazos? No lo sabía y, sobre todo, no deseaba ni siquiera pensar en ello.

– Yo voy a comparecer ante Dios dentro de poco, físico -continuó hablando-. Dentro de muy poco… y le daré cuenta de mis actos… tú… tú tenías razón cuando me hablaste de concentrar… tropas en algunos lugares… cuando me dijiste que tenían que ser ji… jinetes que pudieran… que pudieran acudir rápidamente a donde los… los necesitaran…

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