Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– Y él tomó a Camille -dijo con suavidad Danglard-. Alta venganza, bien digna de un héroe de Racine.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard? -preguntó Adamsberg cerrando el puño bajo la lluvia.

– Cuando cogí la escucha en el armario de Froissy, tuve que pasar parte de la grabación para localizar la banda de sonido. Ya le dije cómo era. Inteligente, poderoso, peligroso.

– Y sin embargo, me caía bien.

– ¿Por eso nos quedamos inmóviles en Clancy con el coche parado? ¿En lugar de volver a París a toda pastilla?

– No, capitán. Por una parte, porque no tenemos prueba material. El juez nos obligaría a soltarlo al cabo de veinticuatro horas. Veyrenc contaría la guerra de los dos valles y diría que me empeño en destruirlo por motivos privados. Para que nunca se sepa quién era el quinto chaval bajo el árbol.

– Claro -reconoció Danglard-. Lo tiene pillado con eso.

– Por otra parte, porque no he acabado de entender lo que me dijo Retancourt.

– Todavía me pregunto cómo pudo la Bola tragarse treinta y ocho kilómetros -dijo Danglard, pensativo ante esa nueva Pregunta sin Respuesta.

– El amor y sus prodigios, Danglard. También es posible que el gato haya aprendido mucho de Violette. Ahorrar la energía átomo a átomo para lanzarla entera en una única misión, pulverizando todos los obstáculos a su paso.

– Ella formaba equipo con Veyrenc. Por eso comprendió antes que nosotros ese detalle endemoniado que nosotros no habíamos entendido. Él sabía que iba a ver a Romain. La esperó a la salida. Ella lo encontraba guapo, y lo siguió. La única vez que Violette no ha sido lista en su vida.

– El amor y sus calamidades, Danglard.

– Y hasta Violette puede dejarse engañar. Por una sonrisa, por una voz.

– Quiero saber qué me dijo -insistió Adamsberg volviendo a meter en el coche el brazo empapado-. ¿Usted qué opina, capitán? ¿Qué cree que iba a intentar en cuanto fuera capaz de pronunciar dos palabras?

– Hablarle.

– ¿Para decirme qué?

– La verdad. Y es lo que hizo. Habló de los zapatos, dijo que había que pasar. O sea que dijo que no era la enfermera.

– Eso, Danglard, no fue lo primero que dijo. Fue lo segundo.

– No expresó nada inteligible antes de eso. Se limitaba a citar versos de Corneille.

– ¿Y quién pronuncia esos versos exactamente?

– Camila, en Horacio.

– ¿Lo ve, Danglard? Es una prueba. Retancourt no estaba repasando sus clases del colegio, me estaba dirigiendo un mensaje a través de una Camila. Y yo no lo entiendo.

– Porque no puede ser claro. Retancourt estaba todavía durmiendo. Sólo se puede descifrar su frase como se interpretan los sueños.

Danglard se tomó unos instantes para reflexionar.

– En torno a Camila -dijo-, hay hermanos enemigos, los Horacios, por una parte, y los Curiados, por otra. Ella ama a uno, que quiere matar al otro. En torno a la Camille de verdad, lo mismo. Primos enemigos, usted por una parte, Veyrenc por otra. Pero Veyrenc representa a Racine. ¿Quién era el gran rival y enemigo de Racine? Corneille.

– ¿De verdad? -preguntó Adamsberg.

– De verdad. El éxito de Racine hizo que se hundiera el trono del viejo dramaturgo. Se odiaban. Retancourt elige a Corneille y señala a su enemigo. Racine, o sea Veyrenc. También por eso habló en verso, para que usted pensara inmediatamente en Veyrenc.

– Y pensé en él, efectivamente. Me pregunté si soñaba con él o si él la había contagiado.

Adamsberg subió la ventanilla y se puso el cinturón.

– Déjeme verlo a solas primero -dijo arrancando el motor.

LIX

Veyrenc, convaleciente, estaba sentado en la cama en pantalón corto, apoyado en dos almohadas, con una pierna doblada y otra estirada. Miraba a Adamsberg que iba y venía, con los brazos cruzados, al pie de la cama.

– ¿Le cuesta estar de pie? -preguntó Adamsberg.

– Me tira, me escuece, pero nada más.

– ¿Puede andar, conducir?

– Creo que sí.

– Bien.

– Vamos, hablad, señor, veo en vuestro semblante vacilar a lo lejos el brillo de un secreto.

– Es verdad, Veyrenc. El asesino que se cargó a Elisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, al cabo Grimal, el que abrió las tumbas, el que estuvo a punto de eliminar a Retancourt, que reventó tres ciervos y un gato y vació un relicario no es una mujer. Es un hombre.

– ¿Es una simple intuición? ¿O tiene nuevos elementos?

– ¿Qué entiende por «elementos»?

– Pruebas.

– Todavía no. Pero sé que ese hombre sabía lo suficiente sobre el ángel de la muerte como para ponerlo en nuestro camino, para orientar la investigación y llevarla directamente al naufragio, mientras él actuaba tranquilamente en otro sitio.

Veyrenc entornó los ojos, alargó un brazo hacia su paquete de cigarrillos.

– La investigación zozobraba -prosiguió Adamsberg-, las mujeres morían, y yo me hundía con ellas. Era una hermosa venganza para el asesino. ¿Puedo? -añadió señalando el paquete de cigarrillos.

Veyrenc se lo pasó y encendió los dos pitillos. Adamsberg siguió el movimiento de su mano. Ni un temblor, ni la menor emoción.

– Y ese hombre -dijo Adamsberg- es un miembro de la Brigada.

Veyrenc se pasó la mano por el pelo atigrado y soltó el humo alzando hacia Adamsberg una mirada estupefacta.

– Pero no tengo un solo elemento tangible contra él. Tengo las manos atadas. ¿Qué le parece, Veyrenc?

El teniente se echó la ceniza en la palma de la mano, y Adamsberg le acercó un cenicero.

– Lo buscábamos lejos, lanzando nuestra flota,

allende los océanos, a un asalto cruento.

Mas era de los nuestros, y fuimos engañados.

– Sí. Qué estupenda victoria, ¿eh? Un hombre inteligente manipulando él solo a veintisiete imbéciles.

– No estará pensando en Noel, ¿no? Lo conozco poco, pero no estoy de acuerdo. Es agresivo, pero no agresor.

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Entonces, ¿en quién piensa?

– Pienso en lo que dijo Retancourt apenas volvió en sí.

– ¿De verdad se refiere a los dos versos del Horacio ? -preguntó Veyrenc sonriendo.

– ¿Cómo sabe que los citó?

– Porque he ido llamando al hospital con frecuencia. Me lo dijo Lavoisier.

– Es usted muy atento para un ser nuevo.

– Retancourt es mi compañera de equipo.

– Creo que Retancourt hizo lo posible para indicarme al asesino, con las pocas fuerzas de que disponía.

– ¿Lo dudabais, señor,

que atribuís tan tarde valor a sus palabras,

descuidando el sentido y rozando el error?

– ¿Lo ha encontrado usted, Veyrenc, el sentido?

– No -dijo Veyrenc apartando la mirada para dejar caer la ceniza-. ¿Qué piensa hacer, comisario?

– Algo bastante banal. Pienso esperar al asesino allí adonde vaya. Las cosas se precipitan, sabe que Retancourt va a hablar. Le queda poco tiempo, ocho días o menos, al ritmo al que se recupera. Tiene que acabar como sea su mixtura antes de que le cortemos el camino. Así que expondremos a Francine, sin protección aparente.

– Muy clásico.

– Una carrera de velocidad no tiene nada de original, teniente. Dos tipos corren uno al lado del otro por una pista, y gana el más rápido. Eso es todo. Y, sin embargo, hace ya miles de años que miles de tipos siguen haciendo carreras. Pues es lo mismo. Él corre, yo corro. No se trata de innovar, se trata de impedir que llegue antes que nosotros.

– Pero el asesino imagina que vamos a tenderle este tipo de trampa.

– Naturalmente. Pero corre igual, porque no tiene elección. Como yo. Él tampoco busca ser original, busca ganar.

Y cuanto más primaria sea la trampa, menos desconfiará el asesino.

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