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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– De Gavelon.

– Sí, metiendo en las cápsulas una mezcla de las suyas o compuesta por ella. A Ariane siempre le han encantado los mejunjes y las mixturas, ¿lo sabías? Luego, sólo tuvo que esperar en Lille a que estuvieras fuera de combate.

– ¿Te lo ha dicho ella? ¿Te ha dicho que me había drogado?

– Todavía no ha pronunciado una sola palabra.

– Entonces ¿cómo puedes estar tan seguro?

– Porque es lo primero que intentó decirme Retancourt:

» Veralpostrerromanoensupostrersuspiro,

sóloyoserlacausaymorirdedeleite.

»No eligió ese verso por Camila ni por Corneille, sino por ti [10]. Retancourt pensaba en ti, en tus vapores. El romano eras tú, aniquilado por una mujer.

– ¿Por qué habló en verso?

– Por el Nuevo, Veyrenc, su compañero de equipo. Destiñe, sobre todo en ella. Y porque estaba flotando en una nube de neurolépticos que la enviaba de vuelta a la época del colegio. Lavoisier dice que uno de sus pacientes pasó tres meses revisando las tablas de restar.

– No veo qué tiene que ver Lavoisier en esto. Era químico y murió guillotinado en 1793. Sigue frotando.

– Te estoy hablando del médico que nos acompañó a Dourdan -dijo Adamsberg sacudiéndole de nuevo la cabeza.

– ¿Se llama Lavoisier? ¿Como Lavoisier? -preguntó Romain con voz sorda, bajo el trapo.

– Sí. Una vez que entendí que Retancourt se refería a ti, que quería decirnos a toda costa que una mujer era la causa de tus suspiros, el resto venía solo. Ariane te había invalidado para ocupar tu puesto. Ni yo ni Brézillon habíamos pedido que te sustituyera. Fue ella la que se ofreció. ¿Por qué? ¿Por la gloria? Ya la tenía.

– Para dirigir ella misma la investigación -dijo Romain emergiendo del trapo, con los pelos de punta.

– Y para hacerme caer al mismo tiempo. Yo la había humillado hace mucho tiempo. No olvida nada, no perdona nada.

– ¿Vas a llevar tú el interrogatorio?

– Sí.

– Llévame contigo.

Hacía meses que Romain no había tenido fuerzas para salir de su casa. Adamsberg dudaba de que pudiera ni siquiera bajar los tres pisos para llegar al coche.

– Llévame -insistió Romain-. Era mi amiga. Quiero verlo para creerlo.

– De acuerdo -dijo Adamsberg levantando a Romain por debajo de los brazos-. Apóyate en mí. Si te duermes en la Brigada, arriba hay cojines de espuma. Los puso Mercadet.

– ¿Mercadet toma cápsulas de excrementos de grulla?

Ariane se comportaba del modo más insólito que Adamsberg hubiera visto en un detenido. Estaba sentada al otro lado de la mesa, en principio frente a él, pero había girado la silla noventa grados, como para hablar a la pared, con la mayor naturalidad. Adamsberg fue entonces hasta la pared para verle la cara, pero ella giró de nuevo la silla en ángulo recto mirando hacia otra parte, hacia la puerta. No era miedo, ni mala voluntad, ni provocación por su parte. Pero, al igual que un imán rechaza otro, en cuanto el comisario se aproximaba, ella pivotaba en otra dirección. Exactamente como ese juguete que había tenido su hermana de niña, una pequeña bailarina que giraba cuando se le acercaba un espejo. Sólo más tarde comprendió que había dos imanes repeliéndose, uno disimulado en el pedestal de la bailarina -con leotardos rosas- y otro detrás del espejo. Ariane era, pues, la bailarina, y él era el espejo. Superficie reflectante que ella evitaba instintivamente para no ver a Omega en los ojos de Adamsberg. Él se veía entonces obligado a dar vueltas constantemente por el despacho mientras Ariane, inconsciente del movimiento, hablaba al vacío.

También resultaba evidente que ella no entendía en absoluto lo que se le reprochaba. Pero, sin hacer preguntas, sin indignarse, se mostraba dócil y casi consentidora, como si otra parte de sí misma supiera perfectamente lo que hacía allí y lo aceptara provisionalmente, simple vicisitud de un destino que ella dominaba. Adamsberg había tenido tiempo de recorrer unos cuantos capítulos de su libro y reconocía en esa actitud conflictiva y pasiva los síntomas desconcertantes de los disociados. Una fractura del ser que Ariane conocía tan íntimamente que había pasado años explorándola con pasión, sin comprender que su propio caso era el alma de la investigación. Ante el interrogatorio de un policía, Alfa no entendía nada y Omega callaba, oculta, prudente, buscando la conciliación y la salida.

Adamsberg suponía que Ariane, rehén de su incalculable orgullo, ni siquiera había perdonado la ofensa de las doce ratas, no había soportado la afrenta de la camillera robándole el marido delante de todo el mundo. Eso u otra cosa. Un día, el volcán había estallado, liberando rabia y castigos en una desenfrenada sucesión de erupciones. Cuyas deflagraciones mortales ignoraba Ariane la forense. La camillera había muerto un año después en un accidente de montaña, pero no por ello volvió el esposo. Éste encontró una nueva compañera, que murió a su vez en una vía de tren. Asesinato tras asesinato, Ariane ya estaba en camino hacia su objetivo final, la conquista de un poder superior al de todas las demás mujeres. Una dominación eterna que le ahorrase el cerco nauseabundo de sus semejantes. En el corazón de esa carrera, el odio implacable hacia los demás, que nadie sabría captar a menos que algún día Omega lo expresara.

Pero Ariane había tenido que aguantar pacientemente diez años, ya que la receta del Desanctisreliquis era muy clara: Cincoveceshabrávenidoeltiempodejuventudcuandohayasdeinvertirlo.Fueradelalcancedesufilo,pasayvuelveapasar.

Y en ese primer punto, Adamsberg y sus colaboradores habían cometido un grave error de cálculo al decidir multiplicar por cinco la edad de quince años. Atraídos hacia la pista de la enfermera, todos habían interpretado el texto de manera que correspondiera a los setenta y cinco años del ángel de la muerte. Pero en los tiempos en que se copiaba el Dereliquis , quince años era una edad adulta en que la mujer ya era madre y el hombre montaba a caballo. Se abandonaba eltiempodelajuventud a los doce años. Era, pues, a los sesenta cuando llegaba el momento de invertir el avance de la muerte y pasar fuera del alcance de su guadaña. Ariane iba a cumplir sesenta años cuando inició la serie de crímenes tanto tiempo meditados.

Adamsberg había iniciado la grabación oficial, el interrogatorio de Ariane Lagarde el seis de mayo a la una y veinte de la madrugada, bajo vigilancia por homicidios premeditados y tentativa de homicidios, en presencia de los agentes Danglard, Mordent, Veyrenc, Estalère y del doctor Romain.

– ¿Qué pasa, Jean-Baptiste? -preguntaba Ariane con la mirada amablemente puesta en la pared.

– Te leo el acta de acusación en su primera redacción -explicó con suavidad Adamsberg.

Sabía todo y no sabía nada, y su mirada, cuando Adamsberg la cruzaba fugazmente, era difícilmente sostenible, agradable y altiva, comprensiva y rabiosa, en ella se debatían sucesivamente Alfa y Omega. Una mirada sin consciencia que hacía perder pie a sus interlocutores, remitiéndolos a sus locuras íntimas, a la idea intolerable de que, quizá, detrás de su propio muro se ocultaban monstruos ignorados, dispuestos a abrir en ellos el cráter de un volcán desconocido.

Adamsberg enunció la larga lista de crímenes, pendiente de algún estremecimiento, de si al menos uno de ellos encendía alguna reacción en el rostro imperial de Ariane. Pero Omega era demasiado astuta para ponerse al descubierto y, agazapada tras su velo impenetrable, escuchaba sonriendo en la sombra. Y sólo esa sonrisa un tanto rígida y mecánica revelaba su existencia de reclusa.

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