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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– Porque, Ariane, yo ya tenía un fantasma en mi casa. Santa Clarisa. Ya ves lo insólito que es todo.

– Asesinada por un curtidor en 1771 -completó Danglard.

– A puñetazos -añadió Adamsberg-. No pierdas el hilo, Ariane, no puedes saberlo todo. Así que pensaba que era Clarisa la que andaba por el desván. O mejor dicho, que el viejo Lucio hacía su ronda. Él también tiene brillo propio, y no poco. Se preocupaba mucho cuando mi hijo Tom dormía conmigo. Pero no era él. Eras tú la que pasaba por allí arriba.

– Era ella.

– No hablarás nunca de Omega, ¿verdad, Ariane?

– Nadie habla de Omega. Creía que habías leído mi libro.

– En algunos disociados, eso lo escribiste tú, puede abrirse una brecha.

– Sólo en los imperfectos.

Adamsberg alargó el interrogatorio hasta la mitad de la noche. Habían tumbado a Romain en la sala de la máquina de bebidas, y a Estalère en una cama plegable. Danglard y Veyrenc apoyaban al comisario con el fuego cruzado de sus preguntas. Ariane, cansada, seguía siendo Alfa, sin oponer resistencia a la interminable sesión, sin negar ni entender nada de Omega.

A las cuatro cuarenta de la madrugada, Veyrenc se levantó cojeando y volvió con cuatro cafés.

– Yo lo tomo con una gota de leche de almendras -explicó amablemente Ariane sin volverse hacia la mesa.

– No tenemos -dijo Veyrenc-. Aquí no podemos hacer mezclas.

– Lástima.

– No sé si tendrán leche de almendras en la cárcel -dijo Danglard en un murmullo-. Allí el café es sopicaldo para perros, y la comida, una cochinada para las ratas. A los detenidos les dan de comer mierda.

– ¿Por qué demonios me habla de la cárcel? -preguntó Ariane dándole la espalda.

Adamsberg cerró los ojos, rogando a la tercera virgen que viniera en su auxilio. Pero a esas horas la tercera virgen estaba durmiendo en un moderno hotel de Évreux, entre sábanas azules y limpias, ignorándolo todo de las dificultades de su salvador. Veyrenc se tomó el café y dejó la taza con gesto descorazonado.

– Cesad pues, mi señor, esta lucha sin tregua.

Con fuerza y estrategia librasteis cien batallas,

a vuestro paso iban cayendo las murallas.

Mas ante vos se yergue un muro inexpugnable

que resistirá siempre y se llama Locura.

– Estoy de acuerdo, Veyrenc -dijo Adamsberg sin abrir los ojos-. Llévensela. A ella y su muro, sus mixturas y su odio; no la quiero ver más.

– Seis sílabas -observó Veyrenc-. No laquierovermás. No está nada mal.

– A este paso, Veyrenc, todos los policías seríamos poetas.

– Ojalá fuera verdad -dijo Danglard.

Ariane cerró su mechero con un gesto brusco, y Adamsberg abrió los ojos.

– Tengo que pasar por mi casa, Jean-Baptiste. No sé qué tramas ni por qué, pero tengo suficiente oficio para imaginármelo. Detención preventiva, ¿no es así? O sea que pasaré a recoger unas cosas.

– Te traeremos lo que necesites.

– No. Iré a buscarlas yo. No quiero que tus agentes pongan sus manazas en mi ropa.

Por primera vez, la mirada de Ariane, que Adamsberg sólo veía de perfil, se volvía dura y ansiosa. Ella misma habría diagnosticado que Omega se lanzaba al asalto. Porque Omega tenía algo que hacer, algo vital.

– Te acompañarán mientras hagas la maleta. No tocarán nada.

– No quiero que estén allí, quiero estar sola. Es privado, es íntimo. Puedes entenderlo. Si tienes miedo de que me vaya, deja a diez gilipollas delante de la puerta.

Diez gilipollas. Omega se aproximaba a la superficie. Adamsberg vigilaba el perfil de Ariane, su ceja, su labio, su barbilla, siguiendo el estremecimiento de sus nuevos pensamientos.

En la cárcel no habría leche de almendras, sólo café para perros. En la cárcel no habría mezclas, ni Violina , ni Granalla , ni menta ni marsala. Ni, sobre todo, su mixtura sagrada.

Y la mixtura estaba casi acabada. Sólo faltaban el vivo de la tercera virgen y el vino del año. Para el vino, podría arreglárselas, no era más que un excipiente, y llegado el caso podría usar agua. Faltaba el tercer vivo, claro, de modo que no podía aspirar a la eternidad. Pero la mezcla estaba casi acabada y podría garantizarle cierta longevidad. ¿Cuánta? ¿Un siglo? ¿Dos? ¿Diez? Lo suficiente para aguantar el tipo en la cárcel sin preocuparse y volver a empezar. Pero faltaba la mixtura.

Y era el miedo de no tomarla nunca lo que la hacía apretar el cigarrillo entre sus dientes. Entre ella y su tesoro conquistado con tanto afán se interponían cohortes de maderos.

Y ese tesoro constituía también la única prueba de los asesinatos. Ariane no confesaría nada. La mixtura, y sólo ella, con el pelo de Pascaline y de Élisabeth, el polvo de hueso de gato, de hombre, de ciervo, demostrarían que Ariane había seguido el tenebroso camino del Dereliquis. Recuperarla era tan decisivo para ella como para el comisario. Sin la medicación, no tenía demasiados medios de sostener la acusación. Nubes acumuladas por un paleador a la deriva en sus sueños, diría el juez, animado por Brézillon. La doctora Lagarde era tan célebre que los hilos reunidos por Adamsberg no pesarían mucho en la balanza.

– O sea que la mixtura está en tu casa -dijo Adamsberg sin dejar de mirar el rostro tenso de la forense-. En algún escondite sin duda inaccesible a los gestos cotidianos de Alfa. La quieres, y la quiero. Pero yo la conseguiré. Me costará el tiempo que sea, desmontaré el edificio entero, pero la encontraré.

– Como quieras -dijo Ariane soplando el humo, de nuevo indiferente y distendida-. Querría ir al baño.

– Veyrenc, Mordent, acompáñenla. Sujétenla bien.

Ariane salió del despacho, avanzando lentamente con sus zapatos altos, flanqueada por sus dos guardaespaldas. Adamsberg la siguió con la mirada, turbado por su cambio fulgurante, por el placer que parecía proporcionarle cada calada de su cigarrillo. Sonríes, Ariane. Te quito tu tesoro, y tú sonríes.

Conozco esa sonrisa. Era la misma en el café de Le Havre después de haber tirado mi cerveza. La misma cuando me convenciste de seguir a la enfermera. La sonrisa del vencedor frente al futuro perdedor. La sonrisa de tus triunfos. Voy a quitarte tu maldita mixtura, y tú sonríes.

Adamsberg se levantó de un salto y tiró a Danglard del brazo.

LXIV

Detrás del comisario, Danglard corría sin entender, con las piernas entumecidas de sueño, siguiéndolo hasta la puerta de los lavabos, custodiada por Veyrenc y Mordent.

– ¡Vamos, comandante! -ordenó Adamsberg-. ¡La puerta!

– Pero no podemos… -empezó a decir Mordent.

– ¡Tiren la puerta, me cago en la puta! ¡Veyrenc!

La puerta de los servicios cedió al tercer golpe de hombros de Veyrenc y del comisario. Carga de los bucardos, tuvo tiempo de pensar Adamsberg antes de agarrar el brazo de Ariane y de arrancarle un gran frasco de vidrio marrón que aferraba en su mano. La forense aulló. Y con ese largo grito, feroz y desgarrador, Adamsberg comprendió cuál podía ser la verdadera naturaleza de un Omega. Nunca más la atisbaría después. Ariane perdió el conocimiento y, cuando volvió en sí a los cinco minutos, en la celda, Alfa dominaba de nuevo, tranquila y sofisticada.

– La mixtura estaba en su bolso -dijo Adamsberg mirando fijamente la botellita-. Usó agua del lavabo para hacer la mezcla, iba a tomársela.

Alzó la mano e hizo girar con cuidado el frasco a la luz de la lámpara, examinando su espeso contenido, y los hombres contemplaban la botella como quien mira la santa Ampolla.

– Es inteligente -dijo Adamsberg-. Pero hay en ella una sonrisa sutil de Omega, una sonrisa de victoria y de astucia que no domina del todo. Sonrió una vez que estuvo segura de que yo creía que la mixtura estaba en su casa. Así que el frasco tenía que estar en otro sitio. Lo llevaba encima, naturalmente.

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