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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– ¿Por qué no se lo quitó usted del bolso? -dijo Mordent-. Fue muy arriesgado, la puerta de los lavabos es sólida.

– Porque no se me ocurrió antes, Mordent, sencillamente. Encierro el frasco en el maletero. Me reúno con vosotros y nos vamos.

Media hora después, Adamsberg cerraba la puerta de su casa con dos vueltas. Sacó delicadamente el frasco marrón del bolsillo de su chaqueta y lo puso en medio de la mesa. Luego vació una petaca de ron en el fregadero, la aclaró, introdujo un embudo y vertió lentamente la mitad de la mixtura. Mañana, el frasco marrón iría al laboratorio, quedaba suficiente medicación para llevar a cabo los análisis. Nadie había podido ver a través del vidrio oscuro el nivel exacto del líquido, nadie sabría que había extraído buena parte.

Al día siguiente iría a ver a Ariane en su celda. Y le daría discretamente la petaca. Así la forense pasaría sus días tranquila en prisión, segura de sobrevivir lo suficiente para proseguir su obra. Engulliría esa porquería en cuanto él le diera la espalda y se dormiría como un demonio saciado.

¿Y por qué se empeñaba en que Ariane pasara sus días tranquila cuando su grito desgarrado seguía sonando en sus oídos, henchido de demencia y de crueldad?, se preguntó Adamsberg levantándose, metiendo las dos botellas en su chaqueta. ¿Porque la había amado un poco, deseado un poco? Ni siquiera.

Se aproximó a la ventana y miró el jardín en la noche. El viejo Lucio estaba meando bajo el avellano. Adamsberg esperó unos instantes y fue hasta él. Lucio contemplaba el cielo velado, rascándose la picadura.

– ¿No duermes, hombre ? -preguntó-. ¿Has acabado tu trabajo?

– Casi.

– Difícil, ¿eh?

– Sí.

– Los hombres -suspiró Lucio-. Y las mujeres.

El viejo se alejó hacia el seto y volvió con dos botellines de cerveza fresca que destapó con los dientes.

– No digas nada a María, ¿eh? -dijo ofreciendo una a Adamsberg-. Las mujeres siempre andan complicándose la vida por todo. Es porque les gusta hacer las cosas a fondo, ¿entiendes? En cambio los hombres pueden ir aquí, allí, hacer las cosas deprisa y corriendo, acabarlas o dejarlo todo parado. Y una mujer, ¿entiendes?, puede seguir una misma idea durante días, meses, sin pimplar una sola cerveza.

– Hoy he detenido a una mujer justo antes de que acabara su trabajo.

– ¿Un trabajo importante?

– Gigantesco. Estaba preparando una pócima del demonio que quería tomarse a toda costa. Y he pensado que al fin y al cabo es mejor que se la tome. Para que haya acabado más o menos su trabajo. ¿No?

Lucio vació su botellín de golpe y lo lanzó por encima del muro.

– Claro, hombre.

El viejo volvió a su casa, y Adamsberg meó bajo el avellano. Claro, hombre. Si no, la picadura le escocería hasta el fin de sus días.

LXV

– Aquí es, Veyrenc, donde vamos a acabar la historia -dijo Adamsberg deteniéndose bajo un gran nogal.

A los dos días del arresto de Ariane Lagarde, y ante el escándalo que el suceso provocaba, Adamsberg había sentido la necesidad imperiosa de ir a mojarse los pies en el agua del Gave. Había comprado dos billetes a Pau y había arrastrado a Veyrenc sin pedirle su opinión. Habían llegado al valle de Ossau, y Adamsberg había conducido a su colega por el camino de las rocas hasta la capilla de Camalès. Desembocaron en el Prado Alto. Aturdido, Veyrenc miraba el campo que lo rodeaba, las cimas de la montaña. Nunca había vuelto a ese prado.

– Ahora que nos hemos librado de la Sombra, podemos sentarnos bajo la del nogal. No demasiado tiempo, ya sabemos que es fatal. Sólo lo suficiente para acabar con la picadura. Siéntese, Veyrenc.

– ¿Allí donde estaba?

– Por ejemplo.

Veyrenc recorrió cinco metros y se sentó con las piernas cruzadas en la hierba.

– ¿Ve al quinto chaval debajo del árbol?

– Sí.

– ¿Quién es?

– Usted.

– Yo. Tengo trece años. ¿Quién soy?

– El jefe de la pandilla de la aldea de Caldhez.

– Es verdad. ¿Cómo estoy?

– De pie. Está mirando la escena sin intervenir. Tiene las manos cruzadas en la espalda.

– ¿Por qué?

– Esconde un arma, o un palo, o no sé qué.

– Anteayer vio a Ariane cuando llegó a mi despacho. Tenía las manos en la espalda. ¿Llevaba un arma?

– Eso no tiene que ver. Estaba esposada.

– Y ésa es una excelente razón para tener las manos en la espalda. Yo estaba atado, Veyrenc, como una cabra al extremo de su cuerda. Tenía las manos atadas al árbol. Espero que entienda por qué no intervine.

Veyrenc pasó la mano por la hierba varias veces.

– Dígame.

Adamsberg se apoyó en el tronco del nogal, estiró las piernas, ofreció sus brazos al sol.

– Había dos pandillas rivales en Caldhez. La de la fuente, abajo, encabezada por Fernand el Bicho, y la del lavadero, arriba, que dirigíamos mi hermano y yo. Peleas, rivalidades, conspiraciones, todo eso nos entretenía mucho. O sea, juegos de niños, con la diferencia de que, al llegar Roland y unos cuantos más, la pandilla de la fuente se transformó en un ejército de cabrones. Roland tenía intención de aplastar la pandilla del lavadero y saquear la aldea. Una guerra de bandas a escala reducida. Resistíamos como podíamos, yo lo exasperaba más que nada. El día de la expedición contra usted, Roland vino a verme con Fernand y el Gordo Georges. «Te llevamos al espectáculo, mamón», me dijo. «Abre bien los ojos y cierra bien la boca, porque, si no te achantas, te haremos lo mismo.» Me llevaron hasta el Prado Alto y me ataron al árbol. Luego se metieron en la capilla y te esperaron. Siempre pasabas por allí cuando volvías del colegio. Se lanzaron sobre ti, y ya conoces el resto de la historia.

Adamsberg se dio cuenta de que había pasado al tuteo sin querer. Los niños no se tratan de usted. En el Prado Alto, los dos eran niños.

– Ya -dijo Veyrenc torciendo el gesto, no del todo convencido-. Este mensaje es nuevo, comprended que lo estudie, ¿cómo sé que no es reflejo de un embuste?

– Yo había logrado sacarme la navaja del bolsillo trasero. Y trataba, como en las películas, de cortar la cuerda. Pero nunca estamos en una película, Veyrenc. En una película, Ariane habría confesado. En la realidad, el muro resiste. La cuerda resistía, y yo sudaba al intentar cortarla. La navaja se me escurrió y cayó al suelo. Cuando te desmayaste, me desataron a toda prisa y me llevaron corriendo al camino de las rocas. Pasó mucho tiempo antes de que me atreviera a volver al Prado Alto a buscar mi navaja. La hierba había crecido, había pasado el invierno. Busqué por todas partes, nunca la encontré.

– ¿Y es grave?

– No, Veyrenc. Pero, si la historia es verdad, hay alguna posibilidad de que la navaja no se haya movido del sitio y se haya hundido en la tierra. El canto de la tierra, Veyrenc, ¿lo recuerda? Por eso he traído un pico. Va usted a buscar la navaja. Debería seguir abierta, tal como cayó. Llevaba mis iniciales grabadas en el mango de madera barnizada: JBA.

– ¿Por qué no la buscamos juntos?

– Porque usted duda demasiado, Veyrenc. Podría acusarme de haberla dejado caer al suelo al cavar. No, voy a alejarme, con las manos en los bolsillos, y me quedaré mirándolo. Nosotros también vamos a abrir una tumba para buscar un vivo recuerdo. Pero no creo que haya podido hundirse a más de quince centímetros de profundidad.

– No puede estar aquí -dijo Veyrenc-. Alguien puede haberla encontrado unos días después y habérsela llevado.

– Se habría sabido. Recuerde que la policía buscó el nombre del quinto chaval. Si hubieran encontrado mi navaja, con mis iniciales, se me habría caído el pelo. Pero nunca identificaron al quinto, y yo callé. No podía demostrar nada. Si mi historia es verdad, la navaja debe de estar aquí, desde hace treinta y cuatro años. Yo nunca habría abandonado por iniciativa propia mi navaja. Si no la recogí fue porque no pude. Porque estaba atado.

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