Veyrenc vaciló, se levantó y cogió el pico, mientras Adamsberg retrocedía a unos cuantos metros de él. La superficie de la tierra estaba dura, y el teniente cavó durante más de una hora al pie del nogal, pasando regularmente los dedos por los terrones para desmoronarlos. Adamsberg lo vio soltar el pico, recoger un objeto, frotar la tierra incrustada.
– ¿La tienes? -preguntó acercándose-. ¿Se lee algo?
– JBA -dijo Veyrenc acabando de limpiar el mango con el pulgar.
Dio la navaja a Adamsberg sin decir palabra. Cuchilla oxidada, mango desconchado, huecos de las iniciales llenos de tierra, perfectamente legibles. Adamsberg la giró entre sus dedos, esa navaja, esa puñetera navaja que no había cortado la cuerda, esa puñetera navaja que no lo había ayudado a apartar a ese niño ensangrentado de las manos de Roland.
– Si la quieres, es tuya -dijo Adamsberg ofreciéndosela al teniente-. Trata de cogerla siempre por la cuchilla. Por su viril principio de nuestra impotencia de ese día.
Veyrenc asintió y la aceptó.
– Me debes diez céntimos -añadió Adamsberg.
– ¿Por qué?
– Es una tradición. Cuando uno regala un objeto cortante a alguien hay que darle diez céntimos a cambio para anular el riesgo de herida. Lamentaría que te pasara algo por mi culpa. Te quedas con la navaja, y yo con la moneda.
En el tren de vuelta, una última preocupación agitaba el semblante de Veyrenc.
– Cuando uno es disociado -dijo sombrío-, no sabe lo que hace, ¿verdad? Borra todo recuerdo.
– Sí, en principio y según Ariane. Nunca sabremos si nos tomó el pelo para no confesar o si es una auténtica disociada. Ni si eso existe realmente.
– Si existiera -dijo Veyrenc levantando el labio en una falsa sonrisa-, ¿yo habría podido matar a Fernand y al Gordo Georges sin darme cuenta?
– No, Veyrenc.
– ¿Cómo puede estar seguro?
– Porque lo he comprobado. Tengo todos sus movimientos archivados en sus hojas de ruta, en la Brigada de Tarbes y en la de Nevers, donde estaba usted en la época de los asesinatos. El día del asesinato de Fernand, usted acompañaba un destacamento a Londres. El del asesinato del Gordo Georges, usted estaba arrestado.
– ¿Ah sí?
– Sí, por insultos a un superior. ¿Qué le había hecho?
– ¿Cómo se llamaba?
– Pleyel. Pleyel como el piano, sencilla y llanamente.
– Sí -recordó Veyrenc-. Era un tipo a la Devalon. Estábamos con un caso de corrupción política. En lugar de hacer su trabajo, siguió las órdenes del gobierno, tergiversó el proceso con falsos documentos, y el inculpado fue declarado inocente. Cometí unos versos inofensivos contra él, que no le gustaron.
– ¿Los recuerda?
– No.
Adamsberg sacó su libreta y la hojeó.
– Aquí están -dijo-.
»LaaltivezdelpudientedevastalaJusticia
convirtiendoenunsiervoalmayorpolicía.
LanguideceelEstado,cayendoenelabismo,
lasmanoscriminalesdeltiranolomatan.
» Resultado: quince días de arresto.
– ¿Dónde los ha encontrado? -preguntó Veyrenc sonriendo.
– Figuraban en la denuncia. Unos versos que ahora lo salvan del asesinato del Gordo Georges. Usted no ha matado a nadie, Veyrenc.
El teniente cerró rápidamente los párpados y relajó los hombros.
– No me ha dado los diez céntimos -dijo Adamsberg tendiendo la mano-. Me he despepitado por usted, me ha dado mucho trabajo.
Veyrenc depositó una moneda cobriza en la mano de Adamsberg.
– Gracias -dijo éste, guardándosela en el bolsillo-. ¿Cuándo va a dejar a Camille?
Veyrenc desvió la cabeza.
– Bueno -concluyó Adamsberg, apoyándose en la ventana para quedarse inmediatamente dormido.
Danglard había aprovechado el regreso anticipado de Retancourt a este mundo para decretar una pausa bajo los auspicios de la tercera virgen, tras haber subido unas botellas del sótano. En la turbulencia que siguió, sólo el gato permaneció plácido, doblado en dos sobre el poderoso antebrazo de Retancourt.
Adamsberg atravesó lentamente la sala, sintiéndose tan inepto como de costumbre para adaptarse a los regocijos colectivos. Cogió de paso el vaso que le ofrecía Estalère, sacó el móvil y marcó el número de Robert. La segunda ronda iba a empezar en el café de Haroncourt.
– Es el bearnés -dijo Robert a la asamblea de hombres, cubriendo el teléfono con la mano-. Dice que sus problemas de madero se han resuelto y que va a tomar algo pensando en nosotros.
Angelbert meditó su respuesta.
– Dile que de acuerdo.
– Dice que ha encontrado dos huesos de san Jerónimo en un piso, en una caja de herramientas -añadió Robert volviendo a tapar el teléfono-. Y que vendrá a devolverlos al relicario de Mesnil. Porque él no sabe qué hacer con ellos.
– Pues nosotros tampoco -dijo Oswald.
– Dice que, de todos modos, deberíamos avisar al cura.
– Tiene su lógica -dijo Hilaire-. El que Oswald pase de los huesos no quiere decir que no interesen al cura. El cura tendrá sus problemas de cura, digo yo, ¿no? Hay que entender las cosas.
– Dile que de acuerdo -zanjó Angelbert-. ¿Cuándo viene?
– El sábado.
Robert volvió al teléfono, concentrado, para transmitir la respuesta del ancestro.
– Dice que ha recogido guijarros de su río y que también nos los traerá, si no nos molesta.
– Pero ¿qué quiere que hagamos con ellos?
– Me da la impresión de que son un poco como las cuernas del Gran Rufo. Honores, vamos; y que así estamos en paz.
Los rostros indecisos se volvieron hacia Angelbert.
– Si decimos que no -dijo Angelbert-, podría ofenderse.
– Pues claro -marcó Achille.
– Dile que de acuerdo.
Apoyado en una pared, Veyrenc contemplaba las evoluciones de los agentes de la Brigada, a los que esa noche se habían unido el doctor Romain, también resucitado, y el doctor Lavoisier, que seguía de cerca el caso Retancourt. Adamsberg se desplazaba lentamente de un lado a otro, presente, ausente, presente, ausente, como la luz intermitente de un faro. Las sacudidas encajadas a lo largo de su carrera en pos de la sombra de Ariane dejaban aún ciertos rastros sombríos en su rostro. Había pasado tres horas con los pies en el agua del Gave, recogiendo guijarros, antes de reunirse con Veyrenc para tomar el tren de vuelta.
El comisario sacó un papel arrugado del bolsillo trasero e hizo una seña a Danglard para que se acercara. Danglard conocía esa pose y esa sonrisa. Fue hacia Adamsberg, receloso.
– Veyrenc diría que el destino se divierte haciéndonos extrañas pasadas. ¿Sabe que el destino es especialista en ironía y que eso es precisamente lo que lo distingue?
– Dicen que Veyrenc se va.
– Sí, se va a su montaña. Se va para pensar con los pies en el agua de su río y el pelo al viento, a ver si averigua si volverá con nosotros o no. No está decidido.
Adamsberg le dio el papel arrugado.
– He recibido esto esta mañana.
– No entiendo nada -dijo Danglard recorriendo las líneas.
– Es normal, es polaco. Dice que la enfermera acaba de morir, capitán. Por puro accidente. La atropelló un coche en Varsovia. Aplastada como una torta por un conductor de tres al cuarto que se saltó un semáforo, incapaz de distinguir la calzada de la acera. Y se sabe quién la atropelló.
– Un polaco.
– Sí. Pero no un polaco cualquiera.
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