Fred Vargas - El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano…
Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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Fred Vargas El ejército furioso Título original LArmés furieuse De la - фото 1

Fred Vargas

El ejército furioso

Título original: L’Armés furieuse

© De la traducción, Anne-Héléne Suárez Girard

Capítulo 1

Había un reguero de miguitas de pan desde la cocina hasta la habitación, hasta las sábanas limpias en que descansaba la anciana, muerta y con la boca abierta. El comisario Adamsberg las observaba en silencio, yendo y viniendo con paso lento junto a los fragmentos, preguntándose qué Pulgarcito, o qué ogro en este caso, las había dejado allí. La vivienda era un oscuro apartamento de tres habitaciones en una planta baja del distrito 18 de París.

En la habitación, la anciana tendida. En el comedor, el marido. Esperaba, sin impaciencia ni emoción, tan sólo mirando con anhelo el periódico doblado en la página del crucigrama que no se atrevía a seguir haciendo con tanto policía alrededor. Había contado su breve historia: su mujer y él se habían conocido en una compañía de seguros, ella era secretaria y él contable, se habían casado alegremente sin pensar que la cosa duraría cincuenta y nueve años. Y la mujer había muerto durante la noche. De un paro cardiaco, había precisado por teléfono el comisario del distrito 18. Clavado en la cama, había llamado a Adamsberg para que fuera en su lugar. Hazme ese favor, será máximo una hora, una rutina mañanera.

Una vez más, Adamsberg recorrió las migas. El apartamento estaba impecable, los sillones estaban protegidos con pañitos, las superficies de plástico relucientes, los cristales sin huella, los platos lavados. Remontó el reguero hasta la panera, que contenía media barra y, envuelto en un trapo limpio, un mendrugo vacio de miga. Volvió junto al marido, acercó una silla para aproximarse al sillón.

No hay buenas noticias esta mañana -dijo el viejo desprendiendo la mirada del periódico-. Hay que decir que este calor le hierve a uno el temperamento. Y eso que aquí, en la planta baja, se conserva bien el fresco. Por eso dejo cerradas las contraventanas. Y hay que beber, también eso dicen.

– ¿No se dio usted cuenta de nada?

– Ella estaba normal cuando me acosté. Yo siempre lo comprobaba, como era cardiaca… Fue esta mañana cuando vi lo que había pasado.

– Hay migas en la cama.

– A ella le gustaba. Comer algo acostada. Un trocito de pan, o una tostada, antes de dormir.

– Pues yo habría dicho que limpiaba las migas después.

– Sobre eso no cabe duda. Se pasaba el día limpiando como si le fuera la vida en ello. Al principio, no pasaba nada. Pero con los años se convirtió en una obnubilación. Era capaz de ensuciar para poder lavar. Tendría que haberla visto. Por otra parte, así se distraía, la pobre.

– Pero ¿y el pan? ¿No lo limpió anoche?

– Pues no, claro, si se lo llevé yo. Estaba demasiado débil para levantarse. Me ordenó que quitara las migas, eso sí, pero a mí me traen sin cuidado. De todos modos, ella lo habría hecho por la mañana. Volvía las sábanas todos los días. ¿Para qué? A saber.

– O sea que usted le llevó el pan a la cama y luego volvió a guardarlo en la panera.

– No. Lo tiré a la basura. El pan estaba demasiado duro para ella, no se lo pudo comer. Le llevé una tostada.

– Pues no está en la basura, sino en la panera.

– Sí, lo sé.

– Y no tiene miga dentro. ¿Se comió ella toda la miga?

– Por el amor de Dios, no, comisario. ¿Para qué iba a atiborrarse de miga? De miga rancia, encima. Es usted comisario, ¿verdad?

– Sí. Jean-Baptiste Adamsberg. Brigada Criminal.

– ¿Por qué no ha venido la policía del barrio?

– El comisario está en cama con gripe de verano. Y su equipo no está disponible.

– ¿Todos con gripe?

– No. Hubo una pelea la noche pasada. Dos muertos y cuatro heridos. Todo por una Vespa robada.

– Qué horror. Hay que decir que, con este calor, le hierve a uno el entendimiento. Yo me llamo Julien Tuilot, contable jubilado de la compañía ALLB.

– Sí, lo tengo anotado.

– Ella siempre me reprochó que me apellidara Tuilot, cuando su apellido de soltera era Kosquer, era más bonito. Y no deja de ser verdad, dicho sea de paso. Ya decía yo que tenía que ser comisario, con tanta pregunta sobre las migas de pan. Su colega del barrio no es así.

– ¿Le parece a usted que me ocupo demasiado de las migas?

– Haga lo que quiera, vamos. Para su informe, digo. Algo tendrá que poner en el informe, yo lo entiendo. En la ALLB no hacía otra cosa: informes y cuentas. Y aún, si hubieran sido informes honrados… Pero qué va. El jefe tenía su divisa; él siempre decía: una aseguradora no tiene que pagar aunque tenga que pagar. Cincuenta años de trampas así le dejan a uno el coco hecho un asco. Ya se lo decía a mi señora: mucho más útil sería que me lavaras el cerebro en vez de lavar las cortinas.

Julien Tuilot soltó una risita, puntuando su agudeza.

– Es que no entiendo lo del mendrugo.

– Para entenderlo hay que ser lógico, comisario, lógico y astuto. Yo, Julien Tuilot, soy ambas cosas. Llevo ganados dieciséis campeonatos de crucigramas de dificultad máxima en treinta y dos años. Una media de uno cada dos años, y todo con la cabeza. Lógico y astuto. Hay que decir que a esos niveles la cosa da dinero. Eso -dijo señalando el periódico- es de chiste, es para párvulos. Eso sí, obliga a sacar punta a los lápices con mucha frecuencia, y se hacen virutas. ¡Lo que habré tenido que oír, por culpa de las virutas de marras! ¿Qué le extraña tanto de ese pan?

– El hecho de que no esté en la basura, de que no me parezca tan rancio; y no entiendo por qué no tiene miga.

– Misterio doméstico -dijo Tuilot aparentemente divertido-. Eso es porque tengo dos pequeños inquilinos, Toni y Marie, una buena parejita, cariñosos como pocos, se aman de verdad. Pero a mi señora no le caen bien, lo crea o no. No hay que hablar mal de los muertos, pero la verdad es que lo intentó todo para matármelos. ¡Y yo llevo tres años desbaratando sus tretas! Lógico y astuto, ése es el secreto. Mi pobre Lucette, nunca podrás vencer a un campeón de crucigramas, le decía yo. Esos dos y yo hacemos un buen trío; saben que pueden contar conmigo, y yo con ellos. Una visita cada noche. Como son muy listos y muy delicados, nunca vienen antes de que Lucette se haya ido a la cama. Saben perfectamente que los espero, vamos. Toni siempre llega antes, es más grande, más fuerte.

– ¿Se comieron ellos la miga? ¿Cuando el pan estaba en la basura?

– Les encanta.

Adamsberg echó una ojeada al crucigrama, que no le pareció tan fácil, y apartó el periódico.

– ¿Quiénes son ellos, señor Tuilot?

– No me gusta hablar del tema, la gente lo desaprueba. La gente es muy cerrada.

– ¿Animales? ¿Perros, gatos?

– Ratas. Toni es más pardo que Marie. Se quieren tanto que, a menudo, en pleno banquete, lo interrumpen para acariciar la cabeza del otro con las patas. Si la gente no fuera tan limitada, vería espectáculos como ése. Marie es la más despierta de los dos. Después de la comida, se me sube encima del hombro y me pasa las zarpas por el pelo. Me peina, por así decirlo. Es su manera de darme las gracias. O de quererme, a saber. El caso es que reconforta. Y luego, después de decirnos montones de cosas cariñosas, nos despedimos hasta la noche siguiente. Se vuelven al sótano por el agujero que hay detrás del bajante. Un día, Lucette lo tapó todo con cemento. Pobre Lucette. No sabe hacer cemento.

– Entiendo -dijo Adamsberg.

El viejo le recordaba a Félix, que podaba viñas a ochocientos kilómetros de allí. Había domesticado una culebra con leche. Un día, un tipo mató a la culebra. Entonces Félix mató al tipo. Adamsberg volvió a la habitación, donde el teniente Justin velaba a la muerta en espera del médico.

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