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Fred Vargas: El ejército furioso

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Fred Vargas El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano… Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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– No serviría de nada. Una dice su nombre, y luego todo el mundo lo airea.

– ¿Y qué más le da?

– Problemas. Nadie debe saberlo.

Una lianta, pensó Adamsberg. Que quizá acabaría un día con dos grandes bolas de miga de pan en la garganta. Pero una lianta aterrorizada por un hecho preciso, y eso seguía preocupándolo. Gente que va a morir.

Habían desandado en dirección a la Brigada.

– Sólo he querido ayudarla. Llevaba rato viéndola aquí fuera.

– ¿Y ese hombre? ¿Va con usted? ¿El también me miraba?

– ¿Qué hombre?

– Ese, el del pelo raro, con mechas naranjas. ¿Va con usted?

Adamsberg alzó la mirada y vio a Veyrenc a veinte metros, apoyado en el marco de la puerta. No había entrado en el edificio; esperaba junto a la paloma, que tampoco se había movido.

– Lo hirieron a cuchilladas de pequeño -dijo Adamsberg-. Y en las cicatrices le ha crecido el pelo así. No le aconsejo hacer alusión al tema.

– No pensaba nada malo, no sé expresarme. Casi no hablo en Ordebec.

– No pasa nada.

– En cambio, mis hijos hablan mucho.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-, Pero ¿qué demonios le pasa a esa paloma? -añadió en voz baja-. ¿Por qué no vuela?

Cansado de la indecisión de la mujer, el comisario la abandonó para dirigirse hacia el pájaro inmóvil cruzándose con Veyrenc y su paso pesado. Muy bien, que se ocupe de ella si es que eso vale la pena. Se las arreglaría muy bien. El rostro compacto de Veyrenc era convincente, persuasivo, y en eso ayudaba poderosamente una sonrisa poco frecuente que alzaba bonitamente la mitad del labio. Una clara ventaja que Adamsberg había detestado [2] durante un tiempo y que los había enfrentado en una rivalidad destructora. Ambos acababan de borrar los pocos fragmentos residuales que quedaban de esa época. Mientras Adamsberg levantaba con las manos la paloma inmóvil, Veyrenc volvió hacia él sin prisa, seguido de la mujer transparente, que jadeaba un poco. En el fondo, era tan insignificante que posiblemente Adamsberg no la habría visto de no ser por el vestido floreado que le dibujaba el contorno. Era probable que, sin el vestido, no se la viera.

– Un hijo de perra le ha atado las patas -dijo a Veyrenc examinando el pájaro sucio.

– ¿Se ocupa también de las palomas? -preguntó la mujer sin ironía-. He visto muchas por aquí. No es muy higiénico.

– Pero ésta no son muchas, es una paloma a secas, una paloma sola. Es la diferencia.

– Claro -dijo la mujer.

Comprensiva y, al fin y al cabo, pasiva. Quizá se hubiera equivocado acerca de ella, y no acabaría con miga de pan en la garganta. Puede que no fuera una lianta. Puede que estuviera realmente en apuros.

– ¿Es porque le gustan las palomas? -preguntó la mujer.

Adamsberg levantó hacia ella su mirada vaga.

– No. Pero no me gustan los hijos de perra que les atan las patas.

– Claro.

– No sé si en su tierra se practica este juego, pero en París existe: atrapar un pájaro, atarle las patas con tres centímetros de cuerda. Entonces la paloma ya sólo puede andar a pasitos minúsculos y no puede volar. Agoniza lentamente de hambre y de sed. Es un juego. Y odio ese juego, y encontraré al tipo que se ha estado divirtiendo con esta paloma.

Adamsberg entró en la Brigada dejando a la mujer y a Veyrenc en la acera. La mujer miraba fijamente el pelo del teniente, muy moreno y estriado de chocantes mechas rojas.

– ¿De verdad va a ocuparse de eso? -preguntó desconcertada-. Pero si es demasiado tarde, ¿sabe? El comisario tenía muchas pulgas saltándole por el brazo. Eso demuestra que la paloma no tiene ni fuerzas para acicalarse.

Adamsberg confió el pájaro al gigante del equipo, la teniente Violette Retancourt, con fe ciega en su capacidad para curar el animal. Si Retancourt no salvaba la paloma, ninguna otra persona podría hacerlo. La mujer, muy alta y gruesa, había torcido el gesto, lo cual no era buena señal. El pájaro estaba en mal estado, la piel de las patas estaba serrada de tanto intentar deshacerse de la cuerda, que se había incrustado en la carne. Estaba desnutrido y deshidratado. Ya vería lo que se podía hacer, había concluido Retancourt. Adamsberg asintió, apretando brevemente los labios, como cada vez que se cruzaba con la crueldad. Y ese trozo de cuerda lo era.

Siguiendo a Veyrenc, la mujer pasó delante de la inmensa teniente con instintiva deferencia. Esta envolvía eficazmente el animal con una tela mojada. Más tarde, contó a Veyrenc, se ocuparía de las patas para tratar de extraer la cuerda. En las anchas manos de Retancourt, la paloma no intentaba siquiera moverse. Se dejaba cuidar, como cualquiera habría hecho en su lugar, inquieto y admirado a la vez.

La mujer se sentó, apaciguada, en el despacho de Adamsberg. Era tan estrecha que sólo ocupaba la mitad de la silla. Veyrenc se puso en una esquina, examinando el lugar que tan familiar le había resultado tiempo atrás. Sólo le quedaban tres horas y media para tomar una decisión. Una decisión ya tomada, según Adamsberg, pero que desconocía. Al atravesar la gran sala común, ya se había encontrado con la mirada hostil del comandante Danglard, que rebuscaba en los archivadores. A Danglard no sólo le molestaban sus versos, también le molestaba él.

Capítulo 3

La mujer había aceptado por fin dar su nombre, y Adamsberg lo estaba apuntando en una hoja cualquiera, descuido que la inquietó. Quizá el comisario no tuviera ninguna intención de ocuparse de ella.

– Valentine Vendermot, con «o» y «t» -repitió Adamsberg, pues tenía grandes dificultades con las palabras nuevas, y más aún con los nombres propios-. Y viene usted de Ardebec.

– De Ordebec. Está en Calvados.

– Tiene hijos, ¿no es así?

– Cuatro. Tres chicos y una chica. Soy viuda.

– ¿Qué ha pasado, señora Vendermot?

La mujer recurrió de nuevo a su voluminoso bolso, del cual extrajo un periódico local. Lo desplegó ligeramente y lo puso sobre la mesa.

– Es este hombre. Ha desaparecido.

– ¿Cómo se llama?

– Michel Herbier.

– ¿Es un amigo suyo? ¿Un pariente?

– Huy, no. Todo lo contrario.

– ¿Es decir?

Adamsberg esperó pacientemente la respuesta, que parecía difícil de formular.

– Lo odio.

– Ah, muy bien -dijo cogiendo el periódico.

Mientras Adamsberg se concentraba en el breve artículo, la mujer lanzaba miradas inquietas hacia las paredes, observando la de la derecha, luego la de la izquierda, sin que el comisario comprendiera el motivo de la inspección. Algo la atemorizaba de nuevo. Miedo a todo. Miedo a la ciudad, miedo a los demás, miedo al qué dirán, miedo a él. Tampoco entendía aún por qué había venido hasta aquí para hablarle de Michel Herbier si lo odiaba. El hombre, jubilado, cazador empedernido, había desaparecido de su domicilio con la moto. Tras una semana de ausencia, los gendarmes habían entrado en su casa por control de seguridad. Vieron que el contenido de los congeladores, abarrotados de piezas de todo tipo, había sido completamente desparramado por el suelo. Eso era todo.

– No puedo meterme en eso -se excusó Adamsberg devolviéndole el diario-. Si ese hombre ha desaparecido, comprenderá usted que es obligatoriamente la gendarmería local la que debe encargarse del caso. Y si sabe usted algo, es a ellos a quien hay que ir a ver.

– No puedo, señor comisario.

– ¿No se entiende usted con la gendarmería local?

– Eso es. Por eso el vicario me dio su nombre. Por eso he hecho este viaje.

– ¿Para decirme qué, señora Vendermot?

La mujer se alisó la bata floreada, cabizbaja. Hablaba más fácilmente si no la miraban.

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