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Fred Vargas: El ejército furioso

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Fred Vargas El ejército furioso

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El infalible comisario Adamsberg tendrá que enfrentarse a una terrorífica leyenda medieval normanda, la del Ejército Furioso: una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques tomándose la justicia por su mano… Una señora menuda, procedente de Normandía, espera a Adamsberg en la acera. No están citados, pero ella no quiere hablar con nadie más que con él. Una noche su hija vio al Ejército Furioso. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia tranquila se sienten amenazados. Esta vieja leyenda será la señal de partida para una serie de asesinatos que se van a producir. Aunque el caso ocurre lejos de su circunscripción, Adamsberg acepta ir a investigar a ese pueblo aterrorizado por la superstición y los rumores. Ayudado por la gendarmería local, por su hijo Zerk y por sus colaboradores habituales, tratará de proteger de su macabro destino a las víctimas del Ejército Furioso.

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Veyrenc pidió dos cafés al dueño, un hombre grueso cuyo humor, siempre gruñón, empeoraba con el calor. Su mujer, una corsa menuda y muda, pasaba cual hada negra llevando los platos.

– Un día -dijo Adamsberg señalándola con un gesto- lo asfixiará con dos puñados de miga de pan.

– Es muy posible -asintió Veyrenc.

– Sigue esperando en la acera -dijo Adamsberg tras una nueva mirada por la ventana-. Lleva casi una hora esperando bajo este sol de plomo. No sabe qué hacer, qué decidir.

Veyrenc siguió la mirada de Adamsberg, que examinaba a una mujer bajita y enjuta, pulcramente vestida con una bata floreada de las que no se encuentran en las tiendas de París.

– No puedes estar seguro de que esté allí por ti. No está frente a la Brigada, va y viene a diez metros de allí. Debe de tener una cita y le han dado plantón.

– Es por mí, Veyrenc, no cabe duda. ¿A quién se le ocurriría dar cita a alguien en esta calle? Tiene miedo, eso es lo que me preocupa.

– Es porque no es de París.

– Incluso puede que sea la primera vez que viene. Lo cual quiere decir que tiene un problema serio. Lo cual no resuelve el tuyo, Veyrenc: llevas meses pensando con los pies en tu río y aún no te has decidido.

– Podrías ampliar el plazo.

– Ya lo hice. A las seis de esta tarde tienes que haber firmado, o no. Que volver a ser policía o no. Te quedan cuatro horas y media -añadió al desgaire Adamsberg mientras consultaba el reloj, más exactamente los dos relojes que llevaba en la muñeca sin que nadie supiera exactamente por qué.

– Tengo todo el tiempo del mundo -dijo Veyrenc removiendo el café.

El comisario Adamsberg y el exteniente Louis Veyrenc de Bilhc, oriundos de sendos pueblos de los Pirineos, tenían en común una especie de tranquilidad desprendida que resultaba bastante desconcertante. En Adamsberg podía presentar todos los signos de una falta de atención y una indiferencia chocantes. En Veyrenc, ese desapego generaba alejamientos inexplicables y una obstinación persistente, en ocasiones maciza y silenciosa, eventual mente marcada por arranques de ira. Cosas de la vieja montaña, decía Adamsberg sin buscar más justificación. La vieja montaña no puede producir gramíneas divertidas y juguetonas como las hierbas ondulantes de las grandes praderas.

– Salgamos -dijo Adamsberg pagando de repente la comida-, la mujer se irá si no. Mira, ya se está desanimando, la invade la duda.

– Yo también dudo -dijo Veyrenc tomándose el café de un trago-. Pero a mí no me ayudas.

– No.

– Muy bien. Así va el que vacila, por meandros, rodeos, / Solo y sin una mano que le brinde socorro.

– Uno siempre conoce su decisión mucho antes de tomarla. En realidad, desde el principio. Por eso los consejos no sirven de nada. Salvo para decirte una vez más que tus versificaciones irritan al comandante Danglard. No le gusta que se destroce el arte poético.

Adamsberg saludó al dueño con gesto sobrio. Era inútil decirle nada, al orondo hombre no le gustaba; o, para ser más precisos, no le gustaba ser simpático. Era como su establecimiento: desangelado, ostensiblemente popular y casi hostil a la clientela. La lucha era áspera entre ese orgulloso bareto y la opulenta brasserie de enfrente. A medida que la Brasserie des Philosophes acentuaba su aspecto de vieja burguesa rica y estirada, el Cubilete empobrecía su apariencia, en una lucha social sin piedad entre ambos establecimientos. «Algún día», mascullaba el comandante Danglard, «habrá un muerto». Sin contar con la corsa menuda que atiborraría el gaznate a su marido con miga de pan.

Al salir del café, Adamsberg bufó al contacto con el aire ardiente y se dirigió con cautela hacia la mujer bajita y enjuta, que seguía apostada a unos pasos de la Brigada. Había una paloma en el suelo, delante de la puerta del edificio, y pensó que, si al pasar hacía que el pájaro levantara el vuelo, la mujer volaría con él por mimetismo. Como si fuera leve, volátil, capaz de desaparecer cual brizna al viento. De cerca, calculó que debía de tener unos sesenta y cinco años. Había tenido cuidado de ir a la peluquería antes de viajar a la capital, unos bucles amarillentos resistían en sus cabellos grises. Cuando habló Adamsberg, la paloma no se inmutó, y la mujer se volvió hacia él con semblante temeroso. Adamsberg se expresó lentamente, preguntándole si necesitaba ayuda.

– No, gracias -contestó la mujer desviando la mirada.

– ¿No quiere entrar? -dijo Adamsberg señalando el viejo edificio de la Brigada Criminal-, Para hablar con un policía, o algo. Porque en esta calle, aparte de eso, no hay gran cosa más que hacer.

– Pero, si la policía no le hace caso a uno, no sirve de nada ir allí -dijo ella retrocediendo unos pasos-. La policía no la cree a una, ¿sabe?

– Pero es allí adónde iba usted, ¿no? A la Brigada…

La mujer bajó las cejas casi transparentes.

– ¿Es la primera vez que viene a París?

– Sí, desde luego. Y tengo que estar de vuelta esta noche. No tienen que darse cuenta.

– ¿Ha venido a ver a un policía?

– Sí. Bueno, puede que sí.

– Soy policía. Trabajo allí.

La mujer echó una ojeada al atuendo un tanto descuidado de Adamsberg y pareció decepcionada o escéptica.

– Entonces debe de conocerlos bien.

– Sí.

– ¿A todos?

– Sí.

La mujer abrió su gran bolso marrón, raído por los lados, y sacó un papel que desdobló con esmero.

– El señor comisario Adamsberg -leyó con aplicación-. ¿Lo conoce?

– Sí. ¿Viene de lejos para verlo?

– De Ordebec -dijo como si esa confesión personal le costara.

– No me suena.

– Digamos que está cerca de Lisieux.

Normandía, pensó Adamsberg, lo cual podía explicar la reticencia a hablar de la mujer. El comisario había conocido a varios normandos, unos «calladizos» a quienes había tardado días en domesticar. Como si soltar unas cuantas palabras equivaliera a dar un doblón de oro no necesariamente merecido. Adamsberg echó a andar, animando a la mujer a que lo acompañara.

– Hay policía en Lisieux -dijo-. Incluso puede que la haya en Ordebec. En su tierra hay gendarmes, ¿no?

– No me harían caso. Pero el vicario de Lisieux, que conoce al cura de Mesnil-Beauchamp, dijo que el comisario de aquí podría escucharme. El viaje me ha salido caro.

– ¿Se trata de algo grave?

– Sí, claro que es grave.

– ¿Un asesinato? -insistió Adamsberg.

– Puede, sí. Bueno, no. Es gente que va a morir. Tengo que avisar a la policía, ¿no?

– ¿Gente que va a morir? ¿Han recibido amenazas?

Ese hombre la tranquilizaba un poco. París la asustaba, y su decisión todavía más: irse a escondidas, engañar a los hijos. ¿Y si el tren no la llevaba de vuelta a tiempo? ¿Y si llegaba tarde al autobús de línea? El policía hablaba con suavidad, un poco como si cantara. Sin duda no era de su tierra. No, más bien un hombrecillo del sur, de piel morena y rasgos marcados. A él le habría contado de buena gana su historia, pero el vicario había sido muy tajante. Tenía que ser al comisario Adamsberg y a nadie más. Y el vicario no era cualquiera; era primo del antiguo fiscal de Rouen, que sabía mucho de policías. Le había dado el nombre de Adamsberg a regañadientes, desaconsejándole que hablara y seguro de que la mujer no haría el viaje. Pero no podía quedarse agazapada mientras se desarrollaban los acontecimientos. No fuera que pasara algo a los hijos.

– Sólo puedo hablar con este comisario.

– Yo soy el comisario.

La mujer pareció a punto de rebelarse, a pesar de su fragilidad.

– Entonces ¿por qué no lo ha dicho enseguida?

– Tampoco sé quién es usted.

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