– Naturalmente, parece que una coincidencia me encaminó hacia Haroncourt. ¿Fatalidad? ¿Destino? No, tú haces el destino. Tú hiciste contratar a Camille para el concierto. Nunca entendió por qué la había llamado la orquesta de Leeds. Así me llevaste al lugar de los hechos. A partir de entonces, pudiste dirigirme a tu antojo, seguir los acontecimientos y sustituir el azar. Pedir a Hermance que me llamara para examinar el cementerio de Opportune. Y pedirle que dejara de alojarme, no fuera a hablar demasiado. Una mujer como tú manipula a la pobre Hermance como arcilla blanda. Porque conoces la región a fondo, es la tierra de tu tiempodejuventud,pasayvuelveapasar. El antiguo cura de Mesnil, el padre Raymond, era primo apartado tuyo en segundo grado. Tus padres adoptivos te criaron en el palacio de Écalart, a cuatro kilómetros de las reliquias de san Jerónimo. Y el viejo cura se ocupó tanto de ti, leyéndote sus libros antiguos, dejándote el privilegio de tocar las costillas de san Jerónimo, que la gente cuenta callando que eras su hija, «hija del pecado» dicen algunos. ¿Lo recuerdas?
– Era un amigo de la familia -recordó la forense sonriendo a su infancia y a la pared-, un pelma que me daba la paliza con sus libros de magia. Pero le tenía cariño.
– ¿Le interesaba la receta del Dereliquis ?
– Creo que sólo le interesaba eso. Y yo. Se le metió en la cabeza la idea de preparar esa cosa. Era un viejo chalado, con sus chifladuras. Un hombre muy especial. Para empezar, tenía un hueso peneano.
– ¿El cura? -preguntó Estalère espantado.
– Se lo había quitado al gato del vicario -dijo Ariane riendo casi-. Y luego quiso huesos de ciervo.
– ¿Qué huesos?
– Del corazón.
– Antes has dicho que no los conocías.
– Yo no, pero él sí.
– ¿Y los consiguió? ¿Preparó la receta contigo?
– No. Al pobre hombre lo destrozó una cornada del segundo ciervo. Las puntas le reventaron el vientre, y murió.
– ¿Y tú quisiste volver a empezar?
– ¿Volver a empezar qué?
– La receta, la mezcla.
– ¿Qué mezcla? ¿La Granalla ?
Fin del circuito, pensó Adamsberg dibujando ochos en la hoja como hiciera con la ramilla incandescente, dejando pasar un largo silencio.
– Los que dicen que Raymond era mi padre son unos cretinos -prosiguió Ariane inopinadamente-. ¿Vas alguna vez a Florencia?
– No, voy a la montaña.
– Pues, si fueras, verías dos seres rojos cubiertos de escamas, de pústulas, testículos y mamas colgantes.
– Sí, por qué no.
– Nada de «por qué no», Jean-Baptiste. Los verías y punto.
– ¿Y qué? ¿Qué pasaría?
– Nada. Están pintados en un cuadro de Fra Angelico. No vas a ponerte a hablar con un cuadro, ¿o sí?
– No, de acuerdo.
– Son mis padres.
Ariane dirigió a la pared una sonrisa indecisa.
– Así que deja de tocarme las narices con el tema, haz el favor.
– Yo no lo he sacado.
– Están allí, déjalos allí.
Adamsberg lanzó una mirada a Danglard, que le dio a entender mediante signos que Fra Angelico existía efectivamente, que había seres con pústulas en sus cuadros, pero que nada indicaba que el artista hubiera representado a los padres de Ariane, habida cuenta de que vivió en el siglo XV.
– ¿Y recuerdas Opportune? -preguntó Adamsberg-. Los conoces de toda la vida. Para ti fue fácil aparecer en el cementerio ante el impresionable Gratien, que esperaba en el camino todos los viernes a medianoche. Era fácil saber que Gratien se lo contaría a su madre, y su madre a Oswald. Fue fácil gobernar a Hermance. Me condujiste adonde quisiste, pilotándome como un autómata, tras la pista de los cadáveres que ibas sembrando, y yo descubriendo, y que luego yo entregaba a tu autopsia competente. Pero no habías previsto que el nuevo cura hablara del Dereliquis, ni que Danglard mostrara interés. Incluso eso ¿qué importancia tenía? Tu drama, Ariane, fue que Veyrenc lo memorizara. Genio insólito, impensable, pero auténtico. Y que Retancourt sobreviviera al Novaxon. Resistencia insólita, impensable. Y que la muerte de los ciervos afectara a unos hombres. Y que Robert, con su pena insólita, me arrastrara hasta el cuerpo del Gran Rufo. Y que el corazón del animal se grabara en mi memoria, y que yo me llevara sus cuernas. Esa parte insólita de cada ser, su brillo individual, sus originalidades de efectos incalculables, a ti nunca te preocuparon, ni se te pasaron por la cabeza. Los demás sólo te gustan muertos. ¿Los demás? ¿Qué son los demás? Fruslerías, miríadas de seres insignificantes, una nimia masa humana. Y ha sido despreciándolos, Ariane, como has caído.
Adamsberg estiró los brazos, cerró los ojos, consciente de que la incredulidad y el mutismo de Ariane formaban murallas infranqueables. Los discursos de ambos rodaban como trenes paralelos sin esperanza de cruzarse.
– Háblame de tu marido -prosiguió apoyando los codos en la mesa-. ¿Qué es de él?
– ¿Charles? -preguntó Ariane alzando las cejas-. Llevo años sin verlo. Y cuanto menos lo veo, mejor me encuentro.
– ¿Estás segura?
– Segurísima. Charles es un fracasado que no piensa más que en tirarse a camilleras. Tú lo sabes.
– Pero no te has vuelto a casar después de que te dejara. ¿No has tenido ninguna pareja?
– ¿Y a ti qué coño te importa?
La única fisura en la postura de Ariane. Su voz bajaba a tonos graves, su vocabulario se relajaba. Omega se asomaba a la cresta del muro.
– Al parecer, Charles te sigue queriendo.
– Vaya. No me extrañaría de ese desgraciado.
– Al parecer, va tomando conciencia de que las camilleras no valen lo que tú.
– Por supuesto. No irás a compararme con esas cerdas, Jean-Baptiste.
Estalère se inclinó hacia Danglard.
– ¿También las cerdas tienen un hueso en el morro? -preguntó en voz baja.
– Supongo que sí -contestó Danglard indicándole que se ocuparían del tema más adelante.
– Al parecer, Charles volverá a ti -prosiguió Adamsberg-. Es lo que se dice en Lille.
– Vaya.
– Pero ¿no temes ser demasiado vieja cuando vuelva?
Ariane lanzó una risita casi mundana.
– El envejecimiento, Jean-Baptiste, es un proyecto perverso producto de la imaginación viciosa de Dios. ¿Qué edad me echas? ¿Sesenta años?
– No, en absoluto -dijo espontáneamente Estalère.
– Cállate -dijo Danglard.
– ¿Lo ves? Hasta el joven lo sabe.
– ¿Qué?
Ariane sacó otro cigarrillo, reconstituyendo mediante el velo de humo la pantalla que la protegía de Omega.
– Fuiste a mi casa poco antes de que me mudara, para hacer un reconocimiento y desbloquear la puerta del desván. Esa noche, por poco asustas al sabio Lucio Velasco. ¿Qué te habías puesto en la cara? ¿Una máscara? ¿Una media?
– ¿Quién es Lucio Velasco?
– Mi vecino español. Una vez abierta la puerta del desván, ya podías entrar y salir a tu antojo. Hiciste varias visitas, por la noche, andando con cuidado por ahí arriba y saliendo inmediatamente.
Ariane dejó caer la ceniza al suelo.
– ¿Oíste pasos arriba?
– Sí.
– Es ella, Jean-Baptiste. Claire Langevin. Te anda buscando.
– Sí, eso es lo que querías hacernos creer. Yo tenía que hablar de esas visitas nocturnas, alimentar el fantasma de la enfermera que acecha, dispuesta a atacar. Y habría atacado, efectivamente, por mediación tuya, con jeringuilla y escalpelo. ¿Sabes por qué no me preocupé? No, eso no lo sabes.
– Deberías preocuparte. Es peligrosa, luego no digas que no te he avisado.
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