Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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Fred Vargas La tercera virgen Traducción del francés de AnneHélène Suárez - фото 1

Fred Vargas

La tercera virgen

Traducción del francés de Anne-Hélène Suárez Girard

Título original: Dans les bois éternels

I

Sujetando la cortina de la ventana con una pinza de la ropa, Lucio podía observar más a sus anchas al nuevo vecino. Era un tipo bajito y moreno que estaba construyendo un muro de bloques de hormigón, sin plomada y con el torso desnudo bajo un fresco viento de marzo. Después de una hora de vigilancia, Lucio sacudió rápidamente la cabeza, como una lagartija pone fin a su siesta estática, despegando de sus labios la colilla apagada.

– Ése -dijo enunciando por fin su diagnóstico-, sin plomada y a su bola. Va en su burro, siguiendo su brújula. Como le da la gana.

– Pues déjalo -dijo su hija sin convicción.

– Sé lo que tengo que hacer, María.

– Lo que pasa es que te gusta preocupar a la gente con tus historias.

El padre chasqueó la lengua.

– No dirías eso si tuvieras insomnio. La otra noche la vi, como te estoy viendo a ti ahora.

– Sí, ya me lo dijiste.

– Pasó delante de las ventanas del primer piso, lenta como un espectro.

– Ya -dijo María, indiferente.

El anciano se había erguido, apoyándose en su bastón.

– Era como si estuviera esperando la llegada del nuevo, como si se preparara para su presa. Para él -añadió señalando la ventana con la barbilla.

– A él -dijo María-, lo que le digas le entrará por un oído y le saldrá por el otro.

– Lo que haga es asunto suyo. Dame un cigarrillo, voy a ponerme en camino.

María puso directamente el cigarrillo entre los labios de su padre y lo encendió.

– María, leñe, quítale el filtro.

María obedeció y ayudó a su padre a ponerse el abrigo. Luego le metió en el bolsillo un pequeño transistor de donde salían, crepitando, palabras ininteligibles. El viejo nunca se separaba de él.

– No seas muy bestia con el vecino -le dijo, ajustándole la bufanda.

– El vecino está curado de espanto, créeme.

Adamsberg había estado trabajando despreocupado bajo la vigilancia del viejo de enfrente, preguntándose cuándo vendría a tantearlo en persona. Lo miró atravesar el pequeño jardín con paso oscilante, alto y digno, hermoso rostro surcado de arrugas, pelo blanco intacto. Adamsberg iba a tenderle la mano cuando se dio cuenta de que el hombre no tenía antebrazo derecho. Levantó la paleta en señal de bienvenida y posó sobre él una mirada tranquila y vacía.

– Puedo prestarle mi plomada -dijo el viejo con cortesía.

– Ya me las arreglo así -respondió Adamsberg calando otro bloque-. En mi tierra siempre hemos hecho los muros a ojo, y todavía están en pie. Torcidos, pero en pie.

– ¿Es usted albañil?

– No, soy madero. Comisario de policía.

El anciano apoyó su bastón contra el nuevo muro y se abrochó la chaqueta hasta la barbilla, mientras asimilaba la información.

– ¿Busca droga y cosas así?

– Cadáveres. Estoy en la Brigada Criminal.

– Bien -dijo el viejo tras un ligero sobresalto-. Pues yo estuve en una cuadrilla.

Guiñó un ojo a Adamsberg.

– Pero no de ladrones, ¿eh?, de obreros de carpintería. Poníamos tarimas de madera.

Un graciosillo, en sus tiempos, pensó Adamsberg dirigiendo una sonrisa de complicidad a su nuevo vecino, que parecía apto para distraerse con cualquier cosa sin ayuda de nadie. Un guasón, un chistoso, pero con unos ojos negros que te taladraban vivo.

– Roble, haya, pino. Si me necesita, ya sabe dónde me tiene. En su casa sólo hay baldosa de barro.

– Sí.

– Es menos cálido que la tarima. Me llamo Velasco, Lucio Velasco Paz. Empresa Velasco Paz e hija.

Lucio Velasco sonreía abiertamente, sin apartar sus ojos del rostro de Adamsberg, inspeccionándolo palmo a palmo. Ese viejo estaba dando rodeos, ese viejo tenía algo que decirle.

– María es la que lleva ahora la empresa. Tiene la cabeza bien puesta; que no le vengan con cuentos, que no le gusta.

– ¿Qué tipo de cuentos?

– Cuentos de fantasmas, por ejemplo -dijo el hombre, arrugando sus ojos negros.

– No se preocupe, no conozco cuentos de fantasmas.

– Ya; uno dice eso y, un buen día, conoce uno.

– Puede ser. No lleva la radio bien sintonizada. ¿Quiere que se la arregle?

– ¿Para qué?

– Para oír los programas.

– No, hombre [1] , no. No quiero escuchar esas tonterías. A mis años, uno tiene derecho a no dejarse engañar.

– Por supuesto -dijo Adamsberg.

Si el vecino quería pasearse con un transistor sin sintonizar en el bolsillo y si quería llamarlo hombre , allá él.

El viejo hizo de nuevo una pausa mientras escrutaba el modo en que Adamsberg colocaba los bloques.

– ¿Está contento con esta casa?

– Mucho.

Lucio hizo una broma ininteligible y se echó a reír. Adamsberg sonrió amablemente. Había algo juvenil en su risa, pese a que el resto de su postura parecía indicar que era más o menos responsable del destino de los hombres en este mundo.

– Ciento cincuenta metros cuadrados -prosiguió el viejo-. Un jardín, una chimenea, un sótano, una leñera. Eso en París ya no se encuentra. ¿No se ha preguntado por qué la ha conseguido por cuatro reales?

– Por vieja y destartalada, supongo.

– ¿Y no se ha preguntado por qué nunca la han tirado?

– Está al fondo de una callejuela, no molesta a nadie.

– De todos modos, hombre. Ni un comprador en seis años. ¿No le extraña eso?

– Digamos, señor Velasco, que soy difícil de extrañar.

Adamsberg raspó el exceso de cemento con la paleta.

– Pero suponga que le extraña -insistió el viejo-. Suponga que se pregunta por qué la casa no encontraba comprador.

– Porque el retrete está fuera. La gente ya no soporta esas cosas.

– Podrían haber construido un muro para unirlo a la casa, como está haciendo usted.

– No lo hago por mí. Es por mi mujer y mi hijo.

– ¡Me cago en la!, ¿no irá a traer una mujer aquí?

– No creo. Vendrán de paso.

– Pero ¿y ella? Ella no dormirá aquí, ¿verdad? ¿Ella?

Adamsberg frunció el ceño mientras la mano del viejo se posaba sobre su brazo, buscando su atención.

– No se crea usted más listo que nadie -dijo el anciano bajando el tono de voz-. Venda. Hay cosas que se nos escapan. Que están fuera de nuestro alcance.

– ¿Qué cosas?

Lucio movió los labios, mascullando su cigarrillo apagado.

– ¿Ve esto? -dijo levantando el brazo derecho.

– Sí -contestó Adamsberg con respeto.

– Lo perdí a los nueve años, en la Guerra Civil.

– Sí.

– Y a veces me pica. Me pica el trozo que me falta, sesenta y nueve años después. En un sitio muy preciso, siempre el mismo -dijo el viejo señalando un punto en el aire-. Mi madre sabía por qué: es la picadura de la araña. Cuando perdí el brazo, no había acabado de rascarme. Así que me sigue picando.

– Sí, claro -dijo Adamsberg, removiendo en silencio el cemento.

– Porque la picadura no había terminado su vida, ¿entiende? Exige lo que es suyo, se venga. ¿No le recuerda a nada?

– A las estrellas -sugirió Adamsberg-. Brillan después de muertas.

– Sí, por qué no -admitió el viejo, sorprendido-. O el sentimiento: por ejemplo, un chico que sigue enamorado de una chica, o al revés, cuando todo se ha ido al garete. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– Sí.

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