Fred Vargas
La tercera virgen
Traducción del francés de Anne-Hélène Suárez Girard
Título original: Dans les bois éternels
Sujetando la cortina de la ventana con una pinza de la ropa, Lucio podía observar más a sus anchas al nuevo vecino. Era un tipo bajito y moreno que estaba construyendo un muro de bloques de hormigón, sin plomada y con el torso desnudo bajo un fresco viento de marzo. Después de una hora de vigilancia, Lucio sacudió rápidamente la cabeza, como una lagartija pone fin a su siesta estática, despegando de sus labios la colilla apagada.
– Ése -dijo enunciando por fin su diagnóstico-, sin plomada y a su bola. Va en su burro, siguiendo su brújula. Como le da la gana.
– Pues déjalo -dijo su hija sin convicción.
– Sé lo que tengo que hacer, María.
– Lo que pasa es que te gusta preocupar a la gente con tus historias.
El padre chasqueó la lengua.
– No dirías eso si tuvieras insomnio. La otra noche la vi, como te estoy viendo a ti ahora.
– Sí, ya me lo dijiste.
– Pasó delante de las ventanas del primer piso, lenta como un espectro.
– Ya -dijo María, indiferente.
El anciano se había erguido, apoyándose en su bastón.
– Era como si estuviera esperando la llegada del nuevo, como si se preparara para su presa. Para él -añadió señalando la ventana con la barbilla.
– A él -dijo María-, lo que le digas le entrará por un oído y le saldrá por el otro.
– Lo que haga es asunto suyo. Dame un cigarrillo, voy a ponerme en camino.
María puso directamente el cigarrillo entre los labios de su padre y lo encendió.
– María, leñe, quítale el filtro.
María obedeció y ayudó a su padre a ponerse el abrigo. Luego le metió en el bolsillo un pequeño transistor de donde salían, crepitando, palabras ininteligibles. El viejo nunca se separaba de él.
– No seas muy bestia con el vecino -le dijo, ajustándole la bufanda.
– El vecino está curado de espanto, créeme.
Adamsberg había estado trabajando despreocupado bajo la vigilancia del viejo de enfrente, preguntándose cuándo vendría a tantearlo en persona. Lo miró atravesar el pequeño jardín con paso oscilante, alto y digno, hermoso rostro surcado de arrugas, pelo blanco intacto. Adamsberg iba a tenderle la mano cuando se dio cuenta de que el hombre no tenía antebrazo derecho. Levantó la paleta en señal de bienvenida y posó sobre él una mirada tranquila y vacía.
– Puedo prestarle mi plomada -dijo el viejo con cortesía.
– Ya me las arreglo así -respondió Adamsberg calando otro bloque-. En mi tierra siempre hemos hecho los muros a ojo, y todavía están en pie. Torcidos, pero en pie.
– ¿Es usted albañil?
– No, soy madero. Comisario de policía.
El anciano apoyó su bastón contra el nuevo muro y se abrochó la chaqueta hasta la barbilla, mientras asimilaba la información.
– ¿Busca droga y cosas así?
– Cadáveres. Estoy en la Brigada Criminal.
– Bien -dijo el viejo tras un ligero sobresalto-. Pues yo estuve en una cuadrilla.
Guiñó un ojo a Adamsberg.
– Pero no de ladrones, ¿eh?, de obreros de carpintería. Poníamos tarimas de madera.
Un graciosillo, en sus tiempos, pensó Adamsberg dirigiendo una sonrisa de complicidad a su nuevo vecino, que parecía apto para distraerse con cualquier cosa sin ayuda de nadie. Un guasón, un chistoso, pero con unos ojos negros que te taladraban vivo.
– Roble, haya, pino. Si me necesita, ya sabe dónde me tiene. En su casa sólo hay baldosa de barro.
– Sí.
– Es menos cálido que la tarima. Me llamo Velasco, Lucio Velasco Paz. Empresa Velasco Paz e hija.
Lucio Velasco sonreía abiertamente, sin apartar sus ojos del rostro de Adamsberg, inspeccionándolo palmo a palmo. Ese viejo estaba dando rodeos, ese viejo tenía algo que decirle.
– María es la que lleva ahora la empresa. Tiene la cabeza bien puesta; que no le vengan con cuentos, que no le gusta.
– ¿Qué tipo de cuentos?
– Cuentos de fantasmas, por ejemplo -dijo el hombre, arrugando sus ojos negros.
– No se preocupe, no conozco cuentos de fantasmas.
– Ya; uno dice eso y, un buen día, conoce uno.
– Puede ser. No lleva la radio bien sintonizada. ¿Quiere que se la arregle?
– ¿Para qué?
– Para oír los programas.
– No, hombre [1] , no. No quiero escuchar esas tonterías. A mis años, uno tiene derecho a no dejarse engañar.
– Por supuesto -dijo Adamsberg.
Si el vecino quería pasearse con un transistor sin sintonizar en el bolsillo y si quería llamarlo hombre , allá él.
El viejo hizo de nuevo una pausa mientras escrutaba el modo en que Adamsberg colocaba los bloques.
– ¿Está contento con esta casa?
– Mucho.
Lucio hizo una broma ininteligible y se echó a reír. Adamsberg sonrió amablemente. Había algo juvenil en su risa, pese a que el resto de su postura parecía indicar que era más o menos responsable del destino de los hombres en este mundo.
– Ciento cincuenta metros cuadrados -prosiguió el viejo-. Un jardín, una chimenea, un sótano, una leñera. Eso en París ya no se encuentra. ¿No se ha preguntado por qué la ha conseguido por cuatro reales?
– Por vieja y destartalada, supongo.
– ¿Y no se ha preguntado por qué nunca la han tirado?
– Está al fondo de una callejuela, no molesta a nadie.
– De todos modos, hombre. Ni un comprador en seis años. ¿No le extraña eso?
– Digamos, señor Velasco, que soy difícil de extrañar.
Adamsberg raspó el exceso de cemento con la paleta.
– Pero suponga que le extraña -insistió el viejo-. Suponga que se pregunta por qué la casa no encontraba comprador.
– Porque el retrete está fuera. La gente ya no soporta esas cosas.
– Podrían haber construido un muro para unirlo a la casa, como está haciendo usted.
– No lo hago por mí. Es por mi mujer y mi hijo.
– ¡Me cago en la!, ¿no irá a traer una mujer aquí?
– No creo. Vendrán de paso.
– Pero ¿y ella? Ella no dormirá aquí, ¿verdad? ¿Ella?
Adamsberg frunció el ceño mientras la mano del viejo se posaba sobre su brazo, buscando su atención.
– No se crea usted más listo que nadie -dijo el anciano bajando el tono de voz-. Venda. Hay cosas que se nos escapan. Que están fuera de nuestro alcance.
– ¿Qué cosas?
Lucio movió los labios, mascullando su cigarrillo apagado.
– ¿Ve esto? -dijo levantando el brazo derecho.
– Sí -contestó Adamsberg con respeto.
– Lo perdí a los nueve años, en la Guerra Civil.
– Sí.
– Y a veces me pica. Me pica el trozo que me falta, sesenta y nueve años después. En un sitio muy preciso, siempre el mismo -dijo el viejo señalando un punto en el aire-. Mi madre sabía por qué: es la picadura de la araña. Cuando perdí el brazo, no había acabado de rascarme. Así que me sigue picando.
– Sí, claro -dijo Adamsberg, removiendo en silencio el cemento.
– Porque la picadura no había terminado su vida, ¿entiende? Exige lo que es suyo, se venga. ¿No le recuerda a nada?
– A las estrellas -sugirió Adamsberg-. Brillan después de muertas.
– Sí, por qué no -admitió el viejo, sorprendido-. O el sentimiento: por ejemplo, un chico que sigue enamorado de una chica, o al revés, cuando todo se ha ido al garete. ¿Entiende lo que le quiero decir?
– Sí.
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