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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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Doce días antes, le había rogado amablemente que saliera del cuartucho porque tenía que llevar a cabo una soldadura en la tubería del techo. Él había sacado su silla al rellano y la había mirado trabajar, concentrada y delicada, en medio del tintineo de las herramientas y la llama del soplete. Fue durante esa escena cuando se sintió oscilar hacia el caos prohibido y temido. Desde entonces, ella le llevaba un café caliente dos veces al día, a las once y a las cuatro.

La oyó dejar su bolso en el rellano del quinto. La idea de salir inmediatamente de ese cuartucho para no volver a encontrarse jamás con esa chica le hizo abandonar su silla. Apretó los brazos, levantó la mirada hacia el ventanuco, escrutando su rostro en el polvo del cristal. Pelo anormal, rasgos sin interés, soy feo, soy invisible. Veyrenc inspiró profundamente, cerró los ojos, y murmuró:

Mas te veo temblar, y tu alma vacila.

Tú, vencedor de Troya que conquistaste un día

de la ciudad los muros y del pueblo el amor,

¿puede tu corazón ceder por una dama?

No, de ningún modo. Veyrenc volvió a sentarse tranquilamente, muy enfriado por sus cuatro versos. Unas veces necesitaba seis u ocho, otras bastaban dos. Reanudó su copia con calma, satisfecho de sí mismo. Los granos de arena pasan, los pájaros vuelan, el dominio de uno mismo permanece. No tenía por qué preocuparse.

Camille hizo una pausa en el quinto, y cambió al niño de brazo. Lo más sencillo sería sin duda volver a bajar y no regresar hasta las ocho, cuando hubieran cambiado al policía de guardia. «Las nueve condiciones del valiente son huir», afirmaba su amiga turca, violonchelista en Saint-Eustache, que disponía de una mina de proverbios tan bizantinos como incomprensibles y benéficos. Existía, al parecer, una décima condición, pero Camille no la conocía y prefería inventársela a su albedrío. Sacó de su bolso el correo y la compra, y llamó a la puerta de la izquierda. Las escaleras se habían vuelto demasiado difíciles para Yolande, sus piernas demasiado débiles, su corpulencia demasiado pesada.

– Hay que ver qué lástima -dijo Yolande abriendo la puerta-, criar un niño sola.

Todos los días, la vieja Yolande lanzaba ese lamento. Camille entraba, dejaba la compra y las cartas sobre la mesa. Luego, a saber por qué, la anciana le preparaba leche caliente, como a un bebé.

– No crea que sola se está tan mal, así estoy más tranquila -contestaba mecánicamente Camille, mientras se sentaba.

– Tonterías. Una mujer no está hecha para estar sola. Aunque luego los hombres sólo traigan complicaciones.

– ¿Sabe, Yolande? Las mujeres también traen complicaciones.

Había mantenido esta conversación cientos de veces, casi palabra por palabra, sin que Yolande pareciera recordarlo. Llegadas a ese punto, la respuesta sumía a la gruesa mujer en un silencio meditativo.

– Así las cosas -decía Yolande-, estaríamos mejor cada cual por su lado si el amor sólo trae disgustos a unos y a otros.

– Puede ser.

– Pero, hija, tampoco te hagas mucho la valiente. Porque en el amor una no siempre hace lo que quiere.

– Pero entonces, Yolande, ¿ quién hace por nosotros lo que no queremos?

Camille sonreía, y Yolande inspiraba ruidosamente a modo de respuesta, mientras su pesada mano pasaba una y otra vez por el mantel, en busca de una miga inexistente. ¿Quién? Los Poderosos , completaba Camille en silencio. Sabía que Yolande veía en todo la marca de los Poderosos-que-nos-gobiernan, cultivando una pequeña religión pagana personal de la que hablaba poco, por miedo a que se la robaran.

Camille aminoró el paso a ocho peldaños de su puerta. Los Poderosos, pensó. Que le habían encasquetado a un tipo de sonrisa sesgada en el trastero de su rellano. No era más guapo que los demás, si no se fijaba una en él. Lo era mucho más si una tenía la mala idea de pensar en él. Camille siempre se había embarrancado en las miradas imprecisas y las voces fluidas, y así fue como se quedó más de quince años varada entre los brazos de Adamsberg, a los cuales se prometió no volver nunca más. Ni a los suyos ni a los de nadie dotado de algún género de sutil suavidad y de tramposa ternura. Había en el mundo suficientes tipos un tanto rudimentarios para airearse sin finura, cuando era preciso, y volver a casa despejada y tranquila, sin pensar más en ello. Camille no sentía necesidad de compañía alguna. ¿Por qué puñetera casualidad ese tipo, ayudado por los Poderosos, tenía que enturbiar sus sentidos con su voz velada y su labio oblicuo? Puso la mano sobre la cabeza del pequeño Thomas, que dormía babeando sobre su hombro. Veyrenc. De pelo rojo y castaño. Grano de arena en el engranaje y trastorno inoportuno. Desconfianza, cautela y huida.

VII

Apenas se hubo despedido de Ariane, un chaparrón con granizo anegó el bulevar Saint-Marcel, desmoronando sus contornos, haciendo que la avenida parisina se pareciera a cualquier carretera vecinal emborronada por el diluvio. Adamsberg caminaba contento, siempre feliz en medio del fragor del agua y satisfecho de poder cerrar el caso del asesino de Le Havre después de veintitrés años. Miró la estatua de Juana de Arco encajar el chubasco sin pestañear. Compadecía mucho a Juana de Arco, a él le habría horrorizado oír voces que le ordenaran hacer tal cosa e ir por tal sitio. Él, que ya tenía dificultades para obedecer sus propias consignas, incluso para identificarlas, habría rezongado seriamente ante las órdenes de las voces celestes. Voces que lo habrían llevado a un foso de los leones tras una corta epopeya de esplendor; esas historias siempre acaban mal. En cambio, Adamsberg no tenía nada en contra de recoger las piedras que el cielo iba poniendo en su camino para complacerle. Le faltaba una para la Brigada, y la buscaba.

Cuando, tras sus cinco semanas de descanso forzado prescritas por el inspector de división, bajó de sus cumbres pirenaicas para volver a la Brigada de París, traía una treintena de guijarros grises pulidos por el río y los había repartido por las mesas de cada uno de sus miembros a modo de pisapapeles o de cualquier otra cosa, lo que ellos quisieran. Ofrenda rústica que nadie se atrevió a rechazar, ni siquiera aquellos que no tenían ninguna gana de ver una piedra en su mesa. Ofrenda que no ayudaba a comprender por qué el comisario también había traído una alianza de oro que brillaba en su dedo, encendiendo puerta tras puerta destellos de curiosidad. Si Adamsberg se había casado, ¿por qué no había dicho nada a su equipo? Y, sobre todo, ¿casado con quién y por qué? ¿Decididamente con la madre de su hijo? ¿Anormalmente con su hermano? ¿Mitológicamente con un cisne? Tratándose de Adamsberg, se barajaban todas las posibilidades en un murmullo que corría de despacho en despacho, de piedra en pisapapeles.

Contaban con el comandante Danglard para esclarecer este punto, por una parte porque era el compañero de equipo más antiguo de Adamsberg y evolucionaba con él en una relación desprovista de pudor y de precauciones, y por otra porque Danglard no soportaba las Preguntas sin Respuesta. Preguntas sin Respuesta que se las ingeniaban para crecer como diente de león en el mantillo de la vida, convirtiéndose en una miríada de incertidumbres, miríada que alimentaba su ansiedad, ansiedad que minaba su existencia. Danglard se esforzaba sin descanso en aniquilar las Preguntas sin Respuesta, como un maniático escruta y sacude las partículas de polvo que caen en su chaqueta. Esfuerzo titánico que lo llevaba casi siempre a un callejón sin salida y a la impotencia. Impotencia que lo propulsaba hacia el sótano de la Brigada, que a su vez cobijaba su botella de vino blanco, que a su vez era la única capaz de disolver una Pregunta sin Respuesta excesivamente correosa. Si Danglard había ocultado su botella tan lejos no era por temor a que lo descubriera Adamsberg, ya que el comisario estaba perfectamente al corriente de ese hecho secreto, como si oyera voces. Lo que pasaba era que bajar y subir la escalera de caracol del sótano le resultaba lo suficientemente penoso como para posponer el consumo de su disolvente. Entonces roía pacientemente sus dudas, al mismo tiempo que el extremo de los lápices, de los cuales hacía un consumo ratonil.

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