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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– Un polaco borracho.

– Sin duda. ¿Y qué más?

– No veo qué puede ser.

– Un polaco viejo. Un polaco de noventa y dos años. La asesina ha sido atropellada por un anciano.

Danglard reflexionó unos instantes.

– ¿Y de verdad le hace gracia?

– Mucha, Danglard.

Veyrenc veía a Adamsberg sacudir el hombro del comandante, a Lavoisier rodear de atenciones a Retancourt, a Romain recuperar el tiempo perdido, a Estalère correr con los vasos, a Noël jactarse de su transfusión. Nada de eso era asunto suyo. No había venido a interesarse por la gente. Había venido a acabar con su pelo. Y había acabado.

Ya nada queda al fin, tu tragedia se acaba,

eres libre de ir a entregarte a tus sueños.

¿Qué oscuro sentimiento te impide regresar?

¿Por qué no eres capaz de decirles adiós?

Sí, ¿por qué? Veyrenc dio una calada a su cigarrillo y miró a Adamsberg salir de la Brigada, discreto y etéreo, llevando con ambas manos las grandes cuernas del ciervo.

Oh dioses, perdonad que me tiente el embrujo,

su vana humanidad me desola y me encanta.

Adamsberg volvía a pie por las calles oscuras. No diría ni una palabra a Tom acerca de las atrocidades de Ariane, ni hablar de que el horror penetrara tan pronto en la cabeza del niño. Además, los bucardos disociados no existen. Sólo los hombres tienen el arte de lograr este tipo de calamidades. En cambio, los bucardos, con sus largos cuernos, saben hacer que les crezca el cráneo por fuera de la cabeza igual de bien que los ciervos. Eso los hombres no saben hacerlo. Se limitaría pues a los bucardos.

«Fue entonces cuando el sabio rebeco, que había leído mucho, comprendió su error. Pero el bucardo colorado nunca supo que el rebeco lo había tomado por un cabrón. Fue entonces cuando el bucardo colorado comprendió su error y reconoció que el bucardo pardo no era un cabrón. Vale, le dijo el bucardo pardo, dame diez céntimos.»

En el jardincillo, Adamsberg depositó las cuernas en el suelo para buscar las llaves. Lucio salió al instante en la oscuridad y se reunió con él bajo el avellano.

– ¿Qué tal, hombre ?

Lucio se deslizó hasta el seto sin esperar la respuesta, volvió con dos cervezas y las destapó. El transistor crepitaba en su bolsillo.

– ¿Y la mujer? -preguntó ofreciendo una botella al comisario-. La que no había acabado su trabajo. ¿Le diste la pócima?

– Sí.

– ¿Y se la bebió?

– Sí.

– Está bien.

Lucio se tomó unos tragos antes de señalar el suelo con la punta de su bastón.

– ¿Qué transportas?

– Un diez puntas de Normandía.

– ¿Vivo o de desmogue?

– Vivo.

– Está bien -aprobó de nuevo Lucio-. Pero no las separes.

– Ya lo sé.

– También sabes otra cosa.

– Sí, Lucio. La Sombra ya se ha ido. Ha muerto, se ha acabado, ha desaparecido.

El viejo permaneció unos instantes sin decir nada, golpeándose los dientes con el cuello de la botella. Lanzó una mirada hacia la casa de Adamsberg y volvió al comisario.

– ¿Cómo?

– Piensa.

– Dicen que sólo un viejo podrá con ella.

– Eso es lo que ha pasado.

– Cuenta.

– Sucedió en Varsovia.

– ¿Anteayer al caer la noche?

– Sí, ¿por qué?

– Cuenta.

– Fue un viejo polaco de noventa y dos años. La aplastó con las ruedas delanteras.

Lucio reflexionó, haciendo girar el borde de la botella sobre sus labios.

– Así -dijo asestando un puñetazo al aire con su única mano.

– Así -confirmó Adamsberg.

– Como el curtidor con sus puños.

Adamsberg sonrió y recogió las cuernas.

– Exactamente -marcó.

Fred Vargas

1En español en el original 2Cf de la misma autora Bajo los vientos - фото 2
***
1En español en el original 2Cf de la misma autora Bajo los vientos de - фото 3

[1]En español en el original.

[2]Cf., de la misma autora, BajolosvientosdeNeptuno , Siruela, Madrid 2004.

[3]Cf., de la misma autora, BajolosvientosdeNeptuno, ob. cit.

[4]Cf., de la misma autora, BajolosvientosdeNeptuno , ob. cit.

[5]Cf., de la misma autora, Queselevantenlosmuertos , Siruela, Madrid 2005.

[6]Cf., de la misma autora, BajolosvientosdeNeptuno, ob cit.

[7]Cf., de la misma autora, Huyerápido,vetelejos, Siruela, Madrid 2003.

[8]Cf., de la misma autora, Elhombredelrevés, Espasa-Calpe, Madrid 2001.

[9]Cf., de la misma autora, BajolosvientosdeNeptuno, ob. cit.

[10]El apellido Romain y «romano» se pronuncian igual en francés. (N.delaT.)

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