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Fred Vargas: La tercera virgen

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Fred Vargas La tercera virgen

La tercera virgen: краткое содержание, описание и аннотация

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora. El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales. En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan. La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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LXII

Adamsberg fue el primero en tener a la Sombra en su campo de visión, sin que su corazón se acelerara un solo latido. Con el pulgar, accionó el interruptor, Estalère cerró el paso, Danglard le apuntó a la espalda. La Sombra no emitió ni un grito, ni una palabra, mientras Estalère le ponía rápidamente las esposas. Adamsberg fue hasta la cama y pasó los dedos por el pelo de Retancourt.

– Vamos allá -dijo.

Danglard y Estalère sacaron a su presa de la habitación, y Adamsberg tuvo el cuidado de apagar al salir. Dos coches de la Brigada aparcaban en ese momento delante del hospital.

– Espérenme en la oficina -dijo Adamsberg-. No tardaré.

A las doce, Adamsberg llamaba a la puerta del doctor Romain. A las doce y cinco, el médico le abría por fin, pálido e hirsuto.

– Estás como una chota -dijo Romain-. ¿Qué quieres?

El doctor aguantaba mal en pie, y Adamsberg lo arrastró, con sus esquís, hasta la cocina, donde lo hizo sentarse en el mismo sitio que la noche del vivodelavirgen.

– ¿Recuerdas lo que me pediste?

– No te he pedido nada -dijo Romain atontado.

– Me pediste que encontrara una vieja receta contra los vapores. Y te prometí que lo haría.

Romain parpadeó y apoyó la pesada cabeza en su mano.

– ¿Qué has encontrado? ¿Excrementos de grulla? ¿Hiel de cerdo? ¿Abrir el vientre a una gallina y ponérmela aún caliente encima de la cabeza? Conozco las viejas recetas.

– ¿Qué te parecen?

– ¿Para estas gilipolleces me despiertas? -dijo Romain alargando una mano entumecida hacia la caja de excitantes.

– Escúchame -dijo Adamsberg agarrándole el brazo.

– Entonces mójame la cabeza.

Adamsberg reiteró la operación friccionando la cabeza del médico con el trapo sucio. Luego rebuscó por los cajones en busca de una bolsa de basura, que abrió y dispuso entre ellos dos.

– Aquí están tus vapores -dijo poniendo la mano sobre la mesa.

– ¿En la bolsa de basura?

– Estás tocado, Romain.

– Sí.

– Aquí dentro -dijo Adamsberg señalándole la caja de excitantes amarilla y roja y dejándola caer en la bolsa.

– Déjame mis potingues.

– No.

Adamsberg se levantó y abrió todas las cajas que había desperdigadas en busca de cápsulas.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Gavelon.

– Ya lo veo, Romain. Pero ¿qué es?

– Un protector del estómago. Siempre lo he tomado.

Adamsberg hizo un montón con las cajas de Gavelon y otro con las de excitantes -Energyl-, y los metió rápidamente en la bolsa de basura.

– ¿Has tomado muchos de éstos?

– Tantos como he podido. Que me dejes mis potingues.

– Tus potingues, Romain, son tus vapores. Están en tus cápsulas.

– Sé mejor que tú qué es el Gavelon.

– Pero no sabes lo que lleva.

– Pues Gavelon, ¿qué va a ser?

– No, un puto mejunje de excrementos de grulla, hiel de cerdo y gallina caliente. Vamos a analizarlo.

– Estás tocado, Adamsberg.

– Escúchame bien, concéntrate todo lo que puedas -dijo Adamsberg agarrándole de nuevo la muñeca-. Tienes excelentes amigos, Romain. Y amigas, como Retancourt. Que te miman y te ahorran muchas molestias, ¿verdad? Porque tú no vas solito a la farmacia, ¿o sí?

– No.

– Alguien viene a verte cada semana y te trae las medicinas.

– Sí.

Adamsberg cerró la bolsa de la basura y la puso a sus pies.

– ¿Te llevas todo eso? -preguntó Romain.

– Sí. Y tú vas a beber y a mear todo lo que puedas. En una semana ya casi podrás con tu alma. No te preocupes por el Gavelon ni por el Energyl, que te los traeré yo, pero de los de verdad. Porque en tus medicinas hay excrementos de grulla. O tus vapores, como prefieras llamarlo.

– No sabes lo que dices, Adamsberg. No sabes quién me las trae.

– Sí. Una de tus buenísimas relaciones, alguien a quien tienes en mucha estima.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque en estos mismos momentos tengo a tu relación en mi despacho, con las esposas puestas. Porque ha matado a ocho personas.

– ¿Estás de coña? -dijo Romain tras un silencio-. ¿Hablamos de la misma persona?

– De un cerebrito con la cabeza bien puesta. Y de uno de los asesinos más peligrosos. De Ariane Lagarde, la forense más famosa de Francia.

– Ya ves que desvarías.

– Es una disociada, Romain.

Adamsberg levantó al médico para llevarlo a la cama.

– Tráete el trapo -dijo Romain-. Nunca se sabe.

– Sí.

Romain se sentó sobre las mantas, con el semblante tan adormilado como espantado, rememorando poco a poco todas las visitas de Ariane Lagarde.

– Nos conocemos desde siempre -dijo-. No te creo, ella no quería matarme.

– No. Sólo quería ponerte fuera de circuito para sustituirte el tiempo necesario.

– ¿Necesario para qué?

– Para ocuparse ella misma de sus propias víctimas, para decirnos de ellas lo que le convenía. Para afirmar que la que mataba era una mujer de un metro sesenta y dos, para hacerme seguir la pista de la enfermera. Para no mencionar que el pelo de Élisabeth y de Pascaline había sido cortado de raíz con el cuero cabelludo. Me mentiste, Romain.

– Sí.

– Viste que Ariane había cometido una falta profesional grave al no detectar las mechas cortadas. Pero, si lo decías, ponías a tu amiga en un serio aprieto. Si callabas, frenabas la investigación. Antes de tomar una decisión, querías estar seguro y pediste a Retancourt que te sacara ampliaciones de las fotos de Élisabeth.

– Sí.

– Retancourt se preguntó por qué y examinó las ampliaciones con otros ojos. Se fijó en la marca a la derecha de la cabeza, sin poder interpretarla. Eso la preocupaba, y vino a preguntarte. ¿Qué buscabas? ¿Qué veías? Lo que veías era una pequeña porción de cuero cabelludo cortada, pero no lo dijiste. Decidiste ayudarnos lo mejor que podías, pero sin perjudicar a Ariane. Nos proporcionaste la información falseándola un poco. Nos hablaste de pelo cortado, pero no rasurado. Al fin y al cabo, ¿qué más daba, de cara a la investigación? Seguía siendo pelo. En cambio, de este modo protegías a Ariane. Afirmando que sólo tú eras capaz de detectar ese tipo de cosas. Tu historia del pelo recién cortado, más afilado y tieso en las puntas, era un cuento chino.

– Absoluto.

– Era imposible que vieras en una simple foto el detalle del bisel del pelo. ¿Tu padre era peluquero?

– No, era médico. Pelo cortado o rasurado, yo no veía en qué podía influir en tu investigación. Y no quería crear problemas a Ariane cinco años antes de su jubilación. Pensé sencillamente que se había equivocado.

– Pero Retancourt se preguntó cómo era posible que Ariane Lagarde, la forense más capacitada del país, hubiera fallado en eso. Le parecía increíble que ella no lo hubiera detectado cuando tú lo habías visto en una simple foto. Retancourt dedujo que Ariane no había considerado oportuno mencionárnoslo. ¿Y por qué? Al salir de tu casa, se fue a verla a la morgue. Le hizo preguntas, y Ariane comprendió el peligro. La trasladó a la nave en un furgón de la morgue.

– Vuelve a darme con agua.

Adamsberg escurrió el trapo bajo el grifo de agua fría y frotó enérgicamente la cabeza de Romain.

– Hay algo que no cuadra -dijo Romain con la cabeza todavía bajo el trapo.

– ¿Qué? -dijo Adamsberg interrumpiendo la fricción.

– Tuve mis primeros vapores mucho antes de que Ariane ocupara el puesto en París. Ella todavía estaba en Lille. ¿Qué dices de eso?

– Que vino a París, que entró en tu casa y que sustituyó toda tu reserva de potingues.

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