Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– Pero el betún es marrón.

– Da igual, Estalère. Vaya.

A los cinco minutos, Estalère entró por la puerta de la cocina.

– Deténgase, cabo. Quítese los zapatos y pásemelos.

Adamsberg examinó las suelas a la luz de la ventanita, metió la mano en uno de los zapatos y lo apoyó en el suelo haciéndolo pivotar. Examinó la huella con la lupa, repitió la operación con el otro zapato y se puso en pie.

– Nada -dijo-. La hierba mojada lo ha limpiado todo. Queda alguna mancha de betún en la suela, pero no suficiente como para dejar rastro en las baldosas. Puede volver a calzarse, Estalère.

Adamsberg volvió a sentarse en la sala, rodeado de sus tres agentes y Ariane. Sus dedos acariciaban el hule, como tratando de reunir lo invisible.

– No cuadra -dijo-. Es demasiado.

– ¿Demasiado betún? -preguntó Ariane-. ¿A eso te refieres?

– Sí. Es demasiado y es incluso imposible. Y sin embargo, es su betún. Pero no viene de sus suelas.

– ¿Cree que es otra de sus firmas? -preguntó Mordent, con el ceño fruncido-. ¿Como lo de la jeringuilla? ¿Que pone betún a propósito en el suelo? ¿Para dejar el rastro de su paso?

– Para hacernos seguir un rastro. Para guiarnos.

– Hasta que nos extraviemos -dijo la forense con los ojos entornados.

– Exactamente, Ariane. Como hacían los provocadores de naufragios encendiendo falsos faros para desviar los barcos y estrellarlos contra las rocas. Es un falso faro que nos aleja.

– Un faro que arrastra constantemente hacia la vieja enfermera -dijo Ariane.

– Sí. Eso es lo que quería decir Retancourt: «Dile que pase». De los zapatos azules. Pasamos de ellos.

– ¿Qué tal está? -preguntó Ariane.

– Está remontando a toda velocidad. Lo suficiente para decirnos que pasemos.

– De los zapatos y de todo lo demás.

– Sí, de las marcas de pinchazos, del escalpelo, de las huellas de betún. Una buena tarjeta de visita, pero una tarjeta falsa. Un auténtico engaño. Alguien lleva semanas jugando con nosotros como marionetas. Y nosotros, y yo, como imbéciles, hemos corrido como un solo hombre hacia la luz que agitaba ante nosotros.

Ariane se cruzó de brazos, bajó la barbilla. Apenas había tenido tiempo de maquillarse, y Adamsberg la encontraba todavía más bella así.

– Es culpa mía -dijo-. Fui yo quien te dijo que podría ser una disociada.

– Fui yo quien la identificó como la enfermera.

– Yo me embalé -insistió Ariane-. Añadí elementos secundarios, psicológicos y mentales.

– Porque el asesino conoce perfectamente los elementos psicológicos y mentales de las mujeres. Porque todo estaba dispuesto para inducirnos al error, Ariane. Y si el asesino lo ha hecho todo para orientarnos hacia una mujer, es que es un hombre. Un hombre que aprovechó la evasión de Claire Langevin para ponerla en nuestro camino. Un hombre que sabía que yo reaccionaría ante la hipótesis de la vieja enfermera. Pero no es ella. Y ésta es la razón por la cual los asesinatos no corresponden en nada a la psicología del ángel de la muerte. Tú lo dijiste, Ariane, esa noche, después de Montrouge. No hubo un nuevo cráter en la ladera del volcán. Es otro volcán.

– Entonces, está muy bien hecho -dijo la forense con un suspiro-. Las heridas de Diala y La Paille indican obligatoriamente un agresor bajito. Pero siempre cabe la posibilidad, por supuesto, de hacer trampa y de imitarlas. Un hombre de estatura mediana podría perfectamente haber hecho cálculos para bajar el brazo de manera que los tajos fueran horizontales. Siempre y cuando sepa muy bien lo que hace.

– Ya la jeringuilla que dejó en la nave estaba de más -dijo Adamsberg-. Debería haber reaccionado antes.

– Un hombre -dijo Danglard con desánimo-. Hay que volver a empezar todo. Todo.

– No será necesario, Danglard.

Adamsberg vio pasar por la mirada de su comandante el tren de una reflexión rápida y organizada, y luego una relajación impregnada de tristeza. Adamsberg le hizo un ligero signo de aprobación. Danglard lo sabía, igual que él.

LVIII

En el coche parado, Adamsberg y Danglard miraban el limpiaparabrisas barrer la lluvia torrencial que caía sobre el cristal. A Adamsberg le gustaba el ruido regular de las varillas, la lucha que llevaban a cabo, gimiendo, contra el diluvio.

– Creo que estamos de acuerdo, capitán -dijo Adamsberg.

– Comandante -corrigió Danglard con voz átona.

– Para lanzarnos con seguridad tras la pista de la enfermera, el asesino tenía que saber mucho de mí. Tenía que saber que la había detenido, que su evasión me importaría. También tenía que poder seguir la investigación paso a paso. Que estar al corriente de que buscábamos zapatos azules y huellas de betún. Que estar informado de los proyectos de Retancourt. Que querer perderme. Nos lo proporcionó todo: la jeringuilla, los zapatos, el escalpelo, el betún. Formidable manipulación, Danglard, efectuada por una mente de calidad, de gran habilidad.

– Por un hombre de la Brigada.

– Sí -dijo con tristeza Adamsberg, arrellanándose en su asiento-. Por uno de los nuestros, bucardo negro en la montaña.

– ¿Qué tienen que ver en esto los bucardos?

– No es nada, Danglard.

– No quiero creerlo.

– Tampoco creíamos que hubiera un hueso en el morro del cerdo. Y hay uno. Como hay un hueso, Danglard, en la Brigada. Metido en su corazón.

La lluvia amainaba, Adamsberg disminuyó el ritmo de los limpiaparabrisas.

– Le dije que mentía -prosiguió Danglard-. Nadie habría podido memorizar el texto del De reliquis sin conocerlo de antemano. Se sabía la medicación de memoria.

– Entonces, ¿para qué iba a decírnosla?

– Por provocación. Se cree invencible.

– El niño derribado -murmuró Adamsberg-. El viñedo perdido, la miseria, los años de humillación. Lo conocí, Danglard. La boina calada hasta la nariz para ocultar su pelo, la pierna coja. El rubor en la frente, siempre rozando las paredes bajo las burlas de los demás.

– Todavía lo emociona.

– Sí.

– Pero es el niño el que lo emociona. El adulto ha crecido, y se ha torcido. E invierte la suerte, como diría él en verso, contra usted, el jefezuelo de antaño y el responsable de su tragedia. Acciona la rueda del destino. Ahora le toca a usted caer, mientras él conquista el sitio soberano. Se ha convertido en lo que él mismo declama todo el santo día, en un héroe de Racine preso en las tempestades del odio y de la ambición, organizando la entrada en escena de la muerte de los demás y el advenimiento de su propia coronación. Usted sabía desde el principio por qué estaba aquí: en busca de venganza por la batalla de los dos valles.

– Sí.

– Ejecutó su plan acto tras acto, azuzándolo hacia el error, haciendo descarrilar toda la investigación. Ya ha matado siete veces, Fernand, el Gordo Georges, Élisabeth, Pascaline, Diala, La Paille, Grimal. Y casi Retancourt. Y matará a la tercera virgen.

– No. Francine está protegida.

– Eso creemos. Ese hombre es fuerte como un caballo. Matará a Francine, y luego a usted, una vez que haya caído en el oprobio. Lo odia.

Adamsberg bajó la ventanilla y sacó el brazo con la mano abierta para recoger la lluvia.

– Y eso a usted lo entristece -dijo Danglard.

– Un poco.

– Pero sabe que tenemos razón.

– Cuando Robert me llamó por lo del segundo ciervo, yo estaba cansado y pasaba. Fue Veyrenc quien me propuso llevarme allí. Y, en el cementerio de Opportune, fue Veyrenc quien me señaló la tumba de Pascaline, con su hierba corta. Él me incitó a abrirla, como me había animado a perseverar en Montrouge. Y él hizo ceder a Brézillon para que conservara el caso. Así podría seguirlo él mientras yo me embarrancaba.

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