Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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– En el Bosc des Tourelles.

– ¿Lo mataron igual que los demás?

– Todo igual. Con el corazón al lado.

– ¿Cuáles son los pueblos más cercanos?

– Campenille, Troimare y Louvelot. Más allá, vas hacia Longeney por un lado, o a Coucy por el otro. Tienes donde escoger.

– ¿No ha habido ninguna mujer accidentada desde entonces?

– No.

Adamsberg respiró aliviado y tomó un sorbo.

– Bueno, está la vieja Yvonne, que se pegó un trompazo en el puente viejo -dijo Hilaire.

– ¿Muerta?

– Si por ti fuera, todo el mundo estaría muerto -dijo Robert-. Se rompió el fémur.

– ¿Me puedes llevar mañana?

– ¿A ver a Yvonne?

– A ver el ciervo.

– Está enterrado.

– ¿Quién tiene las cuernas?

– Nadie, ya se le habían caído.

– Me gustaría ver el lugar.

– Eso podría ser -dijo Robert adelantando su vaso para la tercera y última ronda-. ¿Dónde vas a dormir? ¿En el hotel o donde Hermance?

– Sería mejor que durmiera en el hotel -dijo Oswald en voz baja.

– Sería mejor -marcó el marcador.

Y nadie explicó por qué ya no podía uno alojarse en casa de la hermana de Oswald.

LV

Mientras sus agentes exploraban la zona del Bosc des Tourelles, Adamsberg había hecho la ronda de los hospitales. Fue a ver a Veyrenc cojear en Bichat y a Retancourt dormir en Saint-Vincent-de-Paul. A Veyrenc le daban el alta al día siguiente, y el sueño de Retancourt empezaba a parecer un estado más natural. «Está remontando a toda velocidad», había dicho Lavoisier, que tomaba multitud de notas sobre el caso de la diosa polivalente. Veyrenc, una vez puesto al corriente de la recuperación de la teniente y del asunto de la cruz del ciervo, había formulado una opinión que Adamsberg rumiaba al volver a pie hacia la Brigada.

Mientras la fuerza libra a una de la muerte,

la impotencia prepara a la otra al tormento.

Daos prisa, ya es hora, ha caído el gran ciervo,

y caerá la virgen si pronto no actuáis.

– Francine Bidault, treinta y cinco años -dijo Mercadet mostrando su ficha a Adamsberg-. Vive en Clancy, doscientos habitantes, a siete kilómetros del linde del Bosc des Tourelles. Las otras mujeres más cercanas están a catorce y a diecinueve kilómetros, y ambas más cerca del Gan Castañedo, que es suficientemente grande para que vivan en él otros cérvidos. Francine vive sola, su granja está aislada, a más de ochocientos metros de sus vecinos. El muro se escala de un salto. En cuanto a la casa, es antigua, las puertas de madera son delgadas, y los cerrojos se abren de un codazo.

– Bien -dijo Adamsberg-. ¿Trabaja? ¿Tiene coche?

– Limpia a tiempo parcial en una farmacia de Évreux. Va hasta allí en autobús de línea, todos los días menos los domingos. Es probable que la agresión se produzca en su casa, entre las siete de la tarde y la una del mediodía siguiente, hora a la que sale de su casa.

– ¿Es virgen? ¿Estamos seguros?

– Según el cura de Otton, sí. Un «angelito», según sus palabras; bonita, pueril, casi retrasada, dicen otros. Pero, según el cura, tiene intactas sus facultades. Lo que pasa es que todo le da miedo, sobre todo los bichos. La crió su padre, viudo, que la tiranizó como un bruto. Murió hace dos años.

– Hay un problema -dijo Voisenet, cuyos cimientos positivistas se habían desmoronado desde que Adamsberg había adivinado la existencia de un hueso en el corazón de los ciervos tan sólo paleando nubes-. Devalon se ha enterado de que estamos en Clancy y de por qué. Está en mala posición desde que falló en los asesinatos de Élisabeth y Pascaline. Exige que sea su brigada la encargada de la vigilancia de Francine Bidault.

– Mejor -dijo Adamsberg-. Mientras Francine esté protegida, que haga lo que le parezca. Llámelo, Danglard. Que Devalon asigne tres hombres armados, por turnos de las siete de la tarde a la una del mediodía siguiente, cada día, sin falta. Empezamos esta misma tarde. El que esté de guardia debe apostarse en la casa, a ser posible, en la habitación de Francine. Enviamos a Évreux la foto de la enfermera. ¿Quién se ha encargado de hacer la ronda de las agencias de alquiler de camiones?

– Yo -dijo Justin-, con Lamarre y Froissy. Nada de momento en Ile-de-France. Ninguno de los empleados recuerda a una mujer de setenta y cinco años pidiendo un nueve metros cúbicos. Han sido rotundos.

– ¿La huella azul en la nave?

– Es de betún.

– Retancourt ha hablado esta tarde -dijo Estalère-. Pero poco tiempo.

– ¿Ha citado a Corneille? -preguntó Adamsberg.

– No, no se cita con nadie. Ha hablado de zapatos. Ha dicho que había que enviar zapatos a la caravana.

Los hombres se intercambiaron miradas perplejas.

– Ha quedado tocada, la gorda -dijo Noël.

– No, Noël. Había prometido a la señora de la caravana reemplazarle el par de zapatos azules. Lamarre, ocúpese de eso, encontrará la dirección en los archivos de Retancourt.

– Después de todo lo que ha pasado, ¿es lo primero que se le ocurre decirnos? -preguntó Kernorkian.

– Así es ella -dijo Justin fatalista-. ¿No ha dicho nada más?

– Sí. Ha añadido: Pasando, dile que pase.

– ¿De la señora?

– No -dijo Adamsberg-. Ella no pasaba en absoluto de la señora.

– ¿Y a quién se refiere el «le»?

Estalère señaló a Adamsberg con la barbilla.

– Seguramente -dijo Voisenet.

– ¿De qué? -murmuró Adamsberg-. ¿De qué tengo que pasar?

– Se ha quedado tocada -repitió Noël, inquieto.

Por primera vez en su vida y desde hacía veintidós días, Francine no se había tapado la cara con el embozo. Se quedaba dormida con la cabeza al descubierto, tranquilamente apoyada en la almohada, y era infinitamente más fácil que asfixiarse bajo las sábanas sacando la nariz por el orificio de ventilación. Asimismo, sólo había llevado a cabo dos comprobaciones rápidas de los agujeros de carcoma, sin contar las nuevas perforaciones, que se extendían hacia el sur de la viga, y sin imaginarse demasiado qué pinta podía tener uno de esos asquerosos bichos.

Esa vigilancia policial era un auténtico regalo del cielo. Tres hombres se relevaban en su casa todas las noches, y la protegían incluso por las mañanas, hasta que se iba al trabajo. ¿Se podía soñar algo mejor? No había hecho preguntas acerca de las razones por las cuales se empeñaban en protegerla, por miedo a que su curiosidad indispusiera a los gendarmes y a que renunciaran a su buena idea.

Por lo que se le había dado a entender, en los últimos tiempos estaba habiendo robos, y a Francine no le pareció extraño que colocaran gendarmes por todas partes en las casas de las mujeres solas de la zona. Otras habrían protestado, pero desde luego no ella, que cada noche preparaba con gratitud una cena para el gendarme de guardia, mucho más elaborada que las que le había hecho siempre a su padre.

El rumor acerca de esas cenas finas -y del encanto de Francine- se había extendido por la Brigada de Évreux y, sin que Devalon supiera por qué, no tenía ninguna dificultad en encontrar voluntarios para encargarse de la protección de Francine Bidault. A Devalon le importaba un rábano la investigación nebulosa de Adamsberg, que para él no era más que un amasijo de inepcias. Pero no quería ni por asomo que ese tipo, que ya había hecho volar en pedazos los casos de Élisabeth Châtel y Pascaline Villemot por tres brotes de liquen en una piedra, se apoderara de su territorio. Sus hombres custodiarían la granja, y ni un solo agente de Adamsberg pondría los pies allí. Adamsberg había tenido el descaro de exigir que los hombres en turno de guardia permanecieran despiertos. Chorradas. No iba a mermar su equipo por un camelo de este calibre. Enviaba a sus cabos a casa de Francine después de su jornada normal de trabajo, con la misión de cenar y dormir sin estados de ánimo.

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