Fred Vargas - La tercera virgen

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La tercera virgen es sin duda alguna una de las mejores novelas de Fred Vargas, no tanto por la trama, que como en todas las novelas de esta autora de género negro resulta envolvente y convincente en su desarrollo, sino por los personajes, trazados de una manera tal que, aunque extravagantes, incomprensibles a veces y llenos de secretos, resultan más cercanos que el vecino de la puerta de al lado con el que nos cruzamos todas las mañana a la misma hora.
El comisario Adamsberg sigue siendo un hombre extraño, no sólo para nosotros los lectores, sino también para su propio equipo, con el que mantiene una relación de amor-odio, reflejo muy conseguido de micro-sociedad fruto del ambiente opresor del lugar de trabajo. La extravagancia no es propiedad exclusiva del comisario, casi todos sus subordinados tienen una característica especial, un defecto, una marca que les hace especiales y diferentes al resto de los humanos, un deje que les infiere una particularidad propia, tan bien creada, que les hace ser universales.
En esta novela Adamsberg se enfrenta, al mismo tiempo que con la resolución de los asesinatos de las jóvenes vírgenes, con su pasado. Un pasado que se presenta en forma de subordinado, el teniente Veyrenc, que con su presencia en el equipo pretende saldar una cuenta pendiente de su infancia. Así Fred Vargas nos hace dudar de la bondad del comisario, creando una incertidumbre que lastra la confianza ciega que el lector siempre otorga al bueno, al policía, al salvador, y creando un juego fascinante del que queremos saber la resolución lo antes posible, para poder restablecer nuestra confianza ciega en la justicia y la bondad de quienes la manejan.
La trama y los personajes implicados nos atrapan sin remedio, llegando tal vez a una resolución final un poco decepcionante, tal vez demasiado increíble, que no consigue aun así, desmerecer en nada el resto de esta magnífica novela.

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En la noche del tres de mayo, a las tres y treinta y cinco de la madrugada, sólo las larvas de carcoma trabajaban en las habitaciones de Francine y del cabo Grimal, en absoluto cohibidas por la presencia de un hombre armado en la casa, devorando cada una una milésima de milímetro de madera. No reaccionaron al chirrido de la puerta de la recocina, porque las larvas de carcoma son sordas. Grimal, alojado en la habitación del difunto padre, hundido bajo un edredón púrpura, se incorporó en la oscuridad, incapaz de analizar el ruido que lo había despertado, incapaz de saber si había puesto su arma a la derecha o a la izquierda de la cama, o sobre la cómoda, o en el suelo. Palpó la mesilla por si acaso, cruzó el cuarto en camiseta y calzoncillos, abrió la puerta que lo separaba de la habitación de Francine. Inerme, vio venir hacia él una sombra gris, larga, anormalmente silenciosa y lenta, que ni siquiera había interrumpido su avance al ver abrirse la puerta. La sombra no andaba de un modo normal, se deslizaba y tropezaba, pasando por el suelo en una pose indecisa pero imperturbable en su progresión. Grimal tuvo tiempo de sacudir a Francine, sin saber si quería salvarla o buscar su auxilio.

– ¡La Sombra, Francine! ¡Levántate! ¡Corre!

Francine chilló, y Grimal, aterrorizado, se aproximó a la silueta gris para cubrir la huida de la joven. Devalon no lo había preparado para el ataque, y lo maldijo en su último pensamiento. Que se vaya al infierno, con el espectro.

LVII

Adamsberg recibió la llamada de la Brigada de Évreux a las ocho y veinte de la mañana, en el bar cutre que desafiaba a la dormida Brasserie des Philosophes. Estaba tomándose un café en compañía de Froissy, que iba por el segundo del desayuno. El cabo Maurin, que llegaba de Clancy para el relevo, acababa de descubrir el cuerpo de su colega Grimal, con dos balas en el pecho que lo habían cruzado de parte a parte. Una de ellas había dado en el corazón. Adamsberg suspendió su gesto, dejó ruidosamente la taza en el plato.

– ¿Y la virgen? -preguntó.

– Desaparecida. Al parecer tuvo tiempo de huir por la ventana de la habitación del fondo. La estamos buscando.

La voz del hombre temblaba de sollozos. Grimal tenía cuarenta y dos años y siempre se había ocupado más de podar su seto que de tocar las narices a nadie.

– ¿Y su arma? -preguntó Adamsberg-. ¿Disparó?

– Estaba en la cama, comisario, estaba durmiendo. Su arma estaba encima de la cómoda de la habitación, ni siquiera tuvo tiempo de cogerla.

– Imposible -murmuró Adamsberg-. Había pedido que el agente de guardia estuviera sentado, vestido, despierto y con el arma preparada.

– Devalon pasaba, comisario. Nos enviaba allí después del trabajo. No podíamos aguantar despiertos.

– Dígale a su jefe que se vaya a arder en los infiernos.

– Ya lo sé, comisario.

Dos horas después, apretando los dientes, Adamsberg entraba con su escolta en casa de Francine. Habían encontrado a la joven llorosa, con los pies llenos de rasguños, refugiada en el pajar de los vecinos, escondida entre dos rollos de paja. Una silueta gris que vacilaba como la llama de una vela, eso era todo lo que había visto, y el brazo del gendarme que la había sacado de la cama y empujado hacia la habitación de atrás. Ya estaba corriendo hacia la carretera cuando sonaron los dos disparos.

El comisario había puesto la mano sobre la frente fría de Grimal, arrodillándose junto a su cabeza para no pisar su sangre. Luego marcó un número y oyó una voz adormilada en su auricular.

– Ariane, ya sé que no son todavía las once, pero te necesito.

– ¿Dónde estás?

– En Clancy, en Normandía. Chemin des Biges n.° 4. Date prisa. No tocamos nada antes de que llegues.

– ¿Qué es todo este equipo técnico? -preguntó Devalon con un gesto hacia el pequeño grupo que rodeaba a Adamsberg-. ¿Y a quién ha dicho que venga? -añadió señalando el teléfono.

– He llamado a mi forense, comandante. Y le desaconsejo que se oponga.

– Váyase al carajo, Adamsberg. Es uno de mis hombres.

– Uno de sus hombres a quien usted ha enviado a la muerte.

Adamsberg miró a los dos gendarmes que escoltaban a Devalon. Su postura indicaba aprobación.

– Vigilen el cuerpo de su colega -les dijo-. Que nadie se acerque antes de que llegue la forense.

– Usted no da órdenes a mis agentes. Aquí no necesitamos para nada a la pasma de París.

– No soy de París. Y usted ya no tiene agentes.

Adamsberg salió, olvidando al instante el destino de Devalon.

– ¿Cómo va eso?

– Se va perfilando -dijo Danglard-. La homicida pasó por encima del muro norte, cruzó los cincuenta metros de hierba hasta la puerta de la recocina, que es la que está más destartalada.

– La hierba no está alta, no hay huellas.

– Las hay en el muro, que es de tierra. Cayó un trozo de arcilla cuando saltó.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg sentándose, con los codos en la mesa en una pose casi tumbada.

– Forzó la puerta, cruzó la recocina, luego la cocina y entró en la habitación por esta puerta. Tampoco hay huellas, no hay ni una mota de polvo en las baldosas. Grimal venía de la habitación del fondo, el asalto tuvo lugar junto a la cama de Francine. Aparentemente, disparó a bocajarro.

Devalon había tenido que salir de la granja pero se negaba a abandonar el lugar a Adamsberg. Caminaba echando pestes por la carretera, esperando la llegada de la forense de París, firmemente decidido a imponer a su propio forense para la autopsia. Vio que el coche aparcaba bastante brutalmente delante del viejo portón de madera, vio a la mujer salir y volverse hacia él. Y encajó su último golpe al reconocer a Ariane Lagarde. Retrocedió sin decir nada, con un saludo silencioso.

– A bocajarro -confirmó la forense-, entre las tres treinta y las cuatro treinta de la madrugada, en un primer cálculo. Los disparos se hicieron durante la pelea, cuerpo a cuerpo. Él no tuvo tiempo de luchar realmente. Y creo que pasó mucho miedo, se ve todavía en sus rasgos. En cambio -dijo sentándose junto a Adamsberg-, la asesina conservó toda su sangre fría y se tomó el tiempo de poner su firma.

– ¿Lo ha pinchado?

– Sí. En la sangradura del brazo izquierdo, y es casi invisible. Comprobaremos, pero pienso que se trata, como en Diala y La Paille, de un pinchazo ficticio, sin inyección de ninguna sustancia.

– Su marca de fábrica -dijo Danglard.

– ¿Tienes idea de su estatura?

– Tengo que examinar la trayectoria de las balas. Pero, a primera vista, no es alguien alto. El arma tampoco es de gran calibre. Discreta, mortal.

Mordent y Lamarre volvían de la habitación.

– Así es, comisario -dijo Mordent-. Durante la lucha estuvieron empujándose mutuamente, inclinados, sin moverse del sitio. Grimal estaba descalzo, no ha dejado ninguna huella. Ella sí. Es ínfima, pero hay un ligero rastro azul.

– ¿Está seguro, Mordent?

– No es perceptible si no se busca, pero es indiscutible cuando uno lo espera. Venga a verlo usted mismo, coja la lupa. En este pavimento viejo no se ve fácilmente.

A la luz suplementaria que le proporcionaba el técnico, Adamsberg, con el ojo pegado a la lupa, examinó el rastro azul, de entre cinco y seis centímetros, dejado en una baldosa de barro. Una parcela de betún más viva resultaba más visible en la junta. Otra huella, más pequeña, se adivinaba en la baldosa adyacente. Adamsberg volvió en silencio al comedor, con el semblante contrariado. Abrió armarios y aparadores, pasó a la cocina, y, en un estante, encontró una caja de betún y un viejo trapo.

– Estalère -dijo-, coja esto. Vaya hasta el muro norte, a la parte exacta por donde pasó la asesina. Allí, frote bien con betún las suelas de sus zapatos. Y vuelva aquí.

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