– Aquí.
Lucio asintió guiñando un ojo.
– Y mientras nadie ponga los pies aquí, no pasa nada.
– O sea que es hogareña, en cierto modo.
– Ni siquiera baja al jardín. Espera a sus víctimas allá arriba, en el desván. Y ahora vuelve a tener compañía.
– Yo.
– Usted -confirmó Lucio-. Pero usted es hombre, no le dará mucho la lata. A quienes vuelve tarumbas es a las mujeres. No traiga aquí a su mujer, hágame caso. O, si no, venda.
– No, Lucio. Me gusta esta casa.
– Cabezota, ¿eh? ¿De dónde viene?
– De los Pirineos.
– Alta montaña -dijo Lucio con deferencia-, no vale la pena que trate de convencerlo.
– ¿Los conoce?
– Hombre, nací al otro lado. En Jaca.
– ¿Y los cuerpos de las siete viejas? ¿Los buscaron en la época del proceso?
– No. En aquellos tiempos, en el siglo de antes de antes, no se investigaba como ahora. Deben de estar todavía ahí debajo -dijo Lucio señalando el jardín con el bastón-. Por eso no se cava demasiado hondo. No hay que provocar al diablo.
– No, ¿para qué?
– Usted es como María -dijo el viejo sonriendo-, estas cosas le divierten. Pero, hombre, yo la he visto a menudo. Nieblas, vapores, y luego su respiración, fría como el invierno en lo alto de los picos. Y la semana pasada estaba yo meando debajo del avellano y la vi de verdad.
Lucio vació el vaso de Sauternes y se rascó la picadura.
– Ha envejecido mucho -dijo casi con asco.
– Son muchos años… -respondió Adamsberg.
– Claro. Tiene la cara arrugada como una nuez vieja.
– ¿Dónde estaba?
– En el piso de arriba. Iba y venía por la habitación de encima.
– Va a ser mi despacho.
– ¿Y dónde pondrá el dormitorio?
– Al lado.
– Pues no le falta valor -dijo Lucio levantándose-. ¿No habré sido muy bestia, por lo menos? María no quiere que sea bestia.
– En absoluto -respondió Adamsberg, que de repente se encontraba con un lote de siete cadáveres bajo los pies y una fantasma con cara de nuez.
– Mejor. Quizá consiga usted aplacarla. Aunque dicen que sólo un hombre muy viejo podrá con ella. Pero eso son leyendas, no se crea usted todo lo que le cuenten.
Una vez solo, Adamsberg engulló el fondo de su café frío. Luego alzó la mirada hacia el techo, y escuchó.
Después de una noche serena en compañía de Santa Clarisa, el comisario Adamsberg empujó la puerta del Instituto Forense. Hacía nueve días que dos hombres habían sido degollados en Porte de la Chapelle, a pocos cientos de metros uno de otro. Dos pringados, dos bandidos de poca monta que trapicheaban en el Mercado de las Pulgas, había dicho el policía del sector de la zona a modo de presentación. Adamsberg estaba empeñado en volver a verlos desde que el inspector Mortier, de la Brigada de Estupefacientes, había manifestado el deseo de quitárselos.
– Un par de colgaos degollados en Porte de la Chapelle son cosa mía, Adamsberg -había declarado Mortier-. Sobre todo habiendo un negrata en el lote. ¿A qué esperas para pasármelos? ¿A que nieve?
– A entender por qué tienen tierra debajo de las uñas.
– Porque eran unos guarros.
– Porque estuvieron cavando. Y la tierra es cosa de la Brigada Criminal y cosa mía.
– ¿Nunca has visto imbéciles escondiendo mierda en las jardineras? Pierdes el tiempo, Adamsberg.
– Me da igual. Me gusta.
Los dos cuerpos desnudos estaban tendidos uno junto a otro, un grandullón blanco, un grandullón negro, uno velludo, el otro no, cada cual bajo su neón de la morgue. Dispuestos con los pies juntos y los brazos pegados al cuerpo, parecían haber adquirido en la muerte una formalidad de colegiales totalmente inédita. A decir verdad, pensaba Adamsberg contemplando sus dóciles posturas, los dos hombres habían llevado una existencia llena de clasicismo, por lo avara que es la vida en cuestión de originalidad. Jornadas organizadas, con mañanas dedicadas a dormir, tardes consagradas al trapicheo, noches destinadas a las chicas y domingos a las madres. En el margen, como en todas partes, la rutina impone sus mandamientos. Sus salvajes asesinatos rompían de manera anormal el desarrollo de sus vidas anodinas.
La forense miraba a Adamsberg dar vueltas alrededor de los cuerpos.
– ¿Qué quiere que haga con ellos? -preguntó, con la mano sobre el muslo del negro, dándole palmaditas al desgaire como para consolarlo póstumamente-. Dos tipos que trapicheaban en los tugurios, con el pescuezo rebanado, son cosa de los de Estupefacientes.
– Efectivamente, los reclaman a voz en grito.
– ¿Y? ¿Cuál es el problema?
– El problema soy yo. No quiero dárselos. Y espero que me ayude a quedármelos. Piense algo.
– ¿Por qué? -preguntó la doctora, con la mano todavía sobre el muslo del negro, señalando mediante ese gesto que el hombre seguía, de momento, bajo su arbitraje, en zona franca, y que sólo ella decidiría su destino, hacia la Brigada de Estupefacientes o hacia la Brigada Criminal.
– Tienen tierra fresca debajo de las uñas.
– Supongo que los estupas también tendrán sus razones. ¿Tienen ellos fichados a estos hombres?
– Ni siquiera. Estos hombres son para mí y punto.
– Ya me habían prevenido contra usted -dijo tranquilamente la forense.
– ¿En qué sentido?
– En el sentido de que no siempre se entiende su sentido. O sea, conflictos.
– No será la primera vez, Ariane.
Con la punta del pie, la forense acercó un taburete de ruedas y se sentó con las piernas cruzadas. Adamsberg la había encontrado guapa veintitrés años atrás, y seguía siéndolo a los sesenta, elegantemente sentada en ese escabel de la morgue.
– Vaya -dijo ella-. Me conoce.
– Sí.
– Yo, en cambio, no.
La doctora encendió un cigarrillo y reflexionó unos instantes.
– No -concluyó-, no me suena. Lo siento.
– Fue hace veintitrés años y sólo duró unos meses. La recuerdo a usted, recuerdo su apellido, su nombre, y recuerdo que nos tuteábamos.
– ¿Hasta ese punto? -dijo sin calidez-. ¿Y qué teníamos los dos, para tomarnos esas confianzas?
– Una bronca enorme.
– ¿Amorosa? Me daría pena no recordarlo.
– Profesional.
– Vaya -respondió la forense frunciendo el ceño.
Adamsberg inclinó la cabeza, distraído por los recuerdos que esa voz alta y ese tono cortante evocaban en su memoria. Volvía a ver la ambigüedad que lo había tentado y desconcertado de joven, el traje severo pero el pelo revuelto, el tono altivo pero las palabras naturales, las poses elaboradas pero los gestos espontáneos. Tanto era así que uno no sabía si tenía delante a un espíritu superior y distanciado o a una trabajadora empedernida que olvida las apariencias. Incluso ese «Vaya» con el que a menudo iniciaba las frases, sin que se supiera si la réplica era despectiva o popular. Ante ella, Adamsberg no era el único en tomar precauciones. La doctora Ariane Lagarde era la forense más célebre del país, nadie podía competir con ella.
– ¿Nos tuteábamos? -prosiguió dejando caer la ceniza en el suelo-. Hace veintitrés años, yo ya había hecho mi camino; en cambio, usted debía de ser sólo un simple teniente.
– Apenas un joven cabo.
– Me sorprende usted. No tuteo así como así a mis colegas.
– Nos llevábamos bien. Hasta que la enorme bronca culminó, haciendo temblar las paredes de un café de Le Havre. Me cerró la puerta en las narices, y no volvimos a vernos. No tuve tiempo de acabarme la cerveza.
Ariane aplastó la colilla con el pie y volvió a acomodarse en el taburete de metal, recobrando la sonrisa, vacilante.
– Esa cerveza -dijo- ¿no la habré tirado al suelo, por casualidad?
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