Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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Estampó su mano pequeña y gorda contra la mesa.

Cogió aire, profundamente, luego lo dejó salir entre los dientes apretados. Y llegó la advertencia:

– De lo contrario me cabrearé. Y ya sabéis lo que significa eso.

Todos asintieron, como una clase de primaria entusiasmada.

– Y tú -dijo el jefe señalando a Sigmund-: si te va la vida en ser el escudero de Yngvar, por mí está bien. Tres semanas. Ni un día más. Y por lo demás la investigación sigue su curso como antes, Lars. La reunión ha acabado.

Las sillas arañaron el suelo. Alguien abrió una ventana. Alguien se rió. Sigmund sonrió feliz e indicó que se iba al despacho a hacer una llamada.

– Yngvar -dijo el jefe, trayéndolo hacia sí cuando la habitación se estaba vaciando.

– ¿Sí?

– No me gusta el último caso -dijo en voz baja.

– ¿Håvard Stefansen?

– No. El último caso de esa vieja conferencia. El que todavía no ha tenido lugar. El incendio. La casa en llamas del policía.

Yngvar no respondió. Se limitó a contraer los párpados y a mirar por la ventana con aire ausente.

– Le he pedido a la policía de Oslo que haga unas rondas extra -continuó el jefe-. Por la noche. En la calle Hauge.

– Gracias -dijo Yngvar, y le ofreció la mano-. Te lo agradezco. Hemos trasladado a los niños.

– Muy bien -dijo el jefe queriéndose ir. A pesar de todo se quedó un rato de pie, con la mano de Yngvar en la suya-. Y esto no es porque le dé el menor crédito a vuestro perfil. No es más que una medida de seguridad. ¿Entendido?

– Entendido -dijo Yngvar, completamente serio.

– Además -dijo el jefe cogiendo la funda de puro del bolsillo de Yngvar-, esto me lo quedo yo. ¿No podrías dejar de fumar en el despacho? Los sindicatos me están friendo con este asunto del humo.

– Está bien -dijo Yngvar, pero ahora con una amplia sonrisa.

Se había hecho la idea de que sería más glamuroso. Quizá no tanto como en Hollywood, con los nombres de las estrellas escritos con purpurina sobre las puertas de los camerinos, pero de todos modos con el aura de algo brillante. No había mucho de fabuloso en el cuarto descolorido situado al final de unas largas escaleras, con café tibio en un termo a presión y bolsas de té en una taza de papel encerado. A lo largo de dos de las paredes se extendían dos sofás de tipo banco en los que había cinco personas esperando alguna cosa. Yngvar Stubø no entendía qué función tenían. No eran famosos y no estaban haciendo nada. Se limitaban a estar ahí sentados, con la vestimenta descuidada, pegándole sorbos al café y mirando constantemente el reloj. En un monitor en el rincón, en diagonal bajo el techo, podía ver el propio estudio. Gente con auriculares iba de acá para allá con aspecto de contar con todo el tiempo del mundo.

– Anda, mira -le murmuró a dos policías de uniforme que estaban junto a la escalera con aspecto de desubicados; al ver a Yngvar, uno de ellos se escondió una galleta detrás de la espalda y dejó de masticar.

Dado que se habían aumentado las medidas de seguridad en torno a las emisiones de la NRK, había resultado fácil acceder al estudio. Sólo tuvo que mostrarle una legitimación a un muchacho en la recepción antes de ser conducido en la dirección adecuada. Saludaba y sonreía sin que a nadie pareciera importarle. Unos charlaban mientras otros no paraban de entrar y salir del cuarto abarrotado. Una silla con vistas al monitor estaba libre. Yngvar se sentó y agarró un periódico para no parecer completamente desamparado.

– Yngvar Stubø -dijo una voz, alguien le tocó el hombro.

Yngvar se levantó y se volvió hacia la voz.

– Wencke Bencke -dijo.

– Tengo la impresión de que me está siguiendo -dijo ella, y sonrió.

– De ningún modo. Es por el aumento de las rutinas de seguridad, nada más.

Alzó la mano en dirección a los dos agentes de policía.

– Pues sí que se toman medidas de seguridad sólidas -dijo ella enderezándose las gafas-. Resulta impresionante que empleen a un experimentado y meritorio detective de homicidios para hacer de guardaespaldas durante la grabación de un programa de entretenimiento. ¿Será el modo más sensato de usar los recursos?

Ella seguía sonriendo. La voz era afable, casi burlona. Tras la gafas, Yngvar vio una mirada que le hizo enderezar el espinazo.

– Debemos echar mano de lo que tenemos, ya sabe. De lo que tenemos en estos tiempos.

Estaba sudando y se quitó el abrigo. Lo lanzó sobre la silla de la que se acaba de levantar.

– En estos tiempos -repitió ella-. ¿Qué tipo de tiempo es éste?

– Un asesino anda suelto -dijo él.

– O varios -sonrió ella-. Por lo que entiendo, ni siquiera están ustedes completamente seguros de si se trata de un solo hombre.

– Yo estoy seguro -dijo él-. Un autor de los hechos. O autora, claro. Por ser neutral con el género. En estos tiempos.

Los hoyuelos de ella le dividían las mejillas desde los ojos a la barbilla.

– Es lo mejor -asintió la mujer.

Ella no se quería ir. El presentador del programa subía por las escaleras saludando a diestro y siniestro, una mujer frágil le volvió a empolvar la nariz y él entró después en el estudio. Wencke Bencke no se movió. Tenía la mirada clavada en la de Yngvar.

– Curioso broche el que lleva -dijo él despacio.

– ¿Este? -Ella se acarició el pecho, sin bajar la vista-. Lo compré en una tienda de segunda mano en Nueva York.

– Tiene una historia bastante especial -dijo él.

– Sí -asintió ella-. Por eso lo compré.

– Así que conoce… Sabe por qué el laurel ha sido sustituido por…

– ¿Plumas de águila? ¡ The Chief , por supuesto!

Su risa era suave y oscura. El murmullo de voces en la habitación se había mitigado, era como si la conversación fascinara a algunos otros además de a los implicados.

– The Chief -refutó Yngvar-. ¿Lo conoce?

– ¿Warren Scifford? No. Sería una exageración. Obviamente sé mucho de él, Probablemente he leído todo lo que ha escrito. Una vez tuve el placer de verlo en persona. En Saint Olaf’s College. En Minesota. Asistí a un ciclo de conferencias. Seguro que él no me recuerda. Pero es imposible olvidar a Warren Scifford. -Por fin se miró la solapa de la chaqueta. Se acarició el broche con un dedo rechoncho-. Pregúntele a su mujer -dijo con ligereza, sin alzar la mirada-. Warren es un hombre al que nunca se olvida.

A Yngvar empezó a darle vueltas todo. Sentía la cabeza ligera, se llevó la mano al cuello e intentó tragar saliva.

– Pero… ¿conoce…?

Ella miró al techo, como si estuviera saboreando la palabra.

– No. -Después se inclinó hacia él. Tenía la cabeza sólo a un palmo de la de él-. ¿Qué está haciendo aquí, Stubø? En realidad, quiero decir.

Había un silencio desagradable. Sólo la charla de la maquilladora salía del cuarto contiguo y flotaba como una suave nana en la habitación. Ella tenía ahora los ojos más oscuros, casi negros, tras los claros cristales de las gafas. Tenía una mancha en el iris, se fijó él; una mancha blanca que se comía parte del ojo izquierdo, Yngvar no era capaz de ver nada más que el defecto blanquecino del ojo de Wencke Bencke, que lo miraba fijamente.

– Casi vamos a tener que entrar -susurró una mujer que llevaba unos grandes auriculares y una escaleta bajo el brazo-. ¡Enseguida empezamos!

Wencke Bencke se enderezó, se apartó el flequillo de la frente, éste volvió a caer.

– ¿Vienes? -preguntó la regidora, que la tocó en el brazo.

– En Saint Olaf's hay muchos noruegos -dijo Wencke Bencke sin hacer gesto de querer irse-. Y descendientes de noruegos. Quizá por eso…

– Disculpa, pero es que casi tenemos que…

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