Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Robert Jordan

Encrucijada en el crepúsculo

Para Harriet

Entonces, ahora y siempre

Y venido el tiempo acontecerá que, estando de batida la Cacería Oscura, cuando la mano derecha flaquee y la izquierda pierda el rumbo, la humanidad llegará a la Encrucijada en el crepúsculo y todo lo que es, todo lo que fue y todo lo que será se balanceará en la punta de una espada mientras los vientos de la Sombra arrecien.

De Las Profecías del Dragón Traducción atribuida a Jain Charin, conocido como Jain el Galopador, poco antes de su desaparición

Prólogo

Vislumbres del Entramado

Rodel Ituralde detestaba esperar, aunque sabía muy bien que ser soldado consistía principalmente en eso: esperar la siguiente batalla, esperar a que el enemigo se moviera, esperar a que cometiera un error. Observó, tan inmóvil como los árboles, el bosque helado. El sol se encontraba a medio camino de su cenit y no proporcionaba calor alguno. El vaho exhalado al respirar se condensaba y cubría con una blanca capa de escarcha el bigote pulcramente recortado y la piel de zorro negro que ribeteaba la capucha. Se alegró de llevar el yelmo colgado en la perilla de la silla. El peto acumulaba el frío y lo irradiaba a través de la chaqueta y de todas las prendas de lana, seda y lino que llevaba debajo. Hasta notaba el helor en la silla de Dardo , como si el castrado blanco estuviera hecho de leche congelada. El yelmo le habría adormecido el cerebro, aturullándolo.

El invierno había llegado tardío, y mucho, a Arad Doman, pero lo había hecho con ganas. En menos de un mes se había pasado del calor del verano —prolongado de manera antinatural hasta el otoño— a pleno invierno. Las hojas que habían resistido la larga sequía estival se habían helado antes de haber cambiado de color, y ahora brillaban como extrañas esmeraldas cubiertas de hielo al sol matinal. De vez en cuando, algún caballo de la veintena, más o menos, de mesnaderos que había a su alrededor pateaba el profundo manto de nieve que llegaba a la altura de la rodilla. Había sido una larga cabalgata y aún tenían que llegar más lejos, saliera bien o mal el día. Oscuros nubarrones se desplazaban por el cielo hacia el norte. Ituralde no necesitaba la predicción del tiempo de su Zahorí para saber que la temperatura caería en picado antes de que llegara la noche. Para entonces tendrían que estar resguardados.

—No es un invierno tan crudo como el de hace dos años, ¿verdad, milord? —comentó Jaalam. El joven y alto oficial tenía facilidad para leerle los pensamientos a Ituralde. Su tono de voz era lo bastante alto para que los demás lo oyeran—. Aun así, supongo que a estas alturas algunos hombres deben de estar soñando con ponche caliente. No éstos, por supuesto, que son increíblemente abstemios. Todos beben té, creo. Té frío. Si tuvieran unas cuantas varas de abedul con las que azotarse estarían desnudándose para tomar baños de nieve.

—Tendrán que seguir con la ropa puesta de momento —repuso Ituralde en tono seco—, pero es posible que consigan un poco de té frío esta noche, si tienen suerte.

Su comentario provocó algunas risas. Risas quedas. Había elegido cuidadosamente a esos hombres, y sabían las consecuencias de hacer ruido en un momento inoportuno.

Tampoco a él le habría venido mal una taza de ponche humeante, o incluso de té, pero hacía mucho tiempo que los mercaderes no llevaban té a Arad Doman. Hacía mucho que ningún mercader forastero se había aventurado más allá de la frontera con Saldaea. Para cuando recibía noticias del mundo exterior, eran tan añejas como el pan de un mes. Eso si no se trataba de un simple rumor, para empezar. Aunque en realidad tampoco es que importara mucho que lo fuera. Si era verdad que la Torre Blanca estaba dividida y enfrentada, o si en Caemlyn se estaban agrupando hombres que encauzaban… Bien, el mundo tendría que arreglárselas sin Rodel Ituralde hasta que Arad Doman hubiera recuperado la unidad. De momento, ocuparse de Arad Doman era tarea más que suficiente para cualquier hombre en su sano juicio.

Analizó una vez más las órdenes que había enviado, con uno de los jinetes más veloces que tenía, a todos los nobles leales al rey. Aunque divididos por viejas rencillas y resentimientos, al menos seguían teniendo eso en común. Reunirían sus tropas y marcharían cuando llegaran las órdenes del Lobo; siempre y cuando siguiera gozando del favor del rey. Incluso se ocultarían en las montañas y esperarían si se lo ordenaba. Oh, por supuesto que se irritarían y algunos maldecirían su nombre, pero obedecerían. Sabían que el Lobo ganaba batallas; lo que es más, sabían que ganaba guerras. Lo llamaban Pequeño Lobo cuando creían que no los oía, pero no le importaba que resaltaran su baja estatura —en fin, no demasiado— mientras marcharan cuando y donde dijera él.

A no tardar emprenderían una dura galopada para poner una trampa que no saltaría hasta dentro de varios meses, con lo que corría un riesgo a largo plazo. Había muchas formas de que los planes complejos se vinieran abajo, y en este plan se superponían capas y más capas de estrategias. Todo se vendría abajo antes de empezar si fracasaba su intento de poner el cebo. O si alguien no hacía caso a su orden de eludir los correos del rey. Sin embargo, todos sabían sus motivos, e incluso los más obstinados los compartían aunque muy pocos estaban dispuestos a hablar abiertamente del tema. Él mismo se había movido como un espectro aventado por una tormenta desde que había recibido la última orden de Alsalam. Dentro de la manga, bajo la puntilla que caía sobre el guantelete reforzado con acero, llevaba doblado el papel. Tenían una última oportunidad, una muy pequeña, de salvar Arad Doman. Tal vez incluso de salvar a Alsalam de sí mismo antes de que el Consejo de Mercaderes decidiera sentar a otro en el trono de palacio. Había sido un buen dirigente durante más de veinte años. Quisiera la Luz que volviera a serlo.

Un fuerte chasquido hizo que la mano de Ituralde fuera hacia la empuñadura de la espada. Sonó un suave crujido de cuero y metal cuando los demás aflojaron las trabillas de sus armas. Ningún otro ruido. El bosque estaba tan silencioso como una tumba. No había sido más que una rama al romperse por el peso de la nieve. Pasados unos segundos, Ituralde se relajó… todo lo que se había podido relajar desde que habían llegado las historias del norte sobre la aparición del Dragón Renacido en el cielo de Falme. Quizás ese hombre era realmente el Dragón Renacido y quizás había aparecido realmente en el cielo pero, fuera o no verdad, esas historias habían prendido fuego a Arad Doman. Ituralde estaba seguro de poder apagar ese fuego si tenía carta blanca, y no era jactancia. Sabía lo que era capaz de hacer mediante una batalla, una campaña o una guerra. Pero, desde que el Consejo había decidido que para mayor seguridad del rey lo mejor era sacarlo clandestinamente de Bandar Eban, a Alsalam parecía habérsele metido en la cabeza que era la reencarnación de Artur Hawkwing. Su firma y su sello se habían estampado en montones de órdenes desde entonces, que habían salido a raudales desde dondequiera que el Consejo lo tuviera escondido. Las componentes de dicho órgano se negaban en redondo a decir dónde se encontraba, ni siquiera a Ituralde. Todas las mujeres del Consejo con las que se había encarado se mostraban evasivas y sus miradas se tornaban inescrutables ante la más mínima mención del rey. Uno casi podía llegar a creer que ignoraban dónde se hallaba Alsalam. Una idea ridícula, por supuesto. El Consejo no quitaba ojo al rey. Ituralde siempre había opinado que las casas mercantiles se entrometían demasiado, pero ojalá se inmiscuyeran ahora. Lo incomprensible era que guardaran silencio, ya que un soberano que perjudicaba el comercio no permanecía mucho en el trono.

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