Francisco Prieto
Crímenes en el crepúsculo
Crímenes en el crepúsculo / Francisco Prieto Echaso
Primera edición electrónica: 2015
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FORMACIÓN: Anabella Mikulan
CUIDADO EDITORIAL: Jus, Libreros y Editores, S. A. de C. V., en colaboración con Editorial Jus.
Dedicada a don Fernando Tola de Habich y a Nonòi. Y para Jaime Septién Crespo, camarada ante la implacable y desolada posmodernidad.
Los altares en ruinas están habitados por demonios.
Ernst Jünger, Máximas.
(Traducción por Javier García-Galiano) .
Cecilia ha sido secuestrada. Un tipo se ha comunicado contigo. Has escuchado la voz de la muchacha. Te dicen que puedes contratar a un negociador o Cecilia morirá. Tú les has pedido quince días. Ellos han colgado. Tú tomas el teléfono y me hablas.
Me dices lo que acabo de escribir. Yo exijo una reunión de inmediato contigo y con Elsa. Me dices que Elsa pasa el día con uno de sus amigos, Álvaro, el delantero… No recuerdas de qué equipo, me dices, y añades que está enculadísima con el tipo. Yo te digo que tratándose de Cecilia responderá de inmediato. Finalmente me prometes que la localizarás por el celular, que me esperarán en dos horas en la casa, y yo que si no puede ser de inmediato, y tú que han de estar cogiendo, que seguramente ella tendrá el celular apagado. De cualquier modo, me das el número del celular de Elsa. Oigo la voz de una mujer que te acompaña. Cuelgo. Marco, sin embargo, de inmediato el número de Elsa que hace años me dio, cuando contrató nuestros servicios para el personal de primer nivel de sus empresas y de las tuyas. Para mi sorpresa, la mujer ha contestado. Le digo, directo, de qué se trata.
—¡Puta madre! ¡Ahora!
—Nos vemos en tu casa, en dos horas.
—Ya me jodiste el día. (Cuelga).
Creo que fue entonces cuando la ira me cubrió. Un rechazo a lo que había sido mi vida, un desprecio repentino, una conversión. Haber llevado una vida de servicio era algo que, me di cuenta de golpe, no podía sino envilecer al hombre como yo mismo estaba envilecido. El desprecio que, de pronto, experimenté por Elsa y por Enrique, su marido, no era sino el resultado de una vida trucada, la mía. El resultado de quien es educado, ignorante de su origen, en una escuela católica pero, luego, cuando sus padres salieron al exilio, le descubren lo que él ya sabía y nunca se atrevió siquiera a decirles: sus padres le descubren, pues, lo que ya sabía, que era judío, y lo mandan con un rabino al tiempo que ellos mismos reasumen la condición judía. Como le confió su padre: “hay que saber cuándo y dónde conviene ser judío y dónde y cuándo no”.
No negaré que soy una persona vanidosa, de ésas que en el momento menos pensado padecen la inclinación exhibicionista del pavo real. Pero no me encuentro, en realidad, culpable y la vida me ha enseñado que nadie es, en rigor, culpable.
Soy un judío que no lo es, que ni siquiera lo ha sido, como quien dice, un judío genético. Aunque vaya usted a saber cuántos no judíos penetraron a las mujeres de las que provengo: mongoles, moros, teutones, ¡sepa! Para colmo, nací en Cuba cuando mi padre, judío renegado que se había bautizado antes de que yo naciera, ocupaba una posición relevante en el ministerio de Hacienda dentro del gobierno del dictador Batista. A raíz de la llegada de los revolucionarios, papá decidió abandonar el país. Parece que tenía cola larga que le pisaran y que ése fue el motivo. Esto es algo que yo he supuesto ya que él había sido inspector de Hacienda antes de llegar a ocupar el cargo de oficial mayor. Ah, papá había llegado a Cuba de niño con sus padres, ambos judíos italianos que cuando la marcha de Mussolini sobre Roma se olieron lo que vendría y pusieron pies en polvorosa. ¿Qué cómo sé estas cosas? Me las contó Víctor, el zapatero remendón del barrio en que yo nací, el barrio de Cayo Hueso, en La Habana, judío polaco que conocía la historia —llegaron en el mismo barco— y, supongo, me quiso rescatar de la traición de mi padre, de la herejía y de la impiedad. Víctor, a quien quise mucho, creo que a nadie he querido de modo tan espontáneo y desinteresado como a él, me hizo prometer que nunca le diría a papá, a mamá lo que él me había contado. En realidad, de no ser por Víctor no hubiera conocido entonces mi origen ya que mi padre había sacado actas de nacimiento falsas en el pueblo de Güines, en la provincia de La Habana, donde aparecían mamá y él como nativos de ahí e hijos de un matrimonio nacido en Reggia Emilia de apellido Santangelo. Cuando Víctor me lo descubrió yo busqué las actas de nacimiento y le dije que era falso lo que me había contado, él me dijo que, en no pocos pueblos de Cuba, en los registros civiles, en el cuaderno de actas, dejaban espacios cada año, no muchos por cierto, con el propósito de extender certificados que se cobraban muy caros. Añadió que no me extrañara que mi padre, por lo que pudiere suceder, guardase sus actas originales. Con el tiempo supe que aquella práctica estaba bastante extendida en la América Latina.
Bueno, como acabo de contar encontrábame en el impasse de una conversión cuando me puse en camino a casa de los Hoyo del Rincón, que tal es el apellido de mi cliente Enrique, el marido de Elsa. Aprovecho para dar testimonio de que tuve relaciones sexuales con Elsa y que éstas se iniciaron durante el transcurso de una noche hace ya muchos años. Tengo por ella una debilidad acentuada como la tiene todo hombre a quien una mujer bella y que le gusta, le ha dicho repetidas veces en la intimidad que con él, ella es punto y aparte, que cuando cedía a una extraña obediencia de los sentidos y a la atracción fatal por un hombre, se imaginaba siempre que yo aparecía en el horizonte y ella gritaba llamándome para llenarse de energía, zafarse del tipo y correr a mis brazos.
Nunca entendí la solidez de su relación con Enrique Hoyo del Rincón y tampoco la cuestioné por una especie de pudor ya que los momentos que hubiesen sido los adecuados nos pillaban después de unas cogidas en que, agotado y gozoso, si algo no me apetecía, era precipitar lo que deseaba evitar a toda cosa, o sea, involucrarme en serio con aquella mujer. Esto pudo haber pasado porque en más de una ocasión Elsa me decía antes, en y después que ya nada le importaba, que se enterara todo el mundo, que estaba dispuesta a abandonar a su marido y a su hija, que había llegado a sentir vergüenza de sí por haberme dicho que la suya con su marido era una relación sólida y sería triste destruirla, pero que, ¡y dale con lo que ya era un estribillo!, cuando estaba conmigo ya nada, de veras, le importaba.
Aquellas cosas sucedieron hace veinte años en Monterrey, donde yo estaba en una misión de la CIA.
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