Sentí, en un principio, una desasosegada sensación de desgano. Luego me pregunté cuánto podrían pagar Elsa y Enrique por la vida de Cecilia, cuánto dinero en efectivo tendrían en sus cuentas de banco, tanto corrientes como de inversión. De cuánto podrían disponer en el plazo ordenado. Al recordar que estaban metidos en un negocio como gestores de inversión, pensé si, acaso, no tendrían conexiones con algún grupo de narcotraficantes. Deseché la idea porque, sencillamente… Luego rectifiqué, me dije que era no sólo posible, sino probable que los dos blanquearan dinero. A través de sus relaciones era de creerse que les hubiera llegado una propuesta y dado su talante no veía por qué no la habrían aceptado. Cuando uno no tiene el instinto de poder, de hacer dinero, a uno le es difícil percatarse de que haya gente así. En mi caso ha ganado el instinto de aventura y del placer de modo que el dinero ha quedado supeditado siempre a tener lo suficiente para darme mis gustos, en realidad modestos. Mi ideal económico se ha centrado, hace ya demasiados años, en contar con un buen sueldo, ahorrar con inteligencia en función de un imprevisto y del día de mañana y hacerlo en inversiones que representasen un riesgo mínimo. Sólo de pensar el transcurso de una vida al tanto de las subidas y bajadas de valores en las bolsas me ha producido una flojera irreprimible. Por otro lado, nunca me preocupé por una vida larga y he tenido, durante mi existencia, un temor que aparece cuando menos lo espero a una enfermedad penosa que me orille a la inacción, a esperar pasivamente la muerte. He firmado peticiones de que no se prolongue mi vida y hasta formo parte de un club de eutanasia para estar listo en caso de que llegase el momento de proceder. Soy un hombre de mi tiempo y veo a Elsa y a Enrique como figuras grotescas ya que no hallo sentido a tener que vivir encadenado a esa doble lujuria: la del poder del dinero, la de coger y ser cogido. (Enrique, que estudió Derecho y fue profesor por hobby en el TEC, en Monterrey, forma parte de un grupo de profesores de jurisprudencia, casi todos de la UNAM que, de vez en cuando, conocen encuentros de placer con efebos. Lo supe por una indiscreción de un funcionario de la Secretaría de Gobernación).
Decidí, finalmente, pasar el día en paz. Hablaría con ellos a la mañana siguiente. Para no andar con cavilaciones desgastantes, les diría que tenían que ofrecer ciento cincuenta millones de pesos. Yo les ofrecería a los secuestradores esa suma y procuraría persuadirlos de que, en el fondo, cosa que pensaba, dejarían morir a su hija si la propuesta de esa cantidad fuera rechazada. Ciento cincuenta millones, empero, era una cantidad que debían tener como posible, pensé, y buscaría cerciorarme de cuánto, en realidad, les importaba Cecilia. Pensé que podía, con seguridad, obtener la devolución de Cecilia por menos, acaso por veinticinco o, en todo caso, cincuenta millones de pesos, pero las ganas de chingarme a Elsa y a Enrique ganó la partida. Es un mundo de costo-beneficio donde el mercado es rey, hay, en consecuencia, que estar a la altura.
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