Hacía diez años, cuando su verdadera historia apareció en un documento amarillento, ya estaba paralizada. Iba camino de volverse invisible. No pertenecía a ningún sitio. Nadie quería saber nada de ella; escribía libros que leía todo el mundo, pero que nadie quería reconocer. Su padre era un parásito, quería dinero, dinero y dinero. Su falsa madre apenas le dirigía la palabra y no entendía nada de lo que llamaba «las horribles historietas de Wencke».
Su auténtica madre, la mujer que la parió con dolor y más tarde murió, habría estado orgullosa de ella. La habría amado, a pesar de la pesadez de su cuerpo, de su cara poco agraciada y de un carácter cada vez más cerrado.
Su madre habría colocado sus novelas en la estantería del salón, y quizás hubiera hecho un libro de recortes.
No había tenido fuerzas para averiguar nada más. Wencke Bencke no sabía nada sobre la mujer que murió veinte minutos después de que naciera la hija. En su lugar, empezó a llevar un archivo sobre otras personas. Se volvió mejor escritora.
Y cada vez era más invisible.
El mundo ya no le incumbía, del mismo modo que ella ya no le incumbía al mundo.
Pero eso era entonces. No ahora.
No tenía sentido intentar maquillarse. Las manos parecían demasiado grandes; no estaban hechas al diminuto pincel de la cajita de la sombra de ojos. Además, el pintalabios era demasiado fuerte, demasiado rojo.
Olía mucho a asfalto, recordaba; aquella noche en Villefranche. Alquitrán mojado y pegajoso, mezclado con el mar salado y la lluvia de la noche. Se acostó de madrugada, pero no lograba dormir. En su mente rondaba una idea que no conseguía apresar y que le llevó ocho días comprender. Todos estos años -había pensado entonces-, todos los años de trabajo sin descanso que no le habían proporcionado más que dinero e incomodidades. Y de pronto estaba ahí, ante ella, como una nueva y brillante posibilidad. Todos los preparativos ya estaban hechos. No había más que empezar. La lengua de Fiona Helle había sido sajada y empaquetada diligentemente. Wencke Bencke sonrió con frialdad al leerlo; después rió furiosa y recordó otro caso, de otro mundo, seis años antes. Recordó a un hombre de ojos intensos, energía extrema e historias fascinantes. Recordó cómo había ido avanzando posiciones en el auditorio por cada conferencia, haciendo preguntas y sabias reflexiones. Él se limitaba a sonreír huidizamente y se inclinaba sobre una morena mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo. Wencke Bencke le regaló un libro con una respetuosa dedicatoria. Él se lo dejó sobre el escritorio. Por las noches lo seguía; iba a algún pub, montaba jarana y contaba historias rodeado de mujeres que se turnaban para llevárselo a casa.
Ya entonces ella era demasiado mayor. Ella era invisible y él presumía de Inger Johanne Vik.
Había recordado todo esto y finalmente comprendió lo que iba a hacer. No quería seguir esperando lo que nunca iba a ocurrir. Quería convertirse en uno de los que hacen que todo suceda.
Lo había conseguido.
Y ahora iba a aprender a maquillarse, mostrarse nueva. Bastaba con que no mirara demasiado hacia atrás, con que no se alterara demasiado.
«¡Olvida a Fiona Helle!»
Wencke Bencke cerró el cajón del baño y entró en el dormitorio. De camino iba recogiendo la ropa. Constantemente llegaban prendas nuevas al armario. Iba de compras con frecuencia, casi cada semana; ya no tenía miedo a pedirle consejos a las dependientas.
En el armario archivador del rincón descansaban las vidas de más de cien personas. Pasó la mano por una extremidad helada. Puso el dedo contra la cerradura. Apoyó el cuerpo sobre el sólido peso del acero.
Las buenas y las malas costumbres de la gente, sus ritmos, deseos y necesidades fueron observados, analizados y catalogados. Wencke Bencke los conocía mejor de lo que ellos se conocían a sí mismos; ella lo registraba fría y clínicamente. Sabía lo suficiente como para poder, camuflada ligeramente, quitarles la vida a más de cien personas con la pluma y el papel. Conocía sus vidas de memoria. La soleada mañana de enero que despertó en Villefranche y tomó la decisión de llevar la ficción a la realidad, tenía mucho material para elegir.
Sabía, tanto entonces como ahora, que tenía que hacerlo al azar. Víctimas casuales era lo más seguro. Pero la tentación fue demasiado grande. Vibeke Heinerback siempre la había irritado, aunque no comprendía exactamente por qué. Lo más importante era que podía pasar por racista. Todo tenía que encajar. Había que darle a Inger Johanne la oportunidad de comprender. Si no tras el primer asesinato, al menos más tarde.
Además, caería Rudolf Fjord.
Era patético.
Wencke Bencke abrió el armario de acero. Encontró una carpeta. Leyó. Le hizo sonreír lo bien que lo había recordado todo, lo fácil que era rememorar todo lo que había visto y anotado.
Rudolf Fjord era repugnante. Nunca habría aguantado el foco de la policía. Si un caso no bastaba para hacerlo caer, había suficientes más que lo machacarían. Su archivo era casi tan extenso como el de Inger Johanne Vik. Durante un breve periodo de tiempo estuvo pensando en elegirlo como primera víctima. Después abandonó la idea. Era demasiado sencillo. A Rudolf Fjord se le podía dejar caer solo.
El tiempo le dio la razón. Rudolf Fjord no aguantó la tormenta.
Wencke Bencke cerró la carpeta. Sacó otra mucho más fina.
Escrutó el nombre, pero no la abrió. Un momento después la colocó en su sitio y cerró el armario.
Vegard Krogh merecía morir. No quería ni pensar en él. Ya estaba muerto.
Wencke Bencke salió al salón. Ahora estaba más ordenado, pero un ramo de flores, que llevaba demasiados días allí, despedía un olor fuerte y desagradable; se lo había dado la comisión directiva de la Sociedad de Estudiantes después de que participara en un debate sobre la castración química.
Abrió la puerta de la terraza. El aire frío le acarició la cara, dándole la sensación de borrar las arrugas que acababa de estudiarse en la chillona luz ante el espejo.
Por alguna razón, no conseguía conciliarse con el hecho de haber sacrificado a la puta de Estocolmo. Obviamente no tenía la menor importancia que hubiera una prostituta más o menos en la plaza de Brunkeberg. Pero había surgido entre ellas algo que recordaba a camaradería. Quizá fuera por su parecido físico. No le costó mucho encontrarla; había prostitutas de casi todos los colores y modelos. La mujer era grande, a pesar de la árida dieta que probablemente llevaba. Tenía el pelo rizado y seco. Incluso las gafas, que eran tan exclusivas que tenían que ser robadas, se parecían a las suyas.
Y la tipa se dejó engañar.
No se había largado con la tarjeta de crédito. Podía haber fulminado la tarjeta todo lo que le diera tiempo antes de que fuera bloqueada, y haber desaparecido. Pero le creyó cuando le prometió que le iba a dar grandes sumas en efectivo si hacía lo que le había pedido: comer una buena comida, coger un taxi, comprar algo en algún que otro quiosco y volver al hotel antes de medianoche. Que la vieran, pero sin decir una sola palabra.
Cuando se encontraron a la mañana siguiente, la prostituta parecía casi feliz. Estaba limpia. Había comido bien. Había dormido una noche entera. Sin clientes, en una cama cálida.
Obviamente no le dio el dinero.
Como era de esperar, la prostituta amenazó con acudir a la policía; no era tan tonta como para no darse cuenta de lo sospechoso de la propuesta que había recibido. Como era de esperar, no hizo nada hasta haberse metido el chute de heroína que le había dado Wencke Bencke, una compensación por un trabajo bien hecho.
Como era de esperar, la droga la mató.
Ahora estaba muerta e incinerada, y probablemente descansaba en una tumba sin nombre.
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