Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– Gracias -dijo-. Muchas gracias.

Prepararon los puros en silencio. Yngvar los encendió con una cerilla basta y tuvo que contener un suspiro de somnoliento bienestar.

– Lo que tienes que saber de Wencke Bencke -dijo, echando un aro de humo hacia el cielo- es que ha pensado en todo. No sé si habrá nada que cosechar en un extracto de su cuenta. Lo más probable es que no. Todo indica que esto también lo ha previsto. Es aguda y buena en su oficio. Sería inconcebible que no hubiera cubierto sus huellas, también las electrónicas. Pero si no lo hubiera hecho…

Se metió el puro en la boca. El fino tabaco seco se le pegaba a los labios. El humo era suave y casi resultaba fresco en la garganta.

– Si contra todo pronóstico se le hubiera escapado un punto tan central, sería que no se le ha escapado.

Se rió un poco y se quedó mirando el grueso puro afeitado.

– Entonces sería parte del juego. Está tan segura, tan benditamente convencida de que nunca vamos a encontrar nada que justifique una orden de arresto, que se siente protegida. Sabe que no lo vamos a poder comprobar sin su permiso. O sin una orden justificada por razones de peso para la sospecha. Nosotros no tenemos ninguna de las dos cosas. Y ella lo sabe.

Bjørn le acercó un cenicero.

– Necesito esa orden -dijo Yngvar, y golpeó el puro contra el canto-. Sé que te estoy pidiendo muchísimo. Pero tienes que entender que…

El viento había cambiado. Ahora soplaba del oeste. La lluvia había pasado a violentos chaparrones. Un rayo brilló azulado en el jardín. Por un momento se pudieron ver los árboles desnudos; nítidos, pero con sombras planas, como en una fotografía malograda. El estruendo llegó un segundo después.

– Una tormenta ahora -murmuró Bjørn-. Un poco pronto, ¿no? ¿Y con este frío?

– Tú eres juez -dijo Yngvar dándole una calada al puro-. Has estado en el aparato judicial… ¿Cuánto tiempo?

– Dieciocho años. Más dos de abogado. Veinte años.

– Veinte años. ¿Alguna vez, a lo largo de estos veinte años, te has topado con… maldad? No me refiero a la rabia determinada por la situación, al oportunismo determinado materialmente. No me refiero ni a debilidad ni a colapso del carácter ni a egoísmo. Me refiero a verdadera y auténtica maldad. ¿Alguna vez has visto algo así?

– ¿Es que eso existe?

– Sí.

Bebieron en silencio. El humo se extendía bajo el techo como una agradable manta de agradable aroma.

– ¿Tienes a alguien que presente la petición?

– ¿Para qué se tiene a los jóvenes abogados fáciles de manipular…?

Sonrieron sin mirarse.

– Asegúrate de que llegue al juzgado el miércoles -dijo Bjørn Busk-. Ni antes ni después. En ese caso por lo menos hay alguna probabilidad de que acabe sobre mi mesa. Pero no puedo prometerte nada.

– Gracias -dijo Yngvar haciendo gesto de querer marcharse.

– Quédate -dijo Bjørn-. Quédate un rato, ¿no? Nos queda bebida en la copa y la caja de puros está llena.

Los dedos martillearon contra la tapa. Yngvar se recostó de nuevo en el sillón. Puso las piernas sobre el puf.

– Ya que insistes -dijo cerrando los ojos-. Si te atreves a tenerme aquí…

– Está lloviendo a cántaros -dijo Bjørn Busk-. Esta casa no va a arder esta noche.

Capítulo 17

Le producía cierta satisfacción que tuvieran miedo.

Había visto su angustia, aunque ya no se tomaba la molestia de comprobarlo con la misma frecuencia que antes. Cada noche a eso de las siete, metían a la pequeña en el coche y conducían un par de kilómetros hasta la casa en la que creció Inger Johanne. La niña rara, la que siempre iba cargando con un cochecito de bomberos para el que ya hacía mucho que era mayor, vivía con su padre. Iba con frecuencia de visita a la calle Hauge, pero, por lo que Wencke Bencke podía entender, nunca dormía ahí.

No tenía mucha importancia.

Las cosas habían cambiado.

Todo.

Era domingo 21 de marzo y ella estaba ordenando su piso. Los últimos tiempos habían sido muy ajetreados. No sólo trabajaba duro con el manuscrito, sino que también las entrevistas y las apariciones en televisión le llevaban tiempo. Los últimos días apenas había pasado por casa más que para cambiarse la ropa, que ahora estaba tirada por las sillas del salón y por el suelo del dormitorio.

Habían vuelto a aparecer viejos amigos. No es que con el tiempo se hubieran vuelto más interesantes, pero por lo menos habían cambiado de actitud. En realidad no tenía la menor importancia. Ella se encogía de hombros ante todos aquellos que de nuevo llamaban a la puerta, alentados por la atención que ahora recibía Wencke Bencke.

Lo importante era que por fin la tomaban en serio. Era una experta. No en ficción, sino en la realidad. Ya no era la encarnación del concepto de comercialidad y ligereza, la marca de identidad de una cultura en decadencia. Ahora se había convertido en una escéptica, una fuerza de resistencia; una contertulia crítica con la autoridad, instruida y elegante en el uso del lenguaje.

Estaba casi irreconocible. Incluso para ella misma.

En el cuarto de baño se detuvo y se miró al espejo. Parecía mayor que antes. Debía de ser por la pérdida de peso. Las arrugas ya no sólo se abrían formando flechas desde los ojos, sino que recorrían también sus pómulos, como si la piel de la cara pesara un poco de más.

Tampoco tenía importancia. La edad le confería profundidad a sus análisis, pese a los muchos comentarios que le solicitaban y que ella hacía encantada. Ya no se trataba sólo de los asesinatos en serie. Un espectáculo de desaparición en el este del país, un feo caso de violación en Trondheim y un sensacional atraco a un banco en Stavanger; Wencke Bencke era la experta a quien todo el mundo estaba deseando escuchar.

Y había sido el asesinato de Fiona Helle lo que lo había desencadenado todo.

Wencke Bencke abrió el cajón en el que guardaba su nuevo maquillaje. No estaba acostumbrada a esas cosas. Se llevó la sombra de ojos tentativamente a las cortas pestañas.

No acertó.

Pensar en Fiona Helle siempre le hacía perder el pulso. Procuró respirar más despacio y abrió el grifo. El agua fría sobre las muñecas hizo que se le aclarara la cabeza.

En realidad no se había alegrado cuando leyó acerca del crimen, parecía que hacía ya una eternidad. El sentimiento que tuvo entonces fue más bien de furia dirigida contra la víctima. Recordaba aquella noche con extraña nitidez. Era un miércoles de enero. El aire olía a asfalto, una cuadrilla había estado reparando la calle frente a su casa. Estaba intranquila, pero no era capaz de hacer otra cosa que deambular de silla en silla frente a la gran ventana panorámica con vistas a la bahía y al cabo Ferrat.

La deplorable línea de Internet casi le había impedido navegar por las noticias de Noruega del día. Cuando por fin consiguió conectarse, se quedó sentada toda la noche.

Ocurrió algo.

Si con anterioridad se había irritado y alguna vez se había sentido incluso provocada, en esta ocasión sintió una furia que lo absorbía todo.

Fiona Helle vendía el destino de los demás para conseguir su propio éxito. El programa la afectaba a ella misma, a Wencke Bencke, porque jugaba con la biología y con mentiras que habían durando toda la vida. Era sobre ella misma sobre quien escupía Fiona Helle cuando, a lo largo de su ligero programa de una hora de duración, entretenía al público a costa de los vulnerables sueños de la gente, los sueños de Wencke Bencke, tal y como fueron en algún momento, aunque ella nunca se hubiera atrevido a reconocerlo.

«Tengo que aprender a hacer esto, pensó metiendo el cepillo de la sombra de ojos en el contenido grasiento y negro del cilindro plateado. Todavía no soy vieja. Me queda mucho por hacer y estoy en proceso de cambio. Ya no soy una observadora; ahora soy observada. Tengo que aprender a arreglarme».

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