Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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Wencke Bencke estaba de pie en su terraza y fruncía el ceño al pensar en la prostituta muerta. Después alzó la cara hacia el cielo y decidió no volver a pensar nunca más en ella.

Empezó a caer una ligera lluvia. Olía a primavera en Oslo, a contaminación y a basura putrefacta.

La muerte de Håvard Stefansen había sido simplemente una necesidad. Inger Johanne Vik la había defraudado, no entendía el plan. Tenía que dejárselo más claro, así que Wencke Bencke por fin salió a la luz.

Y allí se había quedado.

Ahora la gente la reconocía por la calle. Le sonreían y algunos le pedían un autógrafo. La edición del sábado del periódico VG había impreso una reseña de tres páginas sobre Wencke Bencke, experta en criminalidad y novelista de éxito internacional, retratada detrás del ordenador en su caótico cuarto para escribir, ante su suntuosa mesa de comedor con una copa en la mano alzada y en la terraza, donde sonreía al fotógrafo recién maquillada y con vistas sobre toda la ciudad. Había recibido ayuda de una estilista.

No les había permitido entrar en el dormitorio.

Volvió al salón. El olor de las flores la mareaba. Llevó el jarrón a la cocina. Lo vació de agua y metió el ramo en una bolsa de plástico.

El libro estaba casi acabado.

En la parte baja del armario, donde nadie lo encontraría antes de que ella hubiera muerto, estaba la carpeta más importante. Por fuera, con grandes letras homogéneas, había escrito: COARTADAS.

Se había pasado diecisiete años investigando y reflexionando. Una buena coartada era la premisa para que un crimen tuviera éxito, el mismísimo fundamento de una buena novela policiaca. Creaba y construía, especulaba y descartaba. La carpeta crecía lentamente. Antes de ir a Francia, llevaba la cuenta. Treinta y cuatro documentos. Treinta y cuatro coartadas imaginables. Algunas de ellas ya las había usado, otras esperaban un nuevo manuscrito, un relato que les fuera mejor. Ninguna de ellas era perfecta, porque la coartada perfecta no existía.

Pero sus construcciones eran realmente buenas.

Tres de ellas nunca podría utilizarlas en ningún libro.

Habían encontrado mejor aplicación.

Como no eran perfectas, la mantenían despierta y viva. Cada mañana sentía el sano miedo. Cuando llamaban a la puerta, cuando sonaba el teléfono, cuando un desconocido se detenía al otro lado de la calle y dudaba un poco antes de dirigirse a ella, sentía el terror; le recordaba lo valiosa que se había vuelto la vida.

De camino hacia las escaleras para tirar las flores muertas por el tubo de la basura, se detuvo y vaciló. El libro que se había llevado del dormitorio de Vibeke Heinerback estaba en el armario de zapatos de la entrada. Lo había estado hojeando la noche anterior. Había palpado las hojas, había sentido la emoción de tocar el mismo papel que la joven política se había llevado a la cama o al autobús, que quizás había leído a escondidas durante el tedio de los plenarios, en las interminables pausas en el Parlamento.

Era el ejemplar de Rudolf Fjord.

Lo iba a tirar. Lo agarró bruscamente y lo metió en el tubo de las basuras con las flores. Se quedó de pie escuchando el sonido del pesado libro contra el metal, cada vez más bajo, hasta que cesó con un chasquido sordo, casi inaudible.

Alguien podía encontrarlo. Alguien podía preguntarse qué hacía un libro con el ex libris de Rudolf Fjord en el cuarto de la basura del edificio en que vivía y escribía sus libros Wencke Bencke. No lo había destrozado, no había arrancado la página con el nombre del dueño. Podía haber quemado el libro o haberlo tirado a otro sitio.

Pero no habría tenido ninguna emoción.

Wencke Bencke vivía en una nube constante. Se había lanzado desde el pico más alto.

– Tres semanas -dijo Sigmund Berli-. Se nos han acabado nuestras tres semanas,

– Sí -reconoció Yngvar Stubø-. Y no tenemos nada. Nada de nada.

Sobre el escritorio ante él había dos pilas de extractos. Una de ellas contenía información sobre las tres cuentas bancarias de Wencke Bencke en el periodo del 1 de enero al 3 de marzo, el día que fue asesinado Håvard Stefansen. La otra contenía información de Telenor, la compañía telefónica.

– Cuando murió Vibeke Heinerback -dijo Yngvar-, Wencke Bencke estaba en Estocolmo. Como ha contado en varias… -de una patada tiró una pila de periódicos y revistas al suelo- de esas malditas entrevistas. El golpe que supuso para ella enterarse del asesinato lo… ¡Joder, es más lista que el hambre!

Durante tres semanas habían trabajado solos. Sigmund e Yngvar. Habían conseguido la orden para la entrega en secreto de los extractos, basada en una petición ajustada fantasiosamente y parcialmente mendaz. Después habían investigado a Wencke Bencke con detalle, día y noche, apenas habían pasado por casa para coger ropa limpia y echar unas horas de mal sueño antes de lanzarse de nuevo a la meticulosa labor de reconstruir la vida de una persona basándose en el dinero que gastaba, las llamadas telefónicas que realizaba y sus navegaciones por Internet.

Wencke Bencke tenía dinero, pero era sorprendente lo poco que gastaba. Ciertamente había renovado su vestuario al acercarse el momento de su viaje de vuelta a casa, pero incluso alrededor de Navidad sus gastos eran llamativamente bajos. Casi nunca llamaba a nadie y a ella apenas la llamaba nadie aparte de sus editores de toda Europa. Con su padre no había hablado desde antes de navidades.

En Estocolmo se había reunido con su editor, eso le había contado a los medios de comunicación; un viaje rápido para planear la gira de lanzamiento del otoño. Sigmund llamó y se hizo pasar por periodista. Consiguió sacar una confirmación de la visita, aunque su impasibilidad ante las mentiras a las que tenían que recurrir constantemente daba miedo. Yngvar, en cambio, se atormentaba seriamente. No sólo forzaban el sistema, sino que tiraban por tierra todo lo que Yngvar había aprendido y había representado durante una vida entera en la policía.

Wencke Bencke se había convertido en una obsesión.

Habían empleado ocho días enteros en intentar encontrar caminos que hubiera podido tomar entre Estocolmo y Oslo el 6 de febrero. Se habían pasado día y noche haciendo malabares con las horas, estudiando los mapas y escrutando con lupa las listas de pasajeros. Con las compañías aéreas Sigmund había ido de buenas y de malas, con amenazas y con mentiras. Por las noches habían recorrido los pasillos pegando sobre las paredes papeles amarillos con las horas. Habían intentado acercarlas más las unas a las otras. Habían tanteado encontrar los agujeros y las lagunas; un huequito en la sólida pared de horas imposibles en los extractos del banco de Wencke Bencke.

– No funciona. -Era la conclusión a la que había llegado Sigmund cada día, a eso de las cuatro de la mañana-. Simple y llanamente no encaja.

Se había inscrito en el hotel a las tres de la tarde. Había comprado en un quiosco a las cinco y diecisiete. Había cogido un taxi justo antes de las siete de las noche. Veinticinco minutos antes de medianoche, aproximadamente en el mismo momento en que, según el informe de la autopsia, Vibeke Heinerback fue asesinada en su casa de Lørenskog, Wencke Bencke había pagado una suculenta factura en un restaurante junto al Dramaten, en el centro de Estocolmo.

Una mañana, tras dieciséis horas de trabajo continuo y desperdiciado, Sigmund, en un ataque de furia, se había montado en un avión que se dirigía a Suecia. Esa misma tarde volvió con la cabeza gacha; el portero de noche aseguraba haber visto a Wencke Bencke llegar al hotel sobre la medianoche del día de autos. Había asentido ante la foto que le enseñaba Sigmund. No, no habían hablado, pero creía recordar que la mujer de la habitación 237 se había servido cubitos de hielo de la máquina del hall. Estaba estropeada, así que tuvo que secar el suelo cuando ella se fue. Además, por la tarde había dejado algo de ropa para lavar. Cuando la dejó ante la puerta a primera hora de la mañana siguiente, había escuchado música a todo volumen dentro el cuarto.

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