Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– Sí.

Ya no susurraba. Él la mordió con cuidado en la punta del dedo.

– Yo estaba trabajando en mi investigación. Estaba absorbida por ella. Tenía suficiente que hacer con Kristiane, y… luego apareciste tú. Nuestra vida aquí y Ragnhild. No quiero otra cosa. ¿Por qué crees tú que de todos modos me he pasado las noches aquí sentada trabajando con un caso de asesinato que en realidad no tiene nada que ver conmigo?

– Porque tienes que hacerlo -dijo él sin soltarle la mirada.

– Porque tengo que hacerlo -asintió ella-. Y esto te lo digo porque tengo que hacerlo: Wencke Bencke ha ganado. A lo largo de estas semanas no habéis encontrado una sola huella. Nada. No quiere que la descubran. Quiere que se la vea, no que la cojan.

– De todos modos tengo que intentarlo -dijo Yngvar; sonaba a pregunta, como si precisara su bendición.

– De todos modos tienes que intentarlo -asintió ella-. Y la única esperanza que tienes es conseguir situarla en los lugares de los hechos. Demostrar que no estaba en Francia.

«Nunca lo conseguirás», pensó Inger Johanne una vez más, pero no lo repitió. En vez de hacerlo se bebió el resto del vino y dijo:

– Las niñas no pueden seguir viviendo aquí. A Wencke Bencke le queda un caso. Tenemos que mudar a las niñas.

Luego se levantó para llamar a su madre, aunque era casi medianoche.

– Así que quieres decir…-dijo el jefe de Kripos rascándose la oreja con el dedo meñique- que tenemos que darle la vuelta a toda la investigación por un libro que ha desaparecido y por un botón. ¡¿Un botón?!

– Un broche -lo corrigió Yngvar-. O un… pin.

El jefe supremo de Kripos tenía mucho sobrepeso. La tripa le colgaba como un saco de mantequilla sobre el cinturón ceñido. La camisa se le abría sobre el ombligo. Durante las exposiciones de Lars Kirkeland e Yngvar Stubø había mantenido silencio. Incluso cuando durante el resto de la pequeña reunión estuvieron discutiendo el asunto durante media hora, el jefe había mantenido la boca cerrada. Sólo sus pequeños dedos rechonchos lo habían acusado; golpeaban impacientes contra la tabla de la mesa cada vez que alguien mantenía la palabra durante más de veinte segundos.

Ahora, por enfado, le temblaba la papada doble. Se levantó con gran dificultad. Se acercó al cuaderno en el que el nombre de Wencke Bencke estaba escrito con letras rojas bajo una línea del tiempo con tres fechas. Se detuvo y sopló tres veces por la nariz. Yngvar no sabía si era por desprecio o porque tenía problemas con la respiración. Con la mano derecha se alisó el pelo que le cubría la calva antes de arrancar una hoja del caballete y de arrugarla concienzudamente.

– Déjame decirlo así -dijo, clavando sus pequeños ojos agudos en Yngvar-. Eres uno de mis más preciados colaboradores. Ésa es la razón por la que llevo aquí una hora sentado escuchando estas… chorradas. Con todos mis respetos.

Se tiró del bigote, que se le rizaba alegremente sobre las comisuras de los labios y que solía hacer que pareciera un tío de la familia, gordo y agradable.

Nadie dijo nada. Yngvar recorrió con la mirada a sus colegas. Seis de los investigadores más famosos de Noruega estaban sentados en torno a la mesa con la vista baja. Hurgando en una taza, toqueteando unas gafas. Lars Kirkeland estaba dibujando, parecía profundamente concentrado. Sólo Sigmund Berli miraba al frente. Se lo veía colorado y agitado, y daba la impresión de estar a punto de levantarse. En lugar de hacerlo levantó la mano, como si estuviera pidiendo formalmente la palabra.

– ¿No merece al menos la pena intentarlo? Quiero decir: ¡en todas las demás direcciones estábamos estancados! Si me preguntáis a mí, esto es…

– Nadie te está preguntando nada -dijo el jefe-. Lo que se va a decir sobre este asunto ya está dicho. Lars ha resumido muy diligentemente el curso de la investigación hasta ahora. Todos lo que estamos aquí sabemos que en la labor policial no hay… abracadabra. Meticulosidad, personas. Paciencia. Nadie sabe mejor que nosotros que el trabajo duro y el manejo sistemático de todos los hallazgos es el único camino que seguir. Somos una organización moderna. Pero no tan moderna como para que desechemos semanas de trabajo policial intenso, y de calidad, porque una mujer cualquiera siente y piensa y opina que quizá piense.

– Estás hablando de mi mujer -dijo Yngvar calmadamente-. No acepto la denominación una mujer cualquiera.

– Inger Johanne es una mujer cualquiera -dijo el jefe manteniendo la calma-. En este contexto lo es. Te pido disculpas si mi elección de las palabras te ha resultado ofensiva. Tengo el mayor de los respetos por tu mujer y tengo completamente claro lo útil que nos fue en aquel caso de secuestros hace algunos años. Ése es también el motivo por el cual he sido… condescendiente con tu algo… indulgente modo de manejar los documentos del caso. Pero ahora el caso es bastante distinto.

Volvió a pasarse la mano por la coronilla. Los finos mechones de pelo parecían pintados sobre su cráneo.

– Distinto -dijo Sigmund, furioso-. Pero ¡si no sabemos nada, hombre! ¡Ni una puta pista! Todo lo que en realidad ha contado Lars ha sido una serie infinita de hallazgos técnicos que no nos llevan a ningún sitio y de reflexiones tácticas que en el fondo sólo tratan de una cosa: ¡estamos colgados en la ignorancia! Joder… -Se contuvo-. Lo siento -dijo débilmente-. Pero escucha esto…

El jefe alzó la mano.

– No -dijo-. Lo último que necesitamos ahora es más crítica de los medios. Si atacamos a Wencke Bencke… -Le echó una mirada a la papelera, como si la escritora estuviera ahí metida, junto con su nombre en rotulador rojo-. Si se nos ocurre siquiera mirar en su dirección, se va a montar un jaleo de cojones. Se está haciendo muy popular, por lo que puedo entender. Ayer la vi dos veces en la televisión, y NRK ha anunciado que esta noche será la invitada de honor de Primero y último.

Se chupó los dientes. El ruido era insoportable. Luego chasqueó levemente la lengua y se retorció el bigote entre el pulgar y el índice. Continuó, ahora mirando a Yngvar:

– Y si, contra todo pronóstico, se viera que había algo de verdad en esta hipótesis tuya, en esta absurda y volátil teoría tuya sobre viejas conferencias y aburrimiento, entonces esta señora es dura de pelar.

– Así que lo mejor será ni intentarlo -dijo Yngvar mirándolo a los ojos.

– Ahórrate los sarcasmos.

– Pero prefieres tener tres casos sin resolver que tener que enfrentarte a los medios de comunicación -dijo Yngvar encogiéndose de hombros-. Por mí está bien.

El jefe de Kripos se acarició su amplia cintura. Introdujo el pulgar debajo del ceñido cinturón. Se chupó los dientes. Se subió los pantalones, que volvieron a caer inmediatamente al hueco bajo la barriga.

– Está bien, está bien -dijo por fin-. Te doy dos semanas. Tres. Durante tres semanas estás exento de llevar a cabo otra tarea que no sea la de registrar los movimientos de Wencke Bencke en el periodo de tiempo en torno a los asesinatos. Y nada más. ¿Me estás oyendo?

Yngvar asintió con la cabeza. Dijo:

– Tres semanas.

– Nada de saltos mortales. Nada de hurgar en otras partes de su vida. No quiero jaleo, ¿entendido? Averigua si su coartada al final no se sostiene. Mi consejo es: empieza con el último asesinato. Con Håvard Stefansen. Cuando él murió, por lo menos andaba cerca.

Yngvar volvió a asentir.

– Vive en la misma casa…

– Como oiga una sola palabra sobre que esta mujer está siendo investigada… -ahora el jefe tenía la cara rojo oscuro y el sudor le corría por la frente-, de boca de alguien que no sea los que estamos aquí ahora y que… ¡No vamos a decir una palabra sobre este asunto a nadie!

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