– Así que esto significa que…
– Significa que Wencke Bencke de algún modo u otro conoce a Warren. Ha oído hablar de él, lo ha escuchado o ha hablado con alguien que lo conoce.
– Que a su vez significa que…
– Que desea que la veamos -dijo Inger Johanne.
– ¿Cómo?
– Nos está invitando. Retando. Se presenta en la tele, tras doce años de silencio. Deja que le hagan fotografías. Habla. Mata a un vecino y llama a la policía. No quiere esconderse. Se escondió durante muchos años y terminó por serle insoportable. Quiere volver a la luz de los focos, no salir de ella. Y lleva esta marca con la esperanza de que la veamos. Nosotros. Con la esperanza de que la comprendamos. Está jugando con nosotros.
– ¿Con nosotros? ¿Nosotros dos?
Inger Johanne no respondió. Hizo una mueca hacia el olor, que era cada vez más fuerte, y se dirigió al baño. Él la siguió.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Yngvar en voz baja.
Ella seguía sin querer contestar. Dejó el agua correr y se inclinó para coger un trapo, con una mano sobre la tripa de Ragnhild, que estaba tumbada sobre la mesita de aseo.
– ¿No había desaparecido un libro? -preguntó ella.
– ¿Un libro?
– No te tapes la nariz, Yngvar. Esto de aquí es tu hija. -Dejó correr el agua sobre el culito de Ragnhild y continuó-: En casa de Trond Arnesen. Echaba en falta un libro. Y un reloj. El reloj volvió a aparecer. Pero ¿han encontrado el libro? Pásame la pomada.
Él se puso a rebuscar en la cesta junto al lavabo.
– Había un libro -dijo él despacio, y se detuvo, en una mano tenía un tubo de pomada de zinc y en la otra un pañal-. Es verdad. Me preocupé un poco por el reloj durante un tiempo. Me olvidé del libro. Completamente. Sobre todo cuando Trond encontró el puto reloj. Lo del libro no parecía tener ninguna importancia. Era una novela policiaca, creo, un libro que Trond decía que había estado sobre la mesilla, pero…
– Wencke Bencke -dijo ella-. La última novela de Bencke.
Las manos eran anormalmente rápidas, casi bruscas, cuando metió el pañal debajo del culete del bebé y pegó las tiras.
– Fue su primer asesinato -dijo con la misma rapidez-. Tenía cuidado. Vibeke Heinerback vivía en un lugar apartado y esa noche estaba sola, cosa que podía saber cualquiera que mirara su página web. Un asesinato sin peligro. Casi carente de riesgo, si se sabe lo que se hace. Wencke Bencke sabe lo que se hace. Así que cogió el libro. Lo firmó, Yngvar, pero nadie se dio cuenta. Nadie comprendió lo que significaba. Y la siguiente vez…
El body del bebé se resistía. Inger Johanne no conseguía meter el brazo izquierdo y Ragnhild se puso a llorar.
– Déjame -dijo Yngvar, y cogió el relevo.
Inger Johanne se sentó sobre la tapa del váter con los codos apoyados sobre las rodillas y la cara entre las manos.
– La siguiente vez fue más lejos. Se acercó más.
Ahora daba la impresión de que a Inger Johanne le asustaba su propio razonamiento. Había bajado la voz y hablaba más despacio. Se enderezó, se mordisqueó el pulgar. Yngvar le puso un pijama limpio a Ragnhild, que hizo gorgoritos cuando la tumbó boca abajo sobre su brazo y la estrujó contra el cuerpo.
– La segunda vez -dijo Inger Johanne sin hacer señal de quererse levantar-. La segunda vez eligió a Vegard Krogh. Lo despreciaba. Estaba furiosa con él, probablemente. Llevaba años insultándola, ridiculizando todo lo que ella representaba. Wencke Bencke sabía que… -se pegó una palmada en la frente- la bufona campaña de Vegard Krogh… sería un diminuto dedo acusador en su dirección. No demasiado evidente. Desde luego que no. Él tenía muchos enemigos. Pero de todos modos…
Por fin se levantó. Una sonrisa fugaz le cruzó la cara cuan-do besó la cabeza de la niña.
– Después dio el paso hasta el final. Mató al vecino, llamó a la policía. La involucraron en la investigación. Está iluminada por todos los focos, Yngvar. Está en medio del resplandor. En el centro del cono de la luz del foco, y lo está disfrutando. Nos está sacando la lengua, y sabe que ha ganado.
– ¿Ganado? ¿Cómo que ha ganado? Ahora ya sabemos que…
Ella se puso el dedo índice sobre la boca haciéndolo callar. Después pasó con cuidado la mano sobre la nuca de Ragnhild.
– Está dormida -susurró-. Acuéstala, por favor.
Inger Johanne se dirigió al salón. Del armario del rincón sacó una botella de vino. La abrió. Agarró la copa más bella que tenía, un cáliz de cristal fino procedente de la casa de verano de sus abuelos. Hacía muchos años tenía cuatro, grandes copas con finos grabados y ribeteados con pan de oro. Tres de ellas se habían roto. La que quedaba no se usaba nunca. Una vez al mes, más o menos, la sacaba. Le quitaba el polvo, miraba el dibujo bajo la luz de la lámpara del techo. Le recordaba a los largos veranos y los baños en agua salada, al abuelo materno en la terraza con un vino blanco dulce en la copa, con la nariz colorada por el sol y la felicidad, con migas de bizcocho en la barba. Solía dejarla probar. Ella humedecía la lengua con una mueca y a continuación escupía. Entonces él se reía, siempre, y le daba gaseosa, aunque no fuera sábado.
Se sirvió y puso a girar el vino.
– ¿Qué quieres decir con eso de que ha ganado? -dijo Yngvar.
– ¿Está dormida?
Él asintió y pegó un respingo cuando vio la copa que había elegido. Se fue a la cocina a buscar otra y se sirvió.
– ¿Qué quieres decir? -repitió Yngvar-. Ya sabemos que es ella. Sabemos adonde ir. De algún modo…
– No lo conseguirás -dijo ella, y bebió.
– ¿Qué quieres decir?
Su copa seguía sin tocar sobre la mesa del comedor. Inger Johanne se volvió hacia la ventana. El jardín tenía un aspecto triste, con algunas manchas de nieve sobre el césped amarillo y empapado. Por fin le habían cambiado las bombillas a las farolas de la calle Haugé. Un hombre con un chubasquero amarillo paseaba a su perro. Éste iba suelto y corría de un lado a otro con el hocico a ras de suelo. Se detuvo junto al Golf de Inger Johanne y levantó la pata trasera. Se quedó así un buen rato, antes de seguir satisfecho a su amo.
– Estaba en Francia -dijo ella-. Cuando fue asesinada Vibeke Heinerback. Y cuando Vegard Krogh fue asesinado en el bosquecillo de Asker. Da la impresión de que se te ha olvidado del todo.
– Claro que no -dijo él, ligeramente irritado-. Pero tanto tú como yo sabemos que no podía estar ahí. A no ser que tuviera un ayudante, un…
– Wencke Bencke no tiene ningún ayudante. Es una loner. Mata para sentirse viva, para mostrar su fuerza. Para… crecer, mostrar lo competente…, lo inigualable que es.
– A ver, tienes que decidirte -dijo él-. Si estaba en Francia, no puede haberlos matado. ¿Qué es lo que quieres decir en realidad?
– Obviamente no estaba allí. No todo el rato. De una manera u otra ha conseguido ir y venir. Podemos especular sobre cómo lo consiguió. Podemos teorizar y reconstruir. Lo único que es completamente seguro es que nunca lo vamos a resolver.
– No entiendo cómo puedes decir algo así -dijo él pasándole el brazo por los hombros-. ¿Qué hace que estés tan convencida? ¿Cómo puedes…?
– Yngvar -lo interrumpió ella mirándolo a la cara.
Tenía los ojos tan claros. Las cejas se le habían empezado a afilar y parecían optimistas cuernos de viejo sobre la frente. Tenía la piel limpia y homogénea. La ancha boca entreabierta, e Yngvar sentía su respiración contra la suya; el vino y el fuerte olor del ajo. Inger Johanne puso el dedo índice sobre el profundo hoyuelo de la barbilla de él.
– Nunca antes he dicho esto -susurró Inger Johanne-. Y espero no tener nunca más la oportunidad de volver a decirlo. Soy profiler. Warren solía decir que yo era una profiler nata. Que era algo de lo que nunca iba a poder escapar. -Se rió por lo bajo-. Durante todos estos años he estado intentado olvidarlo. ¿Recuerdas lo poco dispuesta que estaba, aquella primavera hace cuatro años? Cuando robaron a aquellos niños y tú querías…
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