Armando Palacio Valdés - El maestrante
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Manuel Antonio era metódico en sus visitas. Había unas cuantas casas a las cuales asistía diariamente y siempre a la misma hora. A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia. A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también a casa de las señoritas de Meré.
–¡Aquí tenemos al conde!—exclamó con su peculiar entonación afeminada.—¡Ay, qué condecito tan guasón!
–¿Pues?—preguntó éste acercándose.
–Pregúntaselo a Amalia.
La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente.
–¿Cómo?… ¿Qué tiene que ver?…—dijo con mal disimulada turbación.
También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon.
–Hemos estado murmurando de tí. ¡Qué traje te hemos cortado, chico!
–Aquí Manuel Antonio—profirió Amalia—decía que era usted el perro del hortelano.
–No; tú eras quien lo decías.
Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo, grandes y chicos, señoras y caballeros.
–¡Yo!—exclamó la dama.
–¿Y por qué soy el perro del hortelano?… Sepamos.
–Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la coma D. Santos.
–¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?—dijo la señora, medio irritada, medio risueña, dándole un pellizco.
–¿Qué se habla de D. Santos?—preguntó un caballero muy corto y muy ancho, de faz mofletuda y violácea, acercándose al grupo.
El conde y Amalia no supieron qué responder.
–Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnos un día a su posesión de la Castañeda y darnos un banquete—manifestó Manuel Antonio con desparpajo.
–No; no era eso—repuso el hombre rechoncho con forzada sonrisa.
–Sí tal. Amalia sostenía que no eras capaz de llevarnos a pasar un día a la Castañeda.
–¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponerme hoy colorada!—dijo aquélla.
–Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días… Bien puedes creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la mayoría del pueblo… No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta…
–Gracias, gracias, Manuel Antonio—murmuro D. Santos con la risa del conejo.
Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento, y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció. Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo, sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate . Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe repercutía dolorosamente en su corazón: las bisagras se desencajaban, todos los pestillos se echaban a perder. En fin, con tal sobresalto vivía, que le acometió una pasión de ánimo y comenzó a decaer visiblemente. Un su amigo tan miserable como él, pero más vividor, le aconsejó que dejase la casa y se trasladase a otra. Así lo hizo, tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el palacio.
Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento Granate.
–Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la población!—prosiguió Manuel Antonio.—Tendremos banquetes a diario y bailes y giras campestres…
–¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!—exclamó Emilita Mateo, que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.
–Yo no he hablado para nada de Fernanda, niña—repuso el marica en tono severo.
–Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se sobrentendía.
–Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según mis cálculos, durará cinco minutos.
Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población.
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