Armando Palacio Valdés - El maestrante
Здесь есть возможность читать онлайн «Armando Palacio Valdés - El maestrante» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: foreign_antique, foreign_prose, Зарубежные любовные романы, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:El maestrante
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
El maestrante: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El maestrante»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
El maestrante — читать онлайн ознакомительный отрывок
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El maestrante», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
El conde de Onís no había desplegado los labios en todo este tiempo. Se hallaba retraído en tercera o cuarta fila, siguiendo con ojos de susto los cuidados que a la criatura se prodigaban. Y trató de irse con disimulo sin nueva despedida; pero Amalia le detuvo con alarde de audacia que le dejó petrificado.
–¿Qué es eso, conde, no quiere usted dar un beso a mi pupila?
–¡Yo!… Sí, señora… no faltaba más.
Y pálido y trémulo, se aproximó y puso sus labios en la frente de la criatura, mientras la dama le contemplaba con sonrisa provocativa y triunfal.
III
La cita
Esta fue la tercera noche en que el conde de Onís apenas pudo cerrar los ojos. Nada más natural que en las dos anteriores estuviese agitado, calenturiento; pero ahora, ¿por qué? Todo se había resuelto como apetecía. La empresa se había llevado a cabo con felicidad. No le restaba más que dormir tranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, no era así. Apesar de su figura robusta y gallarda, poseía el conde un sistema nervioso excesivamente impresionable. La más ligera emoción turbaba su espíritu, le inquietaba hasta un grado indecible. Tal exquisita sensibilidad le venía por herencia y también por educación. Su padre, el coronel Campo, había sido un hombre concentrado, sensible, de una susceptibilidad tan delicada que le hizo mártir en los últimos años de su vida. Todo el mundo recordaba en Lancia el interesante y conmovedor episodio que cerró aquella vida caballeresca.
El coronel mandaba las fuerzas de defensa de una plaza en el Perú cuando la insurrección de las colonias americanas. La plaza fue tomada por los insurrectos de un modo insidioso y por sorpresa. Un malvado denunció al coronel ante el gobierno de Madrid como culpable de traición, aseverando que se hallaba en connivencia y sobornado por el enemigo. Con harta precipitación, sin examen imparcial de los hechos y sin tener presente la brillante hoja de servicios del conde de Onís, el rey le privó de su empleo en el ejército y de todas las cruces y condecoraciones que poseía. Bajo el peso de aquella horrible injusticia, el pundonoroso militar quedó anonadado. Sus compañeros le arrancaron la pistola en el momento de atentar a su vida. Acompañado de su fiel asistente y de un primo se trasladó desde Madrid, adonde había venido a defenderse, a Lancia, donde le esperaba su esposa y su hijo de corta edad. La vida de familia fue un sedante para la terrible llaga abierta en el corazón del soldado. Pero aquel bravo, que tantas veces había desafiado la muerte, no tuvo valor para soportar las miradas y la curiosidad de sus convecinos. En vez de rebelarse contra la injusticia que se le había hecho, en vez de tratar de convencer a sus paisanos de su inocencia, lo que no le hubiera costado gran trabajo, porque todos estimaban su carácter y conocían su valor, lleno de vergüenza, como si realmente fuese criminal, huyó las miradas de la gente, se retrajo a su casa, y solo paseaba por la huerta que detrás de ella se extendía, cercada de alta y deteriorada tapia.
El palacio de los condes de Onís merece especial mención en esta historia. Era un edificio antiquísimo, el más antiguo de la ciudad en unión de algunos restos de la primitiva basílica que aún quedaban en pie. No se había salvado otra cosa del horroroso incendio que en el siglo XIV había destruido la población. Su aspecto más era de fortaleza que de mansión. Pocas y estrechas ventanas cortadas por columnas de piedra, distribuidas caprichosamente por la fachada; una pared lisa de piedra, ennegrecida por los años; algunos agujeros cuadrados cerca del techo, a guisa de aspilleras; una gran puerta de medio punto reforzada con grandes clavos de acero. Por dentro era inmensa y tenía más alegría. El patio ancho, más ancho que la calle. Por la parte trasera la luz del mediodía bañaba sus ventanas. Los árboles de la huerta metían las ramas por ellas, sirviendo de fresca cortina para templar sus rayos. El conjunto de aquel vetusto caserón ofrecía misterio y encanto singulares para los lacienses dotados de imaginación, en especial para los niños, únicos seres que conservan, en nuestra edad prosaica, la fantasía despierta. Su fachada, si es que tal nombre puede darse a aquella lisa pared con pequeños huecos tirados a granel, daba a la calle de la Misericordia, una de las más céntricas de la ciudad. Una de las ventanas, quizá la más ancha, enfilaba la calle de Cerrajerías, y por ella se veía la catedral a lo lejos.
Aquí se encerró o se sepultó el ex-coronel Campo, sin que bastasen los ruegos de su esposa y de los pocos parientes que frecuentaban su trato para hacerle desistir de tal resolución. Su ociosidad fue de provecho para la casa. Hizo arreglar la huerta, puso algunos miradores en la parte trasera, amuebló varias habitaciones, enlosó el patio, etc. El oscuro caserón, sin perder su aspecto vetusto y misterioso, se trasformó por dentro en agradable morada. Pero el deshonorado militar se consumía, se secaba dentro de ella como un árbol sin luz y sin agua. Una melancolía profunda minaba su organismo, le arrugaba la piel, blanqueaba sus cabellos, debilitaba sus piernas y ponía trémulas sus manos. A los cincuenta y ocho años de edad representaba tener setenta. Dentro de la casa no se le sentía. Paseaba por los corredores como un fantasma. Trascurrían los días sin que nadie le oyese el metal de la voz. Pero no se mostraba adusto con nadie. Una sonrisa dulce y triste vagaba constantemente por sus labios. No buscaba las caricias de su hijo, pero cuando le tropezaba casualmente por los pasillos le cogía la cabeza, se la besaba amorosamente, murmuraba algunas palabras tiernas en su oído y repentina y precipitadamente se alejaba, algunas veces con lágrimas en los ojos. Pensaba que era una gran desgracia para aquel pequeñuelo, rubio y hermoso como un querubín, el haber nacido hijo de un padre deshonrado. El infeliz le pedía perdón, con la mirada, de haberle engendrado.
Hacia el año 1829, cuatro después de haber llegado de América, el coronel era un verdadero espectro. Dormía bien, comía bien, no le dolía nada; pero aquella vida se escapaba en efluvios invisibles y constantes, en lenta y pavorosa consunción. Su esposa hizo venir un médico, luego otro y otro. Todos dijeron lo mismo. Era necesario salir, distraerse, cultivar el trato de la gente. Precisamente las únicas medicinas que el conde estaba resuelto a no tomar. Poco a poco fue permaneciendo más horas en la cama; se levantaba tarde; se acostaba temprano. Perdió el gusto para trabajar en la huerta. No salía de las cuatro paredes de la casa. Dentro de ella dejó de ocuparse en las cosas que antes le entretenían; hacer estuches, cuidar la pajarera y otras obras manuales. Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro. Al entrar su hijo volvía la cabeza, sonreía, le llamaba por señas y, después de darle un beso, le empujaba para que se fuese.
Un día el niño percibió mucho ir y venir por casa; los criados corrían azorados, cambiaban entre sí palabras rápidas; los pocos parientes y amigos que visitaban la casa estaban todos allí y tenían unas caras largas, largas, que le aterrorizaban. Acercándose al gabinete de su padre, vio que levantaban un altar. Preguntó sencillamente lo que aquello significaba, y una criada, llevándole a un rincón, le dijo que no se asustase, que su papá había deseado confesarse y recibir la Comunión, y que su Divina Majestad vendría pronto a visitarle. Esta recomendación de no asustarse, hecha repetidas veces, produjo el efecto contrario. Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «El maestrante»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El maestrante» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «El maestrante» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.