Armando Palacio Valdés - El maestrante
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–¡Qué mal me estás tratando, Fernanda! Como siempre, por supuesto… Yo, sin embargo, ya sabes… el mismo devoto idólatra. Hasta ahora.
–Siento que esa devoción no me cause frío ni calor—replicó ella sin dar un paso para apartarse.
El conde lo dio alzando los hombros con resignación y diciendo:
–¡Más lo siento yo!
Sorteando las parejas de baile, que ya habían comenzado el rigodón, llegó de nuevo adonde estaba el ama de la casa. Al lado de ésta se hallaba en aquel instante el famoso Manuel Antonio, uno de los personajes más dignos de mención en la época que estamos historiando. Se le conocía tanto por el apodo el marica de Sierra como por su nombre.
Esto basta para que sepamos en cierto modo a qué atenernos respecto a sus propiedades morales y físicas. Manuel Antonio no era joven. Frisaría en los cincuenta años, disimulados con esfuerzo heroico por toda la batería de afeites conocidos entonces en Lancia, que no eran muchos ni muy refinados. Una peluca bastante rudimentaria, algunos dientes postizos mal montados, un poco de negro en las cejas y de carmín en los labios, mucho patchoulí y un traje de fantasía apropiado para realzar los residuos de su belleza. Ésta había sido espléndida; una rara perfección de rostro y de talle. Alto, delgado, esbelto, facciones correctas, diminutas, cabellos rubios, finos, cayendo en graciosos bucles, mejillas sonrosadas y voz atiplada. De este conjunto primoroso quedaba tan sólo una sombra por donde pudiera adivinarse. La enhiesta espalda se había abovedado; los hermosos bucles se habían desvanecido como un sueño feliz; algunas arrugas indecorosas surcaban aquella tersa frente, y la fila de perlas, que ostentaba su boca, se había transformado en carrera de huesos amarillos, desvencijados, que el tiempo había quintado y el dentista torpemente sustituido. Por último, aquel pequeño bigote sedoso había engrosado notablemente, se hizo blanco, cerdoso, indómito; no bastaban el tinte y el cosmético a mantenerlo presentable. ¡Qué dolor para el hermoso hermafrodita de Lancia y también para los amigos que le habían conocido en el esplendor de su gracia!
El espíritu permanecía tan juvenil como a los diez y ocho años. Era el mismo ser apasionado y tierno, dulce unas veces, iracundo y terrible otras, marchando al soplo de sus caprichos, viviendo en lánguida ociosidad. Gozaba tanto las delicias del baño, que lo repetía tres y más veces, hasta que el agua quedase cristalina como al salir de la fuente; amaba las flores, los pájaros; no tenía más placer que consultar con el cristal del espejo los adornos que le sentarían mejor. Los trajes, por atracción irresistible, siendo masculinos, se acercaban cuanto era posible a la forma femenina. En el invierno gastaba talmita corta con broche de oro, y un sombrero tirolés de alas reviradas, que le sentaba extremadamente bien. En el verano gustaba de vestirse trajes de franela blanca bien ceñidos, que denunciasen las graciosas curvas de sus formas. Las corbatas eran casi siempre de gasa, los zapatos descotados, el cuello de camisa a la marinera. Por debajo del puño se le veía un brazalete. Aunque no fuese más que un sencillo aro de oro, este pormenor era lo que más llamaba la atención de sus conciudadanos. En cuanto se hablaba de Manuel Antonio salía el dichoso brazalete a relucir; como si no hubiese nada en su interesante figura más digno de excitar la curiosidad.
Pero si los años no habían logrado modificar en el fondo aquel ser amable y creado para el amor, habíanle hecho, sin embargo, más cauto, más reservado. Ya no mostraba sus preferencias con la ingenuidad de otros tiempos, ni daba suelta a los súbitos arranques de su corazón inflamable sino después de poner a prueba la lealtad del objeto de su ternura. ¡Había padecido tantos desengaños en la vida! Sobre todo, al hacerse viejo, no sólo experimentó la frialdad de sus antiguos amigos, de aquellos que le habían dado pruebas inequívocas de cariño, sino, lo que es aún más triste, encontrose, sin pensarlo, sirviendo de blanco a las chufletas e invectivas de los mozalbetes de la nueva generación. Fue el hazmerreír de estos procaces jóvenes. Como no habían sido testigos de sus triunfos ni conocieron su radiante belleza, estaban lejos de profesarle el respeto que, apesar de todo, guardaba hacia él la antigua generación. No perdonaban medio de embromarlo, de vejarlo bárbaramente. En cuanto se paraba en la calle de Altavilla o entraba en el café de Marañón, ya estaba rodeado de una partida de guasones . ¡Cristo, las frases que allí se oían! Y como villanos que eran, a menudo del juego de palabras pasaban al de manos. Esto era lo que en modo alguno podía sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran. Tenía bastante correa, y además un ingenio vivo y sutil que recogía admirablemente el ridículo y sabía dar en rostro con él a sus contrarios. La mayor parte de las veces los que iban a «tomarle el pelo» salían muy bien trasquilados. Los años, la práctica, le habían adiestrado de tal modo en el pugilato de frases incisivas que realmente era temible. Tenía la intención de un miura . Pero así que aquellos desvergonzados pasaban de las palabras a las obras tocándole la cara o pellizcándole, ya estaba descompuesto, perdía enteramente los estribos y no decía cosa intencionada ni siquiera razonable. Superfluo es añadir que, conociéndole el flaco, todas las bromas terminaban en esta forma.
Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las colchas que él hacía no tenían rival en Lancia. Arreglaba un altar y vestía las imágenes mejor que ningún sacristán. Tapizaba muebles, hacía flores primorosas de cera, empapelaba habitaciones, bordaba con pelo, pintaba platos. Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso. Se constituía inmediatamente a la cabecera del lecho, tomaba cuenta de las medicinas, arreglábale la cama, poníale los vejigatorios o las ayudas lo mismo que el más diestro practicante. Luego, si la enfermedad por desgracia presentaba mal carácter, sabía insinuar como nadie la idea de confesión; de tal modo que el enfermo, en vez de asustarse, la aceptaba como la cosa más natural y corriente. Y en cuanto le veía convencido, empezaba a tomar disposiciones para recibir a Su Divina Majestad: la dama más avezada a recibir gente principal en sus salones no le sacaría ventaja. El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente de un general al frente de sus tropas. Todos le obedecían y secundaban acatándole por jefe. Pues si el enfermo se moría, no hay para qué decir que su dictadura se hacía aún más omnipotente. Principiando por amortajar el cadáver y concluyendo por sacar del juzgado la partida de defunción, nada quedaba en las fúnebres ceremonias que él no mangonease.
Y como quiera que las más veces había enfermos que cuidar, o imágenes que vestir, o amigas que peinar o flores que contrahacer, Manuel Antonio pasaba la vida bastante atareado. En esto y en ir de casa en casa tomando y soltando noticias se le deslizaban los días y los años. Habitaba con dos hermanas más viejas que él, las cuales le cuidaban y mimaban como a un niño. Para estas buenas señoras no existía el tiempo. Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían sonreír con benevolencia. Mientras ellas se quejaban amargamente de los estragos que los años iban causando en su figura y su salud, pensaban que su hermano había detenido el curso de las horas, había hallado un elixir para mantenerse eternamente joven.
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