Armando Palacio Valdés - Riverita

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Armando Palacio Valdés

Riverita

TOMO I

I

La primera noticia que Miguel tuvo del matrimonio de su padre se la dio el tío Bernardo, persona de extremada respetabilidad y carácter. Tomole de la mano gravemente momentos antes de comer, y le llevó a su escritorio, una pieza de aspecto sombrío, llena de cachivaches antiguos, grandes armarios de libros y cuadros al óleo que el tiempo había oscurecido hasta no percibirse siquiera las figuras. Las sillas eran de roble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra más vieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez. Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado y augusto para la familia. Una vez se lo había enseñado su primo Enrique desde la puerta alzando discretamente la cortina y mirando con temor hacia atrás para no ser sorprendido en flagrante profanación. Otra vez había sido residenciado por su tío en aquel recinto en compañía del mismo Enrique por haber ambos maltratado de palabra y de obra a la cocinera de la casa bajo el pretexto infundado de que no eran suficientes dos peras por barba para merendar. No es fácil imaginar, pues, el respeto que esta pieza le merecía a Miguel, aunque su temperamento no fuese demasiadamente respetuoso, según constaba de modo incontestable en la escuela y en otros diversos parajes de la villa.

D. Bernardo dejó a su sobrino arrimado a la mesa de escribir y comenzó a pasear silenciosamente y con las manos atrás; sopló con fuerza tres o cuatro veces, desgarró otras tantas, y dijo al fin parándose un instante:

–Miguel, tú tienes uso de razón, ¿no es cierto?

Miguel le miró, abriendo mucho los ojos, sin contestar.

–¿Has cumplido los siete años?—manifestó su tío poniendo el concepto más al alcance del niño.

–Tengo ocho.

–Tanto mejor… En efecto, tu padre se casó diez años después que yo… hace nueve aproximadamente… Muy niño eres aún para entender ciertas cosas. ¡Muy niño! ¡Muy niño!

Y D. Bernardo contempló con expresión de lástima a su sobrino, que apenas podía posar, estirándose mucho, la barba sobre la mesa, y meditó breves momentos: después continuó paseando.

–Sin embargo, pienso, Miguel, que harás un esfuerzo para entenderme… ¿no es verdad que lo harás?… No es menester que penetres por completo el sentido de mis palabras, porque en edad tan tierna no es posible; basta con que te hagas cargo de lo que voy a decirte… de lo que tengo encargo de decirte—añadió rectificando.—Has tenido la desgracia de perder a tu madre cuando naciste, de no haberla conocido; era una verdadera dama, noble, distinguida, de modales muy finos, y que se hacía respetar de todos. En este concepto, nuestra familia nada tuvo que oponer al matrimonio de Fernando, por más que tu madre no fuese rica, que no lo era en verdad: la distinción, los modales, las relaciones compensan muy bien la falta de fortuna. Mercedes estaba relacionada con la mejor sociedad de Madrid y sabía hacer los honores de un salón como la primera. Desgraciadamente para tu padre, falleció al año de estar unidos, cuando el tapicero no había terminado aún de arreglar los dos salones que habían destinado para recibir, cuando aún no se habían repartido todas las papeletas de enlace. Si algo pudo mitigar el dolor de Fernando, fue el testimonio de respeto que en aquella ocasión se apresuró a darle la espuma de la sociedad madrileña: más de doscientos coches particulares siguieron el entierro de la pobre Mercedes; S. M. mandó el coche de respeto con los lacayos enlutados; después se recogieron a la puerta más de seiscientas tarjetas de pésame, y a los funerales que por el eterno descanso de su alma se celebraron en San Isidro, acudió un sinnúmero de personas de calidad, y en representación de S. M., el mayordomo de Palacio. Yo presidí el duelo de familia, el segundo cabo el de militares, y Monseñor Giner el de sacerdotes. Sobre este punto no hay más que decir: todo fue conforme a los usos establecidos y a lo que exigía el decoro de nuestra familia.

D. Bernardo se detuvo para echar una mirada a Miguel, quien al compás que escuchaba a su tío, o no lo escuchaba (que esto nunca pudo averiguarlo D. Bernardo), daba infinitas vueltas entre los dedos a un vaso griego de barro que servía de prensa-papeles. Quitóselo de la mano suavemente, colocolo en su sitio y tornó a recoger con el paseo el hilo de su interrumpido discurso.

–El dolor que tu padre experimentó fue grande, y supo guardar como quien es todo el tiempo de su viudez el respeto que debía a la memoria de una dama tan principal como tu madre. Por espacio de dos años, no solamente gastó luto él, sino que lo hizo llevar a toda la servidumbre, al coche y a los caballos; no pisó los salones hasta bien trascurrido el año, ni recibió en los suyos más que a los amigos de entera confianza; de este modo se adquiere el respeto y la consideración de la gente. Pero como las cosas no deben ni pueden llevarse al extremo, pasados dos o tres años, tu padre entró nuevamente en la vida de la sociedad distinguida, donde por su nombre, por su grado en el ejército y por su fortuna tiene derecho a brillar entre los primeros. Entonces empezó a tocar los verdaderos inconvenientes de su estado. En una casa de la importancia de la de Fernando una señora es absolutamente indispensable; tú no puedes comprender esto porque eres muy niño, Miguel, ¡muy niño!…

D. Bernardo consideró de nuevo a su sobrino con profunda compasión.

–La presencia de una señora, de una dama, comunica a la casa cierto brillo que ni el nombre ni el dinero por sí solos pueden alcanzar. Tu pobre papá se ha visto privado hace ocho años de dar bailes, comidas, ni un té siquiera… ¿Quién había de hacer los honores?… Y vuestra casa es una de las mejores de Madrid, está decorada con mucho gusto, aunque un tanto abandonada de algún tiempo a esta parte. Es lástima y grande que no haya podido aprovecharse hasta ahora el espacioso y elegante salón que tenéis. Además, por lo que he podido observar y han observado también algunas personas de la familia y de fuera, en casa de Fernando reina cierto desconcierto inevitable; por buena que sea una ama de llaves, por buenos que sean los criados, no es posible que atiendan como corresponde a todos los pormenores… Tu misma educación, Miguel, anda bastante descuidada al decir de la gente. Me han dicho que juras en casa como un carretero…

Estas últimas palabras las dijo D. Bernardo con más alta entonación y parándose frente a su sobrino. Éste sonrió avergonzado; pero al ver que el tío fruncía las cejas, quedose otra vez serio.

–¡Claro está! un padre por más que se esfuerce no puede conseguir inculcar a sus hijos ciertas reglas de urbanidad, so pena de no perderlos de vista un solo instante. Esto sólo puede hacerlo una señora, una madre… Así que desde largo tiempo vengo aconsejando a mi hermano, y conmigo toda la familia, y no sólo la familia, sino cuantos amigos se interesan por él, que de nuevo tome estado, organice su casa sobre el pie que le corresponde y salve el decoro de la familia… Al fin, cediendo a mis reiteradas súplicas, y repito que no solamente a las mías, sino a las de todos sus parientes y amigos, tu papá ha pensado en dar a su casa una señora y a ti una mamá… Pero entiéndelo bien, Miguel, sólo por las razones antes apuntadas, no por otra alguna, tu padre ha consentido en tomar estado… ¿Te haces bien el cargo?....

Miguel le miraba y le remiraba con los ojos muy abiertos, sin moverse; sentía deseos atroces de irse a jugar con su primo Enrique.

–Ahora bien; lo mismo tu padre que yo, que toda la familia, esperamos que con la presencia de tu nueva mamá se opere en tu conducta un cambio favorable; que dejes esos modales, propios de gentuza, no de caballeros; que no pases el día metido en la cocina, escuchando las sandeces de los criados; que no te arrastres por los suelos como un perro, estropeando los vestidos; que seas, en fin, menos cerril y desvergonzado.

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